(fotos de Francesc Luque)
Empiezas a ser un buen pescador en cuanto comienzas
a ver debajo del agua. No porque te pongas unas gafas marcianas con los
cristales polarizados de colorines, sino porque ves con claridad, aunque esté
el agua tomada, dónde se esconde la poza profunda, el pasillo estrecho del
fondo, el árbol sumergido, la piedra hueca, la cueva entre las raíces de los sauces, el lugar
preferido de la trucha para acechar a los pececillos o para comer tricópteros
ahogados como si fueran las aceitunas del aperitivo. Sin darte cuenta, un día, comienzas
a leer el agua igual que si estuvieras viendo este suelo que ahora pisas.
El hijo
pescador no dice nada. Sonríe detrás de sus gafas anaranjadas.
Además, esta cualidad paranormal la adquieres casi
de un día para otro, una mañana sólo ves agua batida, piedras que afloran,
brillos y opacidad y a la mañana siguiente se obra el milagro y ves hasta los
peces colocados en el fondo, nadando contra corriente o escondidos bajo la
roca, esperando el alimento. Luego picarán o no, pero allí están, tu lo sabes.
El hijo
pescador piensa que su padre es un poco raro, un poco loco, igual que cuando
coge del agua esa mariposilla parduzca y la mira al trasluz como si tuviera
escrita en letra diminuta bajo sus alas algún secreto fabuloso.
Luego, poco a
poco, tras descubrir cómo se lee el agua, comienzas a leer el resto: las nubes,
la brisa, el barómetro de las truchas, los mil colores verdes del campo, el
posadero de mirlo acuático, los caminos invisibles entre las ortigas y cicutas altas, la
belleza que hay en el caos de un río en abril y porqué nosotros estamos aquí
como únicos testigos humanos de la maravilla. Y para eso se tardan muchos años. Te debes haber sentido
derrotado muchas veces, desolado, triste, perdido muchos días, para, tras
viajar mucho por el mundo, tras buscar en los libros muchos secretos y en
algunos cuerpos las verdades, vuelvas a los ríos donde creciste y entiendas
estas otras palabras invisibles que te susurran quién eres, que te cuentan
porqué la vida hay que vivirla siempre con alegría y a ser posible disfrutando largos años
como pescador andante.
Pero esto
último no se lo cuento a mi hijo el pescador. Ya lo descubrirá él cuando tenga
edad y recuerde mi voz enredada en el ruido del agua de hoy.