viernes

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Hoy apenas consumimos peces de río o de agua dulce, además nuestros ríos están embalsados, contaminados, secos, casi muertos, apenas hay peces. Si nos empeñamos podemos comprar trucha de piscifactoría, esturión también de criadero o anguilas si vivimos por en Valencia. Pero sin darnos cuenta compraremos panga, tilapia, perca del Nilo o cualquier otro pez comistrajo, que nos venderán como si fueran un lenguado o un mero… Aunque hubo un tiempo remoto o no tanto en el que los peces del río era casi el único pescado que podían comprar y comer muchos españoles pobres de la España interior.

Llevaba tiempo investigando esta historia a través de los legajos de abastos de algunos ayuntamientos, pero hace unos días pude conocer y entrevistar a los últimos pescadores profesionales de río con licencia del Tajo. Mantuvimos la entrevista grupal en una de esas residencias de ancianos anodinas y feas en las que hay televisiones con las que distraer a los viejos y cuadritos con cascadas y frases horribles de tagores, jesucristos o poetastros como el de la fotografía del final. Pero los miré a los ojos mucho tiempo y dejé de ver todo aquel decorado descubriendo a tipos jóvenes, valientes, incansables, astutos, apasionados, igual a mí en muchas cosas. Contemplé detrás de sus miradas unos ríos transparentes, tumultuosos, limpios y llenos de peces. Respiré el perfume del aire de la libertad y también el olor pestilente de aquella España de Franco, el estraperlo, los abusos de la Guardia Civil, la sangre de los maquis derramada en aquel puente de palo que cruzaba una garganta, la imposibilidad de futuro en esos lugares y la enorme tristeza de emigrar muy lejos y tal vez para siempre.


Les presento a Mauricio, Miguel, Ángel, Florencio, Liborio y Vicente. Les veo con claridad así, metidos en el agua al amanecer. Es octubre, hace frío, son muy jóvenes. Primero sacan a flote sus barcas -las mantienen escondidas y hundidas en la orilla- y luego reman sobre ellas río arriba, echan las redes, cierra el cerco, llevan su arte hasta la orilla para desenredar los peces, llenar las cestas y volver a echarlas una y otra vez durante todo el día. Es un trabajo difícil, muy duro, incierto. A eso de diez o las once suben los cestos de peces al pueblo, las mujeres son las encargadas de repartirse por los demás pueblos cercanos tomando destartalados coches de línea, luego el pregonero toca su tropetilla y vocea: ¡Se hace saber que ha llegado a la plaza la mujer de los peeeeces a 2 pesetas el kilo! -toque de trompeta prolongado- ¡peceeeeees, peeeeeces en la plaza a buen preciooooo! En unas pocas horas estará todo el pescado vendido. Se vende bien, es muy barato. Las pesetas de tanto trabajo apenas dan para mantener a las familias de los quince pescadores. Todos sueñan con una vida mejor, menos incierta y penosa, también menos peligrosa. 

Mírenlos bien ahora, son muy viejos, algunos están sordos o ven mal, parecen derrotados, el mayor de ellos, el que casi alcanza los cien años, necesita un andador para caminar, pero en cuanto han comenzado a hablar descubro que tienen todos poco más de veinte años. Mírenlos, son casi unos chiquillos que nadan como nutrias, bucean hasta diez metros a pulmón para desenredar la red que se enganchó en el fondo, pescan con una precisión de relojeros cada poza del río con frágiles barquitas, no temen a las riadas de diciembre, ni a la oscuridad de las tormentas de agosto, el azar incierto de la fortuna pesquera en octubre, las pulmonías sin antibióticos de enero, el gris espeso de aquella España de los cuarenta y cincuenta, las amenazas e intentos de chantaje de los caciques. Tienen cuerpos nervudos, fuertes, incansables, saben mirar bajo el agua, adivinar los bancos de bogas y barbos en lo más profundo, caminar durante horas río arriba arrastrando las barcas y las redes, aguantar esa vida tan dura que les ha tocado vivir en un pequeño pueblo perdido entre Ávila y Cáceres. No tienen miedo a nada y eso ya era mucho en ese tiempo difícil que hoy no podemos imaginar. Y eso es mucho más ahora, cuando les ha pasado la vida por delante y siguen sin temer al futuro. Hablan todos a la vez, discuten con pasión, se interrumpen, se burlan, bromean, se echan broncas, recuerdan, tienen una memoria detallista prodigiosa. En alguno de ellos descubro un fabulador nato, sabe contar, relatar, explicar las aventuras con una pasión, una inteligencia y un filo que envidiaría García Márquez o Hemingway. Ninguno de los dos escritores pudo pescar lo que han pescado estos hombres, ninguno vivió unas aventuras tan reales y a la vez tan fantásticas como las que vivían ellos cada día de aquel tiempo hoy tan remoto. Siento que el mundo ha perdido a un gran escritor.


Eran quince en el grupo. Hoy ya sólo quedan seis. Se van muriendo. Casi nadie quiere escuchar cómo era aquella vida y porqué. Los años cuarenta y cincuenta los he investigado en los libros, los censos o los anuarios… pero tener el privilegio de contar con sus voces, sentir el latido de la vida de entonces en todas sus historias es un precioso privilegio para el sociólogo. La memoria histórica es sobre todo esto, escuchar, admirar, entender, no perder estos testimonios de primera mano de cómo era la España real de entonces, descubrir que detrás de todos estos cuerpos derrotados y rotos siguen estando aquellos chiquillos de apenas veinte años que salían a los ríos a ganarse la vida, que tenían saberes y técnicas de pesca ya perdidos, un conocimiento sofisticado del agua y sus seres que hoy que tan sólo tienen los mejores biólogos expertos en ictiofauna. Un temple, una energía interna y un brillo en los ojos que me conmueve. Cada anécdota es una gran historia, cada recuerdo podría ser una buena novela. La del maquis solitario que los guardias civiles esperaron en el único puente de palo que cruzaba la garganta una madrugada de enero, su sangre sobre el puente, ya seca pero brillante, muchos días. La del acecho a una trucha gigante que nunca se dejó atrapar y tal vez hasta hablase como aquel rodaballo de Gunter Grass. Los setecientos kilos de peces que capturaron un día en un río que hoy apenas tiene vida y que les hizo "ricos" por un día. La oscuridad tenebrosa del tubo gigante del embalse en el que se metían con la barca a pescar y en el que si hubieran abierto la compuerta habían salido volando como un tapón de champán. La hostia que le dio a uno su padre cuando, tras pescar a caña una hermosa trucha de dos kilos y venderla en secreto para tener unas pesetas que gastar en el baile, el señor padre se enteró del negocio. La de aquel fotógrafo ambulante y curioso que una vez les tiró una foto y ellos luego le pidieron una copia, -la única fotografía que tienen de todos aquellos años- a cambio de dos kilos de peces. La de aquel ingeniero cabrón que quería cobrarles una "mordida" por pescar en las aguas del embalse del Rosario y la valentía de todos para decirle que no y de qué, cabronazo. El respeto y temor de los propios guardias civiles hacia aquellos jovenzuelos que no temían nadar desnudos en diciembre cuando los mismos guardias no sabían nadar ni en un charco. La de la iglesia del pueblo reconstruida con el dinero de las pesquerías de estos hombres que apenas se sacaban con su trabajo arriesgado unas pocas pesetas, ¿recuerda aquella contribución generosa y obligada alguna placa conmemorativa? La del frío y la oscuridad que se siente cuando hay que bucear en invierno diez metros para desenganchar la red sin romperla. La del mordisco que pegan las anguilas grandes y lo ricas que están fritas y guisadas con tomate. La de la precisa logística de sus mujeres para poder repartir todo el pescado en sólo unas horas en unos tiempos en los que los transportes eran precarios y no había neveras. La del aprecio y el gusto que se tenía por aquellos magros peces de río en una España de posguerra y hambre, esos peces fritos que te podían de tapa en todas las tabernas. La de una heroica emigración por el año 59 hacia Bilbao, Suiza, Francia, Alemania y lo que significó dejar los ríos para siempre por un trabajo fijo y seguro en una acería, un taller o una fábrica, en tierra extraña con una cultura desconocida y unas lenguas raras que tuvieron que aprender… Sin embargo, me confiesan, para nosotros la emigración no fue tan dura como para los otros, ¡descubrimos que allí en el norte, en Francia, en Suiza o en Bilbao había unos ríos fabulosos! ¡llenos de truchas! ¡Así que los fines de semana cogíamos la caña y al campo! ¡cambié un río por otro y era casi lo mismo! Pasaron los años y volvieron al pueblo a veces pasar las vacaciones y luego, ya jubilados, recuperaron por fin su tierra. Mírenlos, si se fijan bien no verán a unos cuantos jubilados decrépitos sino a unos chicarrones jóvenes y guapos que nunca tuvieron miedo de meterse en los ríos o vivir del agua o luego irse lejos. De ellos nacimos, ellos somos, siquiera un poco, los pescadores deportivos de hoy. Porque los pescadores nunca se hacen viejos, se quedan en una edad incierta entre los veinte y los treinta. Aunque el cuerpo sí cambie nunca se cambia por dentro, basta mirar a sus ojos y atender lo que cuentan.


Pasan las horas y no se cansan de hablar, tampoco yo de escucharles. Les enseño con el móvil las fotos de mis peces, de los ríos de ahora que ya no son los de entonces. Los hemos destruido, arrasado, ensuciado, secado y siento la rabia en sus voces. ¿el río? ¡nuestro río? ¡ya no queda nada!, ¡lleno de mierda! ¡como muerto! ¡qué pena! Mauricio, Miguel, Ángel, Florencio, Liborio, Vicente vivieron hace mucho tiempo de los ríos y ellos no los arrasaron, eso lo hicimos nosotros y una extraña idea de progreso. En otros países su testimonio sería valioso, los niños de los colegios deberían escuchar sus aventuras porque sus voces son mucho mejores que cualquier libro de historia. Pero aquí nadie quiere escuchar como era la España de entonces y cómo y porqué…

Yo viví de niño en un pueblo cercano al de estos pescadores y conocí el último brillo de este mundo perdido. Mi madre compraba grandes anguilas que me parecían monstruos de otro tiempo, seres del abismo de los sueños. Limpias y troceadas nos las servía frita para cenar. Pienso en su sabor y se me hace la boca agua. Será que la anguila es mi magdalena de Proust. Cuando comencé a estudiar en Madrid sociología conocí por azar a un pescador de río como estos que hoy he entrevistado. “Anguilas grandes bien sazonadas con pimienta, pimentón, sal y mucho ajo machacado, puestas a secar unas horas al sol y asadas luego sobre la parrilla de unas brasas de encina. Una delicia”. Me contó que cuando hicieron los embalses del Tajo las anguilas y el resto de peces migratorios ya no podían subir desde el mar de los Sargazos. Tampoco podrían volver a hacer este asado precario y gustoso los habitantes de Talavera la Vieja, uno de tantos pueblos fantasma que acabaron bajo las aguas de los embalses de Franco. El pescador de anguilas, entonces apenas un adolescente, hoy era un viejo recién jubilado que se tomaba su café de las once en un bar cutre de Aluche. Una vez, en uno de mis viajes a Valencia, le compré en el mercado un kilo de anguilas porque en Madrid me había sido imposible encontrarlas. Las hizo en una sartén en la pequeña cocina de su minúscula casa y me invitó al festín. Luego se atrevió a enseñarme las sobadas fotografías de aquel mundo perdido que estaba bajo las aguas infectas del pantano. Aquel año fui a Riaño a luchar yo mismo contra otro embalse que iban a hacer, a defender que otro río siguiera corriendo. No tuvimos éxito y ese río también se paró. Las anguilas tienen un sabor graso y sabroso, la carne es firme y hay que masticar pero no tienen espinas. El pimentón y la pimienta les da un punto acre. La sal en su piel churruscante recuerda mucho al mar. Es imprescindible asarlas al fuego de leña y que tomen también ese suave sabor ahumado. El guiso queda perfecto si acompañamos este pescado con un alioli. Aquel embalse tiene hoy miles de metros cúbicos de cieno contaminado en sus fondos y el gran río que fue está medio muerto. Nunca más pudieron remontar las anguilas el gran Tajo desde Lisboa. La torre de la iglesia de Talavera la vieja, que a veces se veía cuando bajaba el nivel del pantano, se derrumbó hace bastantes años. “Ponías unas cuerdas con unos peces secos y al día siguiente tenías unas anguilas gordas para comer. No costaba nada. Era comida gratis y buena en esos tiempos del hambre. En el pueblo las hacían también en guiso tomatero pero a mi me gustaban así, asadas en una lumbre con ese aliño que ya te he contado”. El jubilado aquel achinaba los ojos goloso, como si detrás de los cristales sucios del pequeño bar del suburbio pudiera aún ver su gran río precioso correr. Mírenlos en la foto de abajo, tan firmes, son como libros de historia pero mucho mejores, hombres sabios, grandes pescadores, memoria viva de todo lo bueno que fuimos. 



jueves

PROTISTAS



Bosques de encinas de más de quinientos años que ahogó “el progreso” -el embalse no sirve para beber, ni riega nada- sus troncos calcinados por duros veranos e inmersiones sucesivas -según baja o sube el nivel del agua al antojo de la hidroeléctrica- parecen esqueletos de alien, fósiles de un mundo remoto o quizá joyas de cíclope o signos de advertencia "Hic sunt dracones". Muchas se cortaron para aprovechar su leña antes de la inundación del 63. Otras quedaron intactas y aún sobresalen sus ramas del agua como pidiendo auxilio a nadie. También el pueblo que una vez tuvo vida en la orilla del Tajo se entrevé a lo lejos y ya no pide nada. Escucho la berrea. Me sale un macho de venado a curiosear quien soy. A lo lejos pastan un buen bando de ánsares enormes, preciosos y algún pato cotilla. Sale el sol. Esta es la vida grande, tan importante, tan fácil de admirar, pero también lo es la vida pequeña e invisible de la que dependemos la encina, el venado, los ánsares, el pato y uno mismo. La microbiota, esos seres diminutos de los de depende nuestra salud, esos “bichitos” que nos colonizan cuando nacemos y vivirán con nosotros en simbiosis: bacterias, arqueas, hongos, virus y protistas nos ayudan a hacer la digestión, nos ceden vitaminas, nos protegen de otros microbios nocivos y participan en miles de procesos dentro y fuera de nuestro cuerpo. Ellos son nosotros. También están en el agua, en el humus de esta tierra, en el pez. Es fácil alabar la belleza del ciervo pero nadie hace versos sobre una protista o un virus cuyo valor para el ecosistema puede ser mayor que la ese animal de cuerna espléndida. Digo “valor”, esa palabra infame y economicista que sale de este “realismo capitalista” que aguantamos, una palabra arbitraria con la comparamos, ponemos precio a las vidas, sopesamos, hacemos ranking. El microbiólogo Ignacio López Goñi habla siempre de todo esto, para él, desde la ciencia, una bacteria o una arquea puede ser más preciosa que el vuelo de los ánsares grises que acabo de asustar. El agua se va volviendo verde, también los vegetales son seres sensitivos. Al agacharme veo que las algas unicelulares están llenas de copépodos y dafnias. Hace calor aunque ya es otoño. Adiós encina, protista, pez, os debo una sextilla manriqueña.




miércoles

WALSER


Al filo de octubre, cuando por fin le saludan las tormentas y los chaparrones furiosos le limpian de los ojos esa tristeza dura del final del verano, recuerda a Robert Walser. Sólo caminar le salva. El cuerpo recuerda. Han sido miles de años. El tiempo de hoy, de trabajos sentado, inmovilidad de horas y horas, mirada sin horizonte y vida en receptáculos es un lento martirio. Llena la pipa. Sigue bajando por el cauce seco, siguiendo las sendas de los ciervos, disfrutando sin más. El placer está ahí, cuando agarras el tiempo, cuando es tuyo sin otra condición que beberlo o derrocharlo como quien abre la mano llena de arena, despacio y el mar nos pertenece.
Parte de los poderosos ponen hoy la fe en el transhumanismo, ese cuento de los que suspendieron la asignatura de ciencias naturales y no leyeron nada del “Nuevo Prometeo”. Y  la otra parte sigue a lo suyo, como si de verdad no hubiera mañana, destruyendo la tierra y apilando sus tacos de juguete de madera o de dominio o de dioses o de misiles muy inteligentes o de burocracias absurdas en enormes montañas de basura. Los demás nos dejamos llevar y olvidamos que el tiempo, el que cada cual guarda en el azar de sus pasos y su genética, es una ganga escasa pero llena de oro que vendemos luego a precio de papel desgastado o palabras metidas en contratos o chismes que llenan unas casas cada vez más pequeñas.

Sigue bajando. Nadie podría creer que este cauce que parece un camino pedregoso en medio de un desierto estuvo en abril lleno de vida verde y de peces, libélulas y millones de flores. Asusta sin querer un desayuno de buitres, veinte o treinta animales, ante una vaca muerta. Se levantan pesados, perezosos, casi torpes, pero luego remontan y su vuelo se llena de la soberbia belleza de quien domina el viento y lo invisible. Ya ve agua a lo lejos. Casi desde el instinto planifica el serpenteante camino de bajada que aún queda para evitar una rocas pero enseguida se da cuenta que la senda que toma está encima de una pequeña calzada romana. Al llegar a la orilla ve las aletas, la ronda de los peces más grandes a tiro de látigo, el barro de la orilla lleno de huellas de zorro, jabalí, corzo, venado, garza. “No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida”. Por eso sólo caminar le salva. No tanto como un amuleto o fármaco o puente que cruza el abismo sino como un “hacer invisible” que le descubre el valor incalculable del cuerpo, la salud, las fuerzas que sigue teniendo, el saber que allí están los resortes de muchos otros placeres y también el lugar en el que sus palabras nacen. Lanza lejos, un barbo de buen porte se acerca, abre la boca, toma el escarabajo y luego se sumerge. Caminará después muchas horas y tocará también otros peces como quien acaricia los tesoros del mundo y se siente, sin tener nada, el hombre más rico de la tierra.



martes

TÁNTALO


Robert Graves estaba en una trinchera del Somme el 20 de junio de 1916. Una batalla de un millón de muertos. Sólo el primer día los británicos sufrieron 57.740 bajas. La artillería alemana acabó en pocos minutos con un tercio de los hombres que acompañaban al jovenzuelo Robert. Un trozo de metralla le destrozó el dedo, otra esquirla le rajó el muslo cerca de la ingle. Otro trozo aún más grande de hierro caliente y retorcido le perforó el pecho y le hizo un agujero en el pulmón derecho. Cargaron al herido hasta el puesto de clasificación y allí le dieron por muerto. La noticia hasta se publicó en el Times. Pero Graves sobrevivió a esa primera noche y cuando pasó el pelotón de los enterradores a la mañana siguiente descubrieron que aún respiraba. Agonizante le llevaron al hospital de campaña, pero allí tuvo que esperar cinco días entre moscas, gritos y calor hasta que alguien decidió evacuarlo al hospital de Ruan y luego a Londres.

Han pasado algunas años y dos guerras. Es Septiembre, Robert Graves le contaba cuentos a su hija Lucía mientras le pelaba un higo fresco en sazón mirando al mar Mediterráneo. Tántalo fue invitado por Zeus a la mesa de los dioses y en lugar ejercitar la virtud de la discreción se dedicó a chismorrear lo que se decía en aquel festín y a robar néctar y ambrosía. Luego siguió su carrera lumpen y raptó a Ganímedes, y hasta hizo al ajillo a su hijo Pélope en un banquete que ofreció a los dioses en el que escaseaban los cochinillos. También escondió un mastín de oro que alguien había robado y mintió incluso a Zeus cuando se enteró del mangoneo, etcétera, etcétera. Era un prenda. Al final a Zeus se le acabó la paciencia y aplastó a Tántalo y después, en el inframundo, fue torturado para toda la eternidad en el Tártaro colocando agua fresca y deliciosa fruta a su alcance sin que pudiera catarla.

Y yo le cuento hoy a mi hijo el pescador camino de un río salmantino que el Tántalo está entre el Hafnio y el Wolframio en la tabla periódica y sale de un mineral llamado tantalita, columbita o coltán convirtiendo en un infierno muchos lugares de África como el Congo. Así que el nombre le va al pelo. Sirve para fabricar condensadores electrolíticos que están dentro de las tripas de nuestros teléfonos móviles, GPS, armas teledirigidas para matar yemeníes, prótesis, válvulas, cargadores de batería, televisores de plasma, videoconsolas, ordenadores portátiles y toda esa chatarrería que hoy consideramos imprescindible para vivir. En muchas de las montañas de ganga de nuestras minas abandonadas hay tántalo, antes no valía nada pero ahora, a 20.000 € la tonelada, es motivo suficiente para volver a abrir la mina y enmierdar ríos y horizontes, porque no hay industria que arrase más la tierra y el agua que la minería. Ánimo chicos, viva el "progreso", el "crecimiento", el "empleo", ya queda poco, pronto, en dos o tres décadas, todos los ríos de España estará secos o contaminados (ya lo están la mayoría). Merece la pena releer “la diosa Blanca” de Graves aunque hoy los mitos o los dioses del Olimpo ya sean otros. De todas formas es posible que acabemos como Tántalo, con el agua y la comida a nuestro alcance pero sin poder beber o comer por estar contaminada y viviendo en un infierno lleno de cacharritos.
 
Hoy aún podemos comer higos y hablar sin prisa de Graves. De la suerte que tuvo por sobrevivir. De la suerte que tuvimos nosotros por leer sus historias de Claudio o del conde Belisario o de las Diosas Blancas.



viernes

INCÓGNITOS


España tiene zonas con una densidad de población similar a Laponia y esta situación para un “pescador explorador” es una gran ventaja.
Con mucha frecuencia nos acostumbramos a pescar en ríos conocidos, tramos célebres, cotos famosos que están en los sueños y deseos de casi todos los pescadores. En esos lugares hay truchas pero también nos encontraremos con muchos pescadores. Será complicado conseguir un permiso y no podremos pescar como nos gusta, a nuestro aire, disfrutando de la soledad. Pero en nuestro país, precisamente por esa despoblación, hay innumerables pequeños ríos apenas pisados, apenas conocidos, poco o nada pescados. Estos ríos incógnitos, salvajes, olvidados… son una maravilla.
Para encontrarlos podemos preguntar a esos amigos pescadores que todos tenemos, esos que son culos de mal asiento y siempre están explorando nuevos sitios de pesca o… investigar y explorar por nosotros mismos. Descubrir un pequeño río incógnito, salvaje y lleno de peces no es fácil, pero cuando lo conseguimos el placer es enorme.
En el año 59, gracias al llamado “vuelo americano” se hizo la primera minuciosa topografía aérea de toda España. Esos mapas eran secreto militar hasta hace pocos años pero hoy ya están liberados. En esas fotografías podemos ver como eran los ríos hace más de 50 años. Hoy tenemos GPS, mapas cartográficos, SIGPAC y el maravilloso google maps, que son las herramientas perfectas para comenzar a explorar desde casa, antes de calzarnos las botas y explorar por nuestra cuenta. Yo utilizo la aplicación “mapas de España del ING (Instituto Geográfico Nacional) que tiene todos los mapas a un nivel de detalle topográfico muy bueno y permite grabar rutas, cargar tracks y todo tipo de cosas.

Los mejores ríos son los pequeños afluentes de los grandes ríos de España, esos que están alejados de carriles, carreteras y poblaciones. En el mapa muchas veces nos parecerán “poca cosa”, pero, como han sido olvidados, no se les roba agua, no están contaminados y es difícil acceder a ellos tienen todas las posibilidades de ser pequeños paraísos por descubrir.
Pero debemos prepararnos para la frustración. Muchas veces unos ríos prometedores en el mapa están secos o incluso ya no existen, o no tienen ni un pez o la maleza hace imposible el acceso. Caminaremos y caminaremos en muchas ocasiones sin dar con el tramos soñado pero de cuando en cuando ¡premio!.
Hay muchos en las zonas llanas de la meseta, pero también en las estribaciones de las montañas menores. Antes de emprender nuestra aventura, si vamos solos, es fundamental avisar a alguien sobre el sitio exacto donde vamos. También llevaremos un pequeño serrucho plegable, un corta alambres bueno, el móvil bien cargado, aunque con frecuencia no habrá cobertura, un GPS y un pequeño botiquín. Por supuesto el equipo de pesca mínimo, agua y algún tentempié, ropa de abrigo en invierno y crema solar en verano así como repelente de insectos.

En nuestra España vacía todos los ríos tienen nombre, vivimos en un país habitado desde hace miles de años, pero todavía es posible descubrir sitios de pesca salvajes de verdad, donde podremos disfrutar de la soledad más absoluta y de unos peces que han visto a bien pocos pescadores. (eso sí, que cuando regreses no quede ni rastro de tu paso en él)