lunes

ODA

 

 

    Un bosque enorme, oscuro. Nuestros pozos de tirador son mucho más hondos que los que hacen los yankis. Nosotros tenemos lo sacos de plumón, los termos llenos de caldo y de café. Me reúno con el capitán Dronne y con Putz para estudiar el mapa y unas fotografías aéreas de ayer. Muchos soldados alemanes, varias baterías, puede que veinte carros, o cincuenta. Vuelvo de mal humor a mi pozo. No es lo mismo veinte que cincuenta. Es lo que hay. La nieve brilla mucho aunque sea de noche y haya luna menguante. Me meto en el saco. Bajo el verdugo de lana hasta el cuello. Abro el termo de caldo. Alta cocina de Negro. En su otra vida fue camarero y cocinero en un hotel de lujo de Barcelona. El caldo está exquisito. Me saco el diario de la guerrera. Escribo a oscuras. Me siento bien. Caliente, abrigado, cómodo. Nada que ver con aquellos putos días de Teruel. Qué lejos aquel tiempo. Todos nos hemos dejado barba, también los yanquis. Irán de vanguardia el grupo de Walter, los tanques de Mister y nosotros con tres half-track. Antes tiene  que confirmar si veinte o cincuenta. Eso me gusta de los americanos, son meticulosos y prudentes, sus soldados han firmado seguros de vida, les mandan paquetes desde casa con queso, fotografías, cartas de la familia. En eso se nota que ganarán la guerra. Son previsores, cuidan de sus soldados. El viento sisea en las copas. Vuelve a nevar. Pero los yanquis lo están pasando mal porque a pesar de todo a alguien se le olvido enviarles la ropa interior de lana. Para previsores nosotros. Hace una semana no había nieve y todos andábamos en mangas de camisa. Lolo advirtió. Se acabó el otoño, id sacando los visones y las estolas de zorro plateado. Hacía bastante calor ese día. Tres días después, diez bajo cero. Lolo se ha marchado con los americanos para marcar el camino más ancho entre los árboles gruesos. Previsores.

 

    Escribo pocos minutos y me vuelvo a poner el guante fino y la manopla de piel. Somos expertos en el frío. Debajo de las chaquetas y los pantalones del uniforme llevamos la ropa de plumón rusa. Durante algún tiempo me he adormecido. Llevamos tres días en el bosque, casi unas vacaciones. Diez bajo cero, quince de noche. Los yanquis calientan sus judías y huele a carne rancia. A las seis de la mañana haremos el avance. Seguimos siete vivos. Conejo, Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo, yo. En alguna página debería escribir el quien es quien de todos estos nombres. Su verdad. Cuando llegamos a este alto boscoso salieron de detrás de unos abetos jóvenes un grupo grande de ciervas con sus crías ya grandes. Recordé entonces unos versos de Keats: permitid que vigile, soñoliento,/ bajo el tejado de verdes ramas, /donde los ciervos pasan como ráfagas,/ agitando a las abejas en sus campanas./ Pero,    aunque con placer imagino/ estas dulces escenas contigo. Sé por mil razones que estará muerta. Asja. Pero escribo su nombre aquí. A veces. Muchas. He dormido un rato. Falta una hora pero ya estamos todos preparados, la bolsa bandolera con las piñas, las Colt nuevas  y la Emeuno con diez cargadores llenos. Jaime engrasa y revisa las orugas de los Half y se asegura de las cajas de munición de las cincuenta. Los Sherman de Mister van a ser lentos en este bosque. Le he dicho a Conejo y a Lolo que si hay atasco nosotros a correr siempre hacia delante. Por la foto aérea he visto que a dos kilómetros hay una zona muy extensa de huertas pequeñas con linderos anchos. Un arroyo las separa del campo grande que parece un patatal abandonado lleno de maleza alta. Tengo al lado del pozo un trozo de madera blanca de los troncos desguazados por los obuses de ayer. Me lo acerco a la nariz y huelo la resina, me parece el perfume de una buena colonia. Como sin hambre un trozo de tasajo. Si seguimos vivos en esta guerra es por la comida de Lolo. Tiene su orégano y su pimentón, su punto de sal y de azúcar. Es importante comer antes de todo el jaleo.

 

    He sentido como entraba y como salía. El pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño. Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes en el liceo de su padre leyendo enciclopedias y artículos de Eliseo Reclús y Anselmo Lorenzo en viejos periódicos. La pistola americana pesa mucho más pero nunca se encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados. Risas. En otro tiempo. Tal vez en el futuro. Dos boches armados de guardia con los ojos entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho. Era una casona grande. Bien hecha. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban los peines a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor, cordita. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos soldados yankis vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el hombre pudo disparar su Mauser. Pero él también falló por apuntar a bulto y sólo me atravesó la carne del hombro por encima del hueso. Se me cae la pistola como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la Browning de la izquierda. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado. No le sale acerrojar. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho de madera maciza con caras angulosas talladas. Liberto les mete tres cartuchos de dinamita con mecha corta. Se derrumba todo. El tabique que nos separa de ellos también ha reventado. El techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos. Ráfagas del naranjero de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha. Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esa batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por la tarde, Leclerc habla y habla mirando el mapa. Tiene que gritar. Se están reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Le escucho muy lejos. Leo los labios. Llevo un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor.

 

    Quedan varias horas. La cama esta fresca. Las sábanas limpias. Los chicos están en las otras habitaciones. Hay uno que ronca fuerte. Se escuchan a lo lejos las explosiones, el zumbido de los aviones muy altos. La alcoba tiene una pequeña estantería. Libros antiguos bien encuadernados. Me recuerda la habitación de Ariadna. Si me concentro casi recuerdo el olor de sus axilas. Ella me aficionó a escribir un diario. No soporto la comodidad. No quiero engañarme. La habitación tiene también un pequeño escritorio desde el que escribo ahora. Un gran espejo roto. Un balcón grande que da a un huerto abandonado. Aún crece salvaje una tomatera. Desmonto la Browning. La Astra me la limpia Elmer. Cojo un libro al azar. Los hermanos Karamázov en alemán. Vuelvo a pensar en Gracián Jaraíz. Ni siquiera lo abro. Temo leer. Volver a cuando podía leer horas y horas en la penumbra de las tardes de verano. Abro un cajón del escritorio. Está lleno de plumas. Me llevo tres que escriben y un pequeño tintero de viaje aún lleno de tinta azul. Relleno los cargadores de la pistola y los del naranjero. Vuelvo a la cama. Me vence el dolor del hombro. Volvemos luego al cuartel de Leclerc. Repite el plan, la necesidad. Explica sobre un plano por dónde es mejor entrar y salir. Están todos los hombres, también los nuevos. Hay luna y haremos mucha sombra. Negro y Liberto dudan. Leclerc vuelve a explicar. Quiere convencer. Nunca se cansa. Jaime vuelve a dormirse mientras están liados sobre el mapa. Han traído dos cajas de las nuevas granadas que funcionan. Cada cual llena bien su bolsa de bandolera. A Ariadna no le gustaba Dostoyevski. A Gracián sí. Elmer me da la pistola Astra limpia y bien engrasada. Debemos caminar cinco kilómetros. El santo y seña es “cotidiano” pero a los últimos soldados franceses no les ha llegado ni el orden de batalla de mañana, ni la seña. Grita Lolo: quien coño os va a dar por culo a estas horas. Luego se queda unos minutos y les explica todo. Tantas veces hemos abierto fuego ante la duda. Negro y Liberto van delante. Nosotros esperamos. Avanzan cien metros y si no hay bulla hacemos igual nosotros. Hemos entrado a ciegas, en diagonal, cada uno en su área para no matarnos entre nosotros como otras veces. Me quedaba al final sólo una granada y un cargador de la Astra. El último hombre que maté tiró el fusil y pudo sacar la bayoneta. No vemos nada. Es mucho más fuerte que yo y aunque le tengo agarradas las muñecas mueve los brazos a su antojo. hundo la cara en su cuello, abro mucho la boca y logro morder su nuez de adán. Está dura, cruje, luego siento la sangre caliente que entra también por mi nariz y casi me ahoga. Afloja las manos y suelta la bayoneta para intentar agarrar mi cabeza. Lolo y Conejo parece que están muy mal heridos. De los veinte nuevos han muerto trece. Nos largamos de allí espantados, como si hubiéramos cometido un crimen, sin decir ni una palabra. Casi al amanecer viene Raymond Dronne a vernos a la casa. Jaime no se despierta, sigue roncando. Nos felicita. Pregunta cuantos. Sólo han vuelto tres. No se me va el sabor a sangre de la garganta. Al día siguiente logran avanzar los refuerzos yankis y tomamos por fin la ciudad.

 

    Al día siguiente, Conejo, por joder, saca el gramófono de la casa reventada del alcalde y elige uno de los pocos discos sanos que han dejado los obuses. Comienza a sonar la sinfonía n.º 9 en re menor, op. 125 de Beethoven mientras los soldados rendidos, sentados en el suelo, con las manos tras la cabeza, esperan a que lleguen los camiones que les lleven al campo de prisioneros. A uno de ellos, que está junto a Conejo, que apenas tendrá veinte, le sangra un oído y tiene la mano destrozada, mal vendada con una bufanda sucia, baja los brazos, sonríe, le pide un cigarrillo. Yo tocaba el oboe en la orquesta de mi ciudad. Dice el boche. Conejo es blando, rebusca, le da un paquete entero que el alemán tiene que abrir con los dientes. Luego el paquete pasa de prisionero en prisionero hasta que se termina. Gracias señor. Dice el soldado en español. Estudiaba su idioma antes de todo esto. Conejo no dice nada. Hace un gesto como de espantarse una mosca. El chaval comienza a recitar los versos de Schiller “An die Freude    Freude, schöner / Götterfunken / Tochter aus Elysium, Uno de los americanos que pasa le da una patada pero él sigue recitando.  Estoy sordo de este oído pero el otro me funciona. ¿sabe que Beethoven no podía oír cuando se estrenó la novena? Siguió la música con una copia de la partitura. Wir betreten feuertrunken, / Himmlische, dein Heiligtum. Conejo se saca otro paquete de la bolsa. Se enciende uno y tira el resto del paquete a los prisioneros que, en lugar de pelearse, se reparten los cigarrillos con orden y luego, ya encendidos, tras dar dos o tres caladas, comparten con los suyos el pitillo A Ludwig Le llamaban el español, porque era bajito, muy moreno, con el pelo liado como el suyo y el cuello gordo. Deine Zauber binden wieder, / Was die Mode streng geteilt; Alle Menschen werden Brüder, Wo dein sanfter Flügel weilt. Entonces Conejo traduce las palabras. Todos los hombres vuelven a ser hermanos / allí donde tu suave ala se posa. Su abuela era española. Seguro que no lo sabes. Y prisionero se golpea con la mano sana la rodilla. ¡Claro que lo sé!, se llamaba María Josefa Poll, su abuela por parte de madre. Y el amigo más íntimo de Beethoven, con el que se iba de parranda por las cervecerías de Viena, era un violinista negro, George Bridgetower, al que dedicó la Sonata Kreutzer, aunque luego se enfadó con él. ¡Señor español, que yo no soy nazi, sólo soy un soldado alemán! El chaval rebusca en su chaquetón y se saca una fotografía chamuscada en la que un adolescente da la mano a Jesse Owens. Mi padre corrió en ese agosto del treinta y seis contra él y se hicieron amigos. Conejo lee la dedicatoria. Para Stefan, con la esperanza de que sea tan gran deportista como su padre. Un abrazo. Jesse. La espera se hace larga. Los soldados están agotados. Por fin llegan los camones. La Novena hace rato que se ha terminado. Español ¿puede ponerla otra vez? Conejo carga el resorte con la manivela y vuelve a mover la aguja en el comienzo del disco. Los prisioneros se levantan y se colocan en fila. El joven soldado comienza a cantar en voz alta los versos de Schiller y se siguen otros muchos boches. Freude trinken alle Wesen /  An den Brüsten der Natur; / Alle Guten, alle Bösen / Folgen ihrer Rosenspur. / Küße gab sie uns und Reben, / Einen Freund, geprüft im Tod.

 

    Han pasado algunos años. Conejo está conmigo en el Teatro da Trindade de Lisboa. La Joven Orquesta de Viento de la Unión Europea toca la Oda a la Alegría y en ella toca su nieta el Oboe. A la salida un anciano alemán se acerca saludarnos.