jueves

724 a. C. RÍO NILO (SUDÁN) MARMORATA.

 

Su amigo Hypenos de Pisa ganó en los Juegos Olímpicos la primera carrera de diaulo, 384,5 metros lisos que el atleta corrió con una belleza que nunca podrá registrar ninguna estatua, pero sí su memoria, aunque ella, ahora, también esté corriendo, de noche, guiándose por las estrellas, evitando las chozas iluminadas y los rastros de los grandes cocodrilos que acechan en la orilla. Lleva un año y diez días corriendo, teniendo como referencia la ondulante ribera del Nilo, siempre hacía el sur, deseando llegar a algún lugar en el que no haya imperios o lanzas, gentes o fieras. Descansa al amanecer, se alimenta de dátiles y peces, corre respirando con el ritmo que le enseñó Hypenos porque sabe que lo que te lleva lejos es la forma de beber el aire y no la fuerza de las piernas. Piye, rey kushita, fundador de la XXV dinastía que gobierna desde Napata estos confines, también ha dado orden de cazar a la ‘gacela’, como antes los persas y antes los griegos.

Pero ya está muy lejos de la ciudad, de todas las ciudades, y hasta los soldados temen rondar por esas regiones donde corren rumores de que hay caníbales, fiebres que desangran, árboles que caminan y serpientes gigantes. Su abuela libia lloró muchas veces al descubrir que la niña tenía la maldición de la belleza, la inteligencia y la pobreza, pero ella se ha sentido siempre muy libre y había sabido, hasta hace dos años, burlar todas estas maldiciones. Su amigo Hypenos, además de a correr sin agotarse, a orientarse en la oscuridad y a recitar de memoria muchos versos de la Ilíada y la Odisea, le ha enseñado a pescar con vara, sedal y gracia.

 

No sabemos qué fue de la chiquilla o por qué tuvo que emprender esta huida tan larga, ni cuáles fueron después sus aventuras o en qué lugares de la orilla del gran Nilo asó algún pescado o contempló la luna ya sin miedo. Pero esa mañana de abril de 1935, el equipo de obreros de la arqueóloga Elisabetta Celeste Garibaldi, que el año pasado ya trabajó en la antigua ciudad de Meroe, en una de las pirámides de los reyes sin encontrar nada reseñable, ha dado por azar con la esquina de un enterramiento inusual. El sarcófago, fabricado con cierta tosquedad, sin embargo está hecho con una rara madera de ébano de Madagascar, tiene forma de pez y su inscripción, en griego arcaico, es muy intrigante: «Descansa aquí Heliota la corredora. Dejó por el desierto un rastro invisible que pude seguir. Con ella he vivido apenas tres años en este lugar del mundo, pero el valor de ese tiempo fue mucho más grande que mi vida anterior de glorias olímpicas y admiraciones regias. Toda la belleza, toda la inteligencia y toda la fuerza de este río cabían en sus ojos. Espérame, no corras aún hacia el sol, no tardo». O tal vez las palabras fueran algo distintas porque Elisabetta no traduce muy bien del dialecto homérico. El cuerpecillo de la momia es largo y delgado, reposa de lado. Está desnuda, cubierta por una sustancia oscura y gomosa que ha preservado bastante bien su piel y el gesto sereno de su sueño. En su cuello, un hilo grueso de lino engarza una perla negra de regular tamaño. Una de sus manos agarraba unos pergaminos que se han deshecho y en la otra empuña lo que parece una delicada caña de pescar de dos tramos que aún conserva una precisa unión hecha de bronce con unas florecillas de loto repujadas y un largo hilo de seda que se hace polvo y nada muy pocos días después. Ese atardecer la joven arqueóloga sube por un pequeño afluente medio seco. Necesita caminar y pensar quién sería la mujer a la que hacen honor palabras antiguas tan modernas y ese sarcófago tan raro. El campamento está a unos cinco kilómetros del Fuerte Atbara, al pie del río del mismo nombre. A Elisabetta le apasiona el trabajo de campo por estas tierras y también las semanas de encierro investigando las reliquias cuando está en Roma. Le encanta acelerar a tope su pesada motocicleta Brough incluso por los caminos de cabras de ese desierto, y también perderse, no rendir cuentas a nadie, acampar en los bosques eslovenos y pescar truchas marmoratas en el río Soča.

 

Cuando yo la entrevisto en su casa de la plaza Navona es una viejecita de más de noventa que desperdiga fotografías cuarteadas sobre una mesa. Es ella la que me habla de Hypenos, la primera carrera de diaulo, el ébano bruñido, el natrón, el trenzado del lino, de Heliota la corredora, su remoto exilio y su epitafio. Es en sus ojos azules, ya algo empañados, donde descubro toda la inteligencia, la belleza y la indómita fuerza del gran Nilo. #SueñosdeGloria