miércoles

ARAL


Bien que no los decía el viejo Hamster, tras cuarenta años puliendo basura al servicio del extinto y sucesores. La obligación de un diplomático es saber comer, seducir con eficiencia y tocar el piano con emoción. Lo demás no importa. Bien que lo sabes tú. A los diplomáticos no nos pagan por trabajar sino por estar y hacer lo mínimo. He calculado dos horas de trabajo al día, casi todo papeleo de ordenar, corregir alguna coma, aportar alguna palabra al escrito. Luego Chopin, este mes toca Chopin, soltarme de una vez con el vals Op. 18 n.1, la Impromptu op.66, la sonata Op. 23 n.1 y la Op. 66. , llegar a la emoción. A veces, una vez al año, y eso ya es excesivo, he solucionado alguna pifia, nuestra o de los aliados, esos hijos de puta, que decía también Hamster. Ir con la fregona a limpiar mierda, chupar alguna polla, lubricar con unos millones el agujero de alguna voluntad. Todas esas cosas repugnantes que hacemos los diplomáticos y de las que no podemos hablar, ni decir, ni escribir con la sinceridad con la que te escribo aquí, que para eso nos pagan y nos dejan tocar el piano toda la mañana.

Vozrozhdeniya por ejemplo. Sigo teniendo ganas de saber qué cabrón del servicio, que malnacido organizó la telaraña para conseguir que fuera yo. Tras años de pesquisas he conseguido un documento remitido por un genérico “Jefe de Misión en Washington” ¿Fue el inútil de R. o el macarra de I.? Sé que tu lo sabes, uno de los dos fue.  Claro, yo había estudiado farmacia, bueno estuve tres años en Washington, tres años en Moscú, se sabía mi affaire con Ivana la perra. Hablaba bien ruso ¿bien?, tenía amigos allí ¿quiénes?, ayudé a un primo de Ivana, que era un veterano gangster del patido, a que no le tiraran al Moscova en pleno deshielo y mira ahí lo tienes, asesor ahora de Vladímirovich Putin en gestión de crisis. Todo eso se sabía y por eso me tocó Vozrozhdeniya. Casi veinte años de carrera, un montón de difíciles servicios prestados con eficiencia y me mandáis a una maldita isla fantasma venenosa acompañado de un pringado de Fort Detrick. Llamé a Ivana, claro y le largue toda la historia. A estas alturas no podemos andarnos con secretos ella y yo. La he comido el coño doscientas veces y otras doscientas se lo comería si tuviera ocasión. Fue ella la que me sugirió pedir una gratificación, un plus de peligrosidad en efectivo, doscientos cincuenta mil euros en bonos alemanes y una seguro de vida que cuando leí la cantidad me dieron ganas de morirme e intentar cobrar la prima. seis millones. Es poco. Dijo Ivana. Poco, a finales de los noventa la KGB y el resto de engendros ya estaba por aquel entonces acaparando a manos llenas, vendiendo las joyas de mamá Rusia, comprando por cero las empresas, compañías, minas y negocios soviet que daban beneficios. Poco, no lo digo por mi, lo digo por lo que han cobrado otros diplomáticos de los tuyos por enjuagues muchos más fáciles. Me dio nombres, claro, los tengo apuntados junto con ciertos documentos que he ido copiando aquí y allá, por si acaso, el futuro es incierto amigo mío. 

Te refresco la memoria, septiembre del 2001, ese montón de cartas con polvitos que enviaron a ABC News, CBS News, NBC News, New York Post, National Enquirer y a Tom Daschle y Patrick Leahy. Dos docenas de personas infectadas, cinco muertos, un revuelo mundial, paranoia planetaria, millones y millones de dólares gastados en desinfectar luego las oficinas de correos. Ántrax, carbunco, mierda, esporas de bacillus anthracis. El FBI, los matasanos de Fort Detrick, la marina, la CIA, su puta madre tienen a miles de expertos, pero no, necesitan mandarme a mi con un tupperware de seguridad biológica a por una muestra de ántrax a una isla leprosa en el mar de Aral. Una isla fantasma en un mar que ya no existe. Con un sistema EPIs del tipo HEPA de alta eficiencia, equivalente al P3 de los nuestros y un par de trajes de plástico metidos en un bonito maletín amarillo limón, tan discreto, dando el cante en todos los aeropuertos. Ivana la perra se descojonaba cuando me revisó el equipo. Me lo cambió por otro ruso, feo, con los filtros reciclados, caducado pero aún efectivo contra el esporas. Ivana sigue guapísima, la he visto hace poco en Berlín y sigue superfollable, pero entonces, con menos de cuarenta años, el pelo paja a lo garçon, un cuerpo de atleta miss Cáucaso y la inteligencia de Kasparov no necesitó muchas artes para llevarme al huerto. Y encima se preocupa por este gilipollas español aliado de sus, hasta hace dos telediarios, archienemigos yanquis. Con ella reconozco que era un mediocre amante, un mal bebedor de esos licores de sapo que beben los rusos, un tío egocéntico y chuloputas que es marca de la casa de todo el cuerpo diplomático español. Pero Ivana entonces y después, por nada, me cuida, me da un traje seguro, avisa a su gente para que no toque los huevos durante el viaje a la Isla de Nunca Jamás. ¿amor?, si, eso es amor, joder. Tu no has estado en Uzbekistán, la mítica tierra de los Samánidas. El viaje desde Moscú hasta Taskent de más de cuatro horas en una cafetera Tupolev fue ¿incómodo? Nos alojaron en unos apartamentitos infectos anexos a la embajada americana para descansar unas horas, pero luego el soldadito de Fort Detrick se negó a seguir el viaje, no quiso pisar la isla. Era un tipo sensato. Un héroe. Él sabía muy bien lo que había en aquel lugar y estoy seguro que se inoculó algún potingue para enfermar de pronto. Diarrea, fiebre, deshidratación. Se metió en la cama como la abuela de caperucita, arropado hasta las orejas y el médico de la embajada acojonado. Aunque era finales de septiembre hacía mucho calor, casi cuarenta grados, a lo mejor se puso enfermo de verdad por haber comido unas brochetas de cordero seboso que compartimos. No lo sé. Solo sé que salí sólo, de noche, de Taskent en un todo terreno y con un conductor que me agenció Ivana. La embajada yanki no tenía ni idea de qué hacíamos allí, viva la coordinación gubernamental. ¿Carreteras? Un viaje de cientos de kilómetros cruzando la frontera de Kazakstán una y otra vez por carriles sin asfaltar, una ruta restringida, prohibida, invisible, por un desierto pelado. Un desierto que había sido hacía pocos años el cuarto lago más grande del mundo. 
Paramos a medio día para descansar y comer algo. El conductor armó una lona atada del techo del coche para tener sombra y nos zampamos un sobre de raciones MRE, carne de ternera en salsa, unas chocolatinas y una bolsa de pasta de cacahuete. ¿Has comido alguna vez una MRE? Seguro que no. Entonces recibí una llamada en el teléfono vía satélite. ¿Erais vosotros para interesaros por mi salud y mis desventuras? No, era Ivana la perra. Tenía muy estudiados los planos del centro de investigación llamado Aralsk-7, las zonas en las que recoger las muestras, los documentos que entregar a los soldados que vigilaban las instalaciones. Sería media hora, una hora como máximo y adiós. Pero acojona ir a cien por hora por el fondo del mar. Ya sabes, en los años sesenta el mar de Aral era un enorme lago de sesenta y seis mil kilómetros cuadrados, mil kilómetros cúbicos de agua, se pescaban cuarenta mil toneladas de peces,  esturiones, carpas, rutilos, barbos y había más de cien especies endémicas. Entonces Vozrozhdeniya  si era un a isla. Pero se cortaron y canalizaron los ríos Amu Daria y Sir Daria para regar  cultivos de algodón en Uzbekistán y Kazajistán y luego se vertieron al mar toda clase de mierdas, fertilizantes y residuos industriales y el mar desapareció, se secó.

En la isla se montó un laboratorio secreto donde se experimentaba con armas biológicas de todo tipo, a los soviéticos les encantaba jugar con fuego a la ruleta rusa, es un chiste, ja, mira Chernobil. Ese laboratorio se llamó Aralsk-7, una verdadera ciudad cerrada que no figuraba en los mapas, rodeada de lanchas y patrullas que evitaban cualquier visita inesperada. En el pequeño informe que me dieron los yankis, media cuartilla, ponía que habían experimentado con ántrax, la fiebre Q, el botulismo y todo tipo de chucherías…  Cayó la URSS, el mar de Aral terminó de secarse y la isla fue abandonada por los rusos en el noventa y uno. Los almacenes y los contenedores de esporas de ántrax no fueron destruidos ni cerrados con seguridad. Les echaron lejía por encima, litros y litros de lejía rusa y luego enterraron los contenedores en la arena. Si, como lo oyes. La isla dejó de serlo definitivamente en el 2003. Un año antes Uzbekistán y EE UU firmaron un acuerdo para descontaminar la isla pero antes y después ha sido visitada por todo tipo de saqueadores.  Un tal Brian Hayes fue después de mi a limpiar aquello, se llevo un equipo de cien personas y neutralizó doscientas toneladas de ántrax. Se tiró allí tres meses. Tuvo huevos. Pero te recuerdo que yo estuve allí antes de esto, con mi traje de plástico ruso remendado con cinta americana y una mascarilla que olía a zetazeta mezclado con ambientador barato de limón. Es natural que los americanos pensaran que los ataques se habían hecho con ántrax procedente de allí y que quisieran con urgencia una muestra, pero suena a chiste que quien les consiguiera su poquito de mierda fuera yo. ¿sabes como se traduciría en Román paladino el nombre de la isla? Vozrozhdeniya, Renacimiento, si, es otro chiste ruso sin gracia. Llegamos allí por la tarde. Paramos en la valla de seguridad, con su garitas de pintura desconchada y los cristales rotos. No hay nadie. Tocamos el claxon, el conductor saca su Tocarev y pega unos tiritos al aire. Nadie. Así que me pongo el traje, entro, camino un kilómetro empapado en sudor, sigo el plano, entro en los almacenes, supero las puertas blindadas que están todas abiertas, llego a la zona indicada, excavo un poco, menos de medio palmo, toco un bidón de plástico verde que ya está medio podrido, saco  un envase de seguridad, hay cientos con sus sellitos de advertencia, rompo el precinto, voilá, el contenedor está lleno hasta arriba de polvos de la madre celestina. Saco mis archiperres de superespecialista que consisten en una cucharita de moca de plástico, el tupperware de seguridad y el fumigador de cloro para luego limpiar por fuera el contenedor de muestras. 

Nado en sudor. De vuelya al coche ya es casi de noche. El conductor ha encendido las luces para que me oriente mejor. Ha veinte metros me quito el traje según el protocolo y meto el frasquito en la bolsa acolchada de protección.  Ivana la perra está en todo porque ha encargado a su agente que lleve un garrafón de cincuenta litros de agua y ropa de repuesto para que me duche y me cambie, no por seguridad biológica sino por higiene, por placer, por humanidad. ¿entiendes porque le solté una hostia a Alejandro cuando tras la reunión de información con el Ministro dijo eso de “te ha ayudado Ivana la perra”? El mismo ministro me guiñó un ojo como para decirme se lo merece por bocazas. Pero no le di la hostia por bocazas sino por el mote, porque se atreviera a decir delante de todos I-va-na-la-pe-rra. Y porque eso indicaba que había hablado con los yanquis que son los que la pusieron el nick. Tu ya me entiendes. Esa noche dormimos al raso, encima del techo del todo terreno, metidos en buenos sacos de dormir rusos. El conductor era de allí, de una aldea cercana a Taskent, bebimos un montón de aguardiente para sapos y nos contamos la vida. No es necesario que diga aquí su nombre. Sigo en contacto. Me contó que la zona es el más enorme montón de basura tóxica que hay en el mundo. Durante décadas cientos de industrias vertieron sus tóxicos a los ríos que alimentaban el Aral, pero el mar ya no está y todo eso, todas esas miles de toneladas de veneno en forma de polvo, van de acá para allá según sople el viento. Así que el agua potable está llena de pesticidas, zinc, estroncio, manganeso, cianuro. Hay miles de casos de  hepatitis, cáncer de garganta, enfermedades respiratorias, bronquitis, artritis, anemia, infecciones intestinales y oculares y tienen las tasas de mortalidad infantil más alta de toda la ex URSS. Al llegar a la embajada le di la muestra al soldadito cabrón de Fort Detrick y cogí el primer vuelo a Moscú. Me pasé una semana con Ivana sin salir del Marriott, tres botellas de Mumm al día, caviar Iraní recién salado y frutas españolas, fui muy preciso pidiendo lo más caro de la carta. Nadie rechistó en el Ministerio.  Encima, después de tantas molestias, la cepa de ántrax con la que contaminaron las cartas no era rusa sino de ellos mismos. Manda huevos. Para que luego digan. Pero cobré la prima y quedé como dios ante Josep Piqué. ¿te cuento más de las que no sabes?, ¿sigo con mi informe de méritos particular?



(Fragmento de la novela: "Informe de méritos". Inédita.)




viernes

ESTEPAR


La tierra comienza a calentarse. Está tumbado, con la barbilla apoyada en el puño mientras con la otra mano limpia con la brocha los primeros huesos que van saliendo. Primero eran ocho, luego diez, ahora son veinte. Hay muchos más aquí y allá, en otras fosas, bajo menos de medio metro de tierra dura y arcillosa. Piensa que desde el pueblo, a menos de quinientos metros en línea recta, debían escucharse perfectamente los tiros. Los cuerpos quedaba a la intemperie muchos días. Por los testimonios que estuvo leyendo ayer por la noche, cuando todo el equipo se fue a descansar al hotel de Burgos, sabe que las alimañas se llevaban a veces pedazos de los muertos. No les importaba esconder lo que hacían, al contrario, consideraban necesario sembrar el terror, demostrar que los ganadores no tendrían piedad ni durante ni después de la guerra.

Él viene de lejos, del otro lado del mar. Ha sabido hace poco que su abuelo era el que sonreía en aquella foto borrosa junto al soldado negro Frank Alexander que descubrió en los archivos de Batallón Abraham Lincoln, luego luchó en Francia contra los nazis y fue herido de gravedad en la mano derecha. Recuerda de niño la mano de viejo, un informe muñón donde el índice y el pulgar parecían como un garfio. Sus padres tuvieron la afortunada ocurrencia de enviar al niño los veranos al pequeño rancho del abuelo en Oregón. La casa lindaba con la Reserva Warm Springs, así que el viejo le enseñó a pescar a mosca las grandes truchas del río Deschutes, el arroyo Jefferson y el río Metolius. Luego, con doce o trece años, salía muchas veces con otros chicos de la reserva, indios del pueblo Tenino que le enseñaron artes de pesca menos rigurosas y más productivas.


El abuelo Thomas sujetada la caña con sus dos dedos garfiudos y se ataba a la muñeca el talón con una cinta ancha de cuero con hebilla para así poder cargar con más fuerza la caña. El forense sonríe cuando le recuerda lanzando la seda a una distancia que él nunca logró y clavando una buena “steelhead” que luego se solía desenganchar tras una carrera de saltos y piruetas y la retahíla de insultos en español que el viejo soltaba a voz en grito en medio del río, ¡cabronahijadeputamecagonetumadre! Contactó en el invierno del dos mil con la ARMH. Su experiencia como arqueólogo experto en enterramientos antiguos fue valorada. Durante la carrera trabajó mucho en las ruinas de los Tenino y luego durante el posgrado en otros asentamientos kiowas del centro del país. Así que en el equipo se le apodaba el “Pielroja” no tanto por su dominio de las culturas nativas norteamericanas como con tu piel pecosa y sonrosada y su cabello pelirojo. Volvía cada primavera a España gastando parte de sus vacaciones de profesor para estar allí, con la barriga en tierra, cepillando huesos con un pincelito como uno más.


Como ha desenterrado ya parte de una cadera sabe que ese cuerpo es el de una mujer. Han llegado muy temprano para seguir con la exhumación porque luego hace bastante calor bajo la lona. Él tiene mucha práctica y lo hace mucho más rápido que el resto del equipo, casi todos jóvenes estudiantes de medicina forense o arqueología. Sale lo que queda de unos zapatos casi deshechos, un cinturón de hebilla gruesa muy oxidada y alrededor de las vertebras del esqueleto una fina cadena de oro que brilla como si fuera nueva en cuanto la brocha lo descubre. De la cadena pende una medalla diminuta y en su reverso "Pielroja" lee perfectamente un nombre: Amalia. Están de suerte. La mayoría de los cuerpos no son identificables con tanta facilidad, se necesitan análisis de ADN de los familiares directos. Cientos de personas se han hecho ese análisis y aguardan. Grita el nombre y una del equipo revisa la lista. La voluntaria, emocionada, busca en el ordenador los datos de los familiares y encuentra un contacto, un teléfono, una hermana que debía de tener apenas dos años y ahora tendrá ochenta. Él sigue descubriendo los restos, tiene suerte de que es el único cuerpo que no está amontonado sobre otros. Cayó de bruces, muy recta, con los brazos cruzados hacia delante. El agujero del tiro en el cráneo es pequeño, tal vez de una pistola. Tras las fotografías va colocando los huesos en la caja de plástico. En otra caja los pocos objetos personales, la medalla, el cinturón, los restos de un zapato, un retazo de tela del vestido y otra sorpresa, los pequeños huesos de la mano derecha agarraban una bolsa de tela encerada y dentro había una caja redonda de aluminio oxidada.

Por la tarde llega la hermana con una de sus hijas. Han conducido muchas horas desde un pueblo de Gerona donde viven. La otra compañera ha debido de contarles lo que han encontrado porque traen algunas fotografías de Amalia cuando estaba viva. Una veinteañera posa sonriente con otras mujeres, tal vez sus amigas, lleva un vestido claro de verano, corto, sin mangas, entallado con un cinturón también claro de hebilla grande y unos zapatos con poco tacón. Él los reconoce. Hay que esperar al análisis genético pero todos saben que ella es Amalia. Su hermana no la conocido así, viva, sonriente, no tenía edad, hizo su vida lejos de allí, una vida corriente, feliz muchas veces y a veces menos feliz. La anciana, sentada en una precaria silla de tijera, contempla lo que hay en la caja de plástico y llora en silencio. Más tarde, acabada ya la jornada, mientras el equipo recoge las herramientas, “Pielroja” habla con la mujer. A ella le cae simpático aquel joven americano. Hemos encontrado una caja que ahora están limpiando. Yo sé lo que es -dice ella-. Me lo contó mi madre muchas veces. Es el regalo que Amalia le trajo a su novio Jorge de Londres. Nuestro padre era un hombre avanzado y con posibles y envió a su hija a Inglaterra a estudiar. Durante la República ella volvió pero cuando estalló la guerra padre la obligó de nuevo a irse a Londres. Luego ya sabe, le mataron a él, a padre y también a su amigo Jorge. Ella regresó para buscar sus cuerpos imagino o no sé, cometió la imprudencia de volver a la ciudad y ya sabe. Jorge era muy pescador, un chico fino, también muy viajado, profesor. Madre me contaba que el año antes de la guerra se iban de excursión al río y dormían en la orilla en una tienda de campaña, ya ve, que cosas, eran unos modernos –la anciana sonríe- Cuando volvió en plena guerra le había comprado de regalo una caja de anzuelos, esa caja que ustedes están limpiando. La llevaba en el bolsillo del vestido. Mi madre me lo repitió todos esos años muchas veces, muchas veces, siempre, si encuentran a la Amalia, sus huesos, tendrá cerca una caja pequeña, redonda con la figura de un pez grabado por fuera, así sabremos que es ella, no lo olvides. A madre le quedo siempre ese dolor, no poder encontrar y enterrar a su hija mayor. “Pielroja” le cuenta la historia de su abuelo en España. Sus días de pesca en el arroyo Jefferson donde también acampaba de adolescente con sus amigos indios, la sensación de libertad absoluta, de felicidad plena cuando aún no tenía ese nombre, las truchas tan grandes, lo difícil que es pescarlas a mosca. Enseguida congenian. Cuando ella se va, antes de meterse en el coche le dice: Quédese con la caja. Es un regalo para un pescador, a nosotros ya no nos sirve para nada. Seguro que a mi hermana Amalia y a Jorge les gustaría que la caja hoy fuera suya. Pero no la esconda, no la guarde, lleva ya demasiado tiempo enterrada, úsela cuando vaya a sus ríos. Él joven forense acepta el regalo.

Un año después, antes de volver a España a pasado unos días en la casa del abuelo que ahora sólo usa él. En la caja de Jorge, de Amalia, "Pielroja" ha metido las moscas que aún tiene de su abuelo y ha bajado al Deschutes a pescar. No recuerda los huesos, ni el cráneo con el pequeño agujero sino la sonrisa de una veinteañera guapa que sonríe a la cámara y la de una anciana de ojos brillantes que le regaló esta antigua caja de aluminio.


NOTA:

Este relato es ficción. Las historias reales siempre son muchos más emocionantes, trágicas y hermosas.

Se estima que más de 114.000 personas asesinadas siguen desaparecidas y sus cuerpos nunca han sido encontrados. Miles de familiares, gracias a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y a cientos de voluntarios, han iniciado multitud de procesos de exhumación y búsqueda por toda España. El Gobierno de Rajoy, no se ha concedido ni una sola subvención a la exhumación de fosas comunes.


En los montes de Estepar, una pequeña aldea al oeste de la ciudad de Burgos, se estima que hay fosas con trescientos o cuatrocientos desaparecidos. En la campaña del 2015 el equipo que lidera el antropólogo forense Francisco Etxebarría descubrió 76 cuerpos aún sin identificar. Ocho meses después se han localizado otros 20 cuerpos. En alguna de esas fosas aún por descubrir están los restos del tío-bisabuelo de mi hijo el pescador: Bernardino Royuela Beltrán. en el lugar hace poco se ha puesto una sencilla lápida. Dice: "A los muertos por la libertad y la democracia en la provincia de Burgos. 1936-1989". En las ramas de las encinas cuelgan ramos de flores secas con anónimos mensajes. Un escrito, protegido por un frágil cristal que deja pasar el agua, recuerda a joven Bernardino.




miércoles

WALDEN

Era una caminata larga, muchos tramos sin senda, atravesando zarzas y saltando grandes piedras cortadas. Una hora de pasos apresurados hasta llegar a la poza, adentrándose más y más hacia un lugar que pocos pescadores conocían. Luego hicieron algunos carriles para llevar ganado y vigilar las dehesas, pero entonces no había otra forma de llegar que caminar y caminar río arriba o río abajo, campo a través entre jarales altos y estrechos senderos utilizados tan sólo por las cabras y los jabalíes.

Siempre montaba la caña con rapidez, nervioso, inquieto, deseando comenzar a pescar como si algún otro pescador estuviera ya detrás y fuera a adelantarle. Esta vez se sentó a contemplar la poza. Metió la mano en el agua y le mordió el frío. Horas después se encontraría con su hermano al que esta vez le tocaba bajar, pero en ese momento tenía por delante mucho tiempo de silencio. Allí el aire era muy transparente. Aunque las montañas estaban bien lejos parecían un pequeño dibujo al óleo que pudiera tocar si acercaba la mano. Hizo ese gesto y sonrió antes de montar la caña, pasar la seda y atar a un tramo largo de bajo dos ninfas, una peluda y cobriza brindada con una fibra de avestruz teñida de marrón, otra pequeña y lisa que parecía de cristal y destacaba por su bufanda naranja y su cabeza de plata. Tuvo cuidado de colar el falso lance entre los chopos y las retamas para dejar caer los señuelos en medio de lo oscuro. Las ninfas se hundieron con rapidez hasta que se toparon con la resistencia de la seda flotante. La gran poza era un enorme espejo negro en la que se reflejaba con una rara perfección el cielo, la arboleda desnuda y la pequeña loma asalvajada de espinos y de jaras, oscura, aún en sombra, donde muchas veces hacía sus camas las piaras o se asomaba algún zorro curioso subido al cancho más alto. Tensó la seda y sintió la resistencia, el tirón suave, una fuerza lenta como de pulso, un cabeceo tranquilo para nada furioso sino molesto. Tensó un poco más y adivinó un reflejo grande en el fondo. Se quedaron unos segundos así, como dos brabucones tentando las fuerzas que tenían de verdad los brazos de cada cual antes de forzar los músculos e intentar tumbar al otro sobre la mesa. Quiso imaginar por un momento que quien estaba allí, al otro lado de ese espejo de agua era también él, otro pescador que tenía enganchado un pez que flotaba en el aire desde otra dimensión rara y distinta, pero no tuvo tiempo de ninguna  truculencia poética porque el pez se cansó del pulso y empujó con fuerza hacia abajo y luego corrió hacia las cuevas filosas de la orilla de en frente. El pescador forzó la caña y paró la carrera y el pez entonces decidió cruzar de dimensión y volar por el aire. El salto fue espectacular. Han pasado muchos años pero aún lo recuerda con una nitidez que no tienen ningún otro recuerdo de su memoria.

Hoy ha vuelto. Ayer por la noche, antes de dormir, leyó un párrafo de "Walden" escrita por el uraño Henry D. Thoreau en 1854: “el coste de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella”. Igual que entonces se ha parado a contemplar el agua sin prisa, libre por fin de cualquier persecución imaginaria. El espejo es el mismo y sabe que detrás hay de verdad otra dimensión y otro yo. Tiene todo el día por delante. Retoma aquel pulso.