lunes

TRUENOS



(Pintura de Diane Michelin)

Nunca saltar sobre una piedra mojada, vadear siempre con cuidado y pisando entre los huecos de las piedras, dejar de pescar cuando hay tormenta. Al hijo pescador le vas dando consejos para que no se rompa la cabeza, ni se ahogue, ni le deje frito un rayo. La prudencia es la mejor de las virtudes en la pesca de la trucha en las gargantas de Gredos.

Pero no le cuentas al hijo lo mucho que te gustaba bajar al río a pescar truchas en pleno aguacero y que no tenías miedo de ningún rayo ni centella que viniera del cielo. A veces los rayos caían tan cerca que no sonaba el trueno sino una gran explosión a la vez que la chispa. Llevabas las botas altas, un viejo impermeable azul oscuro heredado del abuelo Fernando y un sombrero de fieltro engrasado. Llovía con rabia pero te sentías abrigado y protegido, invulnerable, inmortal. Por azar, por suerte o porque tal vez el río te protegía, nunca te cayó ningún rayo aunque viste muchos, columnas de luz cegadora, gruesos como árboles que caían por todas partes con un ruido de furia.

Ya no cometes esas locuras de ir con la caña al campo en medio de una tormenta. Una caña es el mejor de los pararrayos. Pero te siguen gustando mucho las tormentas y la lluvia fuerte, pescar en esos momentos en el que el mundo entero parece de agua y el sonido de la lluvia en tu cuerpo y el de las corrientes se mezcla y se convierte en un sonido embriagante. Además, es un detalle sin importancia, la primera media hora de lluvia era un momento mágico porque las truchas se volvían locas.

Luego, al pasar la tormenta, el mundo entero brilla como recién hecho. El agua está en todas partes. Es una piel transparente, limpia y dulce. Ningún pintor a reflejado esos verdes mojados, esa luz alegre y acogedora de después de una tormenta. O tal vez si, pero tu prefieres el río al museo.

martes

NUEVA YORK


Lago situado en Central Park, Nueva York


Hace muchos años, antes de que desaparecieran las Torres Gemelas, hice un viaje de trabajo a NY que acabaría siendo, de alguna forma, también, un viaje de pesca.

El primero que entrevisté era un tipo casi centenario. La camisa de cuadros remangada, lanzaba al agua un señuelo de plumas de colores con una vieja caña de bambú en medio de Manhattan en un lago que hay en Central Park en el que se puede pescar. Le costaba trabajo hablarme en español, lo hacía despacio, saboreando las palabras.

—Sí, Nueva York nos trató bien, llegamos asustados, sin nada, vencidos, casi sin esperanza. En las últimas semanas, antes de la caída de Madrid, yo y otros profesores de la Universidad Central nos habíamos convertido en milicianos vestidos con mono de trabajo y empuñando un fusil que apenas sabíamos usar. Estábamos a las órdenes de Mera y habíamos recibido cartas de un colega nuestro que se había marchado a Nueva York meses antes de la rebelión. Estaba muy bien colocado en la Universidad y nos ofrecía trabajo. Imagínese, nos atrevimos a irle con el cuento a Cipriano Mera. “¡Me cago en el dios que os batanó! ¡Sólo me faltaba que me vinieran los soldados a pedirme permiso para desertar!” Ante nuestra sorpresa nos dio un abrazo, se encargó personalmente de arreglarnos los papeles y nos largamos para Valencia dos días después. "¡Ya os podríais llevar también a ese colega vuestro que es profesor de griego. Como no se aleje de aquí pronto si no le pegan un tiro los comunistas se lo pegarán en cualquier momento los fascistas o yo mismo como me cabree!" Mera nos contó la increíble historia de un profesor de griego que había colaborado con Arturo Barea de la emisora Transradio. Era uno de los hombres de confianza de Miaja y se rumoreaba que había participado en la compra de armas para los anarquistas en algún país de centroeuropa. Preguntamos su nombre. "¡No me acuerdo del maldito nombre ahora, siempre va con dos milicianos, un tal Elorza, pregunta a Ruiz por ellos y llevadle con vosotros! ¡Es una orden!". Pero las cosas no estaban para ir preguntando por la calle. Salimos de Madrid sin haberle encontrado. Nunca supimos su nombre, ni su suerte. Imagino que acabaría asesinado por unos o por otros. El viejo enganchó algo en ese momento, pego un tirón seco y a unos veinte metros de donde estábamos saltó un pez de buen tamaño. Salió del agua por completo y por un segundo quedó como flotando en el aire sobre el lago. Los flacos brazos del anciano comenzaron a recoger sedal como si le fuera en ello la vida. Tras unos minutos de lucha en los que parecía que iba a darle un infarto al fin tuvo el pez entre las manos. Después lo soltó con mucho cuidado. —Ya es la tercera vez que pillo a este viejo pez— Me dice. —Sí, esta ciudad me ha tratado bien, puedo echar pestes de todos los crímenes que los gobiernos de los Estados Unidos de América han perpetrado por el mundo desde la guerra de Cuba hasta la fecha de hoy pero a nosotros, un puñado de españolitos que llegamos a esta ciudad con una mano detrás y otra delante, nos trataron como jamás hubiéramos soñado. Nos ofrecieron trabajo, casa, amistad, amor. Pudimos pensar, investigar, decir y encima podía ir a pescar en metro. A Nueva York llegó apenas un puñado de españoles. Pocos. Quizás los más famosos que me vienen ahora a la cabeza son Joaquín Maurín que creó una agencia de prensa, el pintor Eugenio Fernández Granell que fue profesor de la Universidad de Nueva York, Victoria Kent que se inventó una revista llamada Ibérica o Jesús de Galíndez. Pero hay y hubo otros, menos famosos, más anónimos, que se hicieron como yo neoyorquinos para siempreLe digo —Esos son los que me interesan, a esos son a los que sigo el rastro.

Días después fui con él a pescar truchas. Montados en una viaje furgoneta de los sesenta no nos alejaríamos ni ochenta kilómetros de la ciudad. Me dejó una de sus cañas y me sacó los permisos necesarios. Pescamos un torrente precioso, solitario, metido en un bosque espeso y salvaje. Me parecía imposible que a tan pocos kilómetros de allí estuviera la capital del mundo. ¿Y cómo siguen los ríos trucheros de mi España?—. Me preguntó el anciano. Me costó que volviera a contarme cosas del exilio republicano en Nueva York. Sólo quería hablar de ríos y de truchas, de sedas y plumas leonesas para hacer moscas. Me regaló una pequeña caja con señuelos hechos por él. —Los montajes los he aprendido aquí, pero los hilos son muy antiguos. Fue casi lo único que me llevé de Madrid. Un montón de carretes de seda de colores que compré por un duro en una mercería que había cerca de la Puerta del Sol. Ligero de equipaje, que diría Machado


Club Obrero Español de NY, 1945. Spanish Workers' Club, 1945 Courtesy, Joe Mora.


Le digo al hijo pescador que la novela que escribí con todo aquello está metida en un cajón, junto con aquella caja de moscas y el recuerdo de un día de pesca inolvidable.


miércoles

UTILIDAD MARGINAL



Un día de invierno y llovizna es un buen momento para repasar el concepto de “realización personal”, esta vez de la mano de Cesar Rendueles y don Carlitos Marx. Se refiere Marx a aquellas actividades que producen y tienen una utilidad marginal creciente. Por el contrario, en la sociedad de consumo, la mayoría de nuestras actividades tienen una utilidad marginal decreciente como comer hamburguesas o ir de compras a un centro comercial para consumir como forma de ocio. Cada hamburguesa adicional que ingiero o cada objeto que compro para entretenerme me da un poco menos de satisfacción que el anterior. En la cultura de la ostentación en la que vivimos esto suele ser casi una norma y de esta insatisfacción se alimenta el consumo para seguir vendiéndonos humo.

Por el contrario hay otras actividades que cuanto más se realizan más satisfacción reportan. Son un fin en si mismas sin necesidad de presumir u ostentar, sin consumir otra cosa que nuestro propio tiempo. Aristóteles los llamaba “actos perfectos”. Un ejemplo es la música. Aprender a tocar la guitarra o el piano es bastante complicado, pero cuando se supera cierto nivel cada vez resulta más placentero tocar y hacer música. Cada libro interesante que leemos nos cambia de una forma que una nueva camisa e incluso un nuevo coche, tras los tres primeros meses de novedad, nunca podrá hacer. Esto ocurre también cuando practicamos un deporte que nos gusta, cuando realizamos una actividad artística o política participativa o cuando cuidamos de un hijo. También cuando nos vamos al río a pescar. Pescar cumple con todas las características aristotélicas de los “actos perfectos”, somos un poco mejores pescadores cada vez que pescamos, su práctica tiene para nosotros una “utilidad marginal creciente” y el tipo de felicidad que nos aporta tiene que ver con una forma de realización personal que no está cautiva ni depende de ningún salario, ningún reconocimiento social, ninguna ostentación.

Se ríe mi hijo el pescador de como lío a Marx y a Aristóteles con el sedal de la pesca. De cómo le explico el concepto de la “utilidad marginal creciente” que tiene para nosotros estar en el río, como si pescar fuera también alguna forma de arte, un “acto perfecto” que nos enriquece y nunca nos cansa. Le digo que hasta la famosa abadesa de Sopwell, Dame Juliana Berners, en 1496 explicaba a su modo este asunto del acto perfecto. Tal vez a ella le gustaba también ir de pesca con Aristóteles.

Nota:
Le agradezco a Cesar que me refresque ese antiguo y sustancioso concepto de la utilidad marginal creciente y decreciente. Su excelente ensayo sobre la falaz utopía de la ciberdemocracia merece ser leído y releído. Cesar Rendueles. “Sociofobia. El cambio político en la era de la utopia digital”. Editorial Capitán Swing 2013