jueves

SEPTIEMBRE



Levedad. Nada pesa. La seda vuela lejos y el escarabajo azul se posa en el recodo, luego la brisa lo empuja y parece que camina sobre el río. Tampoco al pescador le pesa el cuerpo metido en el agua por encima de la cintura. El riachuelo esta muy agostado, tienen un caudal escuálido, le sangran los riegos excesivos más que el mordisco natural de agosto. Manadas de barbos vaguean por la orilla. Sólo de cuando en cuando alguno parece despertar y salta fuera del agua tras algún bicho o por nada. El calor se va suavizando. Atardece. Una brisa fresca baja de la montaña y empuja la bolsa flácida de aire caliente fuera del cañón desatascando el barranco de verano. El pescador lanza de nuevo el escarabajo azul cerca de las piedras de la orilla más profunda. El agua apenas está un poco más fresca que su cuerpo. Hace solo unos meses las riberas estaban frondosas de flores y las nutrias se paseaban delante de su caña. Hoy está todo seco, como muerto. Sólo las garzas se entretienen pescado alburnos en las aguas someras de más arriba. Al final ha sido un bass mediano el que ha tomado el señuelo y ahora revolotea su enfado por la orilla. El pescador cambia de caña, ha decidido imitar a la garza. Desenfunda una de siete pies línea dos, ata una mosquita blanca diminuta y sale del agua. Camina entre las pizarras hasta las tablas someras donde cientos de alburnos de mediano tamaño saltan comiendo todo cuanto toca la película de agua. No hay lance en la que no pique uno, a veces clava a veces no. Los que salen del río no los devuelve, van cayendo detrás en una hozadera grande y muy reciente, piensa que esa noche los jabalíes cenarán pescado. Los cincuenta o sesenta alburnos desperdigados por el barro dan una triste estampa. Su voluntad de aniquilación no va a exterminarlos, la carnicería apenas es nada. Tampoco su ética de pescador se resiente. Ha visto en primavera como los rápidos alburnos acaban en unos segundos con los nidos llenos de huevos de los barbos. Él ha tomado partido por los barbos, partido hasta mancharse. Apenas se aleja unos metros de la masacre cuando una cigüeña negra sale de no sé dónde y aterriza en el barro dispuesta a aprovechar el fácil manjar. El pescador no lleva esta vez la cámara para hacer una estupenda foto de esta rara cigüeña amiga o descarada o muy hambrienta que se ha posado a menos de diez metros de su rastro y comienza a dar cuenta de los peces. Al pescador le parece que ese arroyo tiene algo de mágico edén en el que los animales no temen al hombre. Si cualquier día se ponen a hablar no le va a sorprender.
Anochece muy rápido. De vuelta al coche, por la senda que corre paralela al río, descubre un pequeño almendro lleno de frutos en su punto y le arranca algunos. Saca las semillas con una piedra y mastica las tiernas y aromáticas almendras un segundo. Al segundo siguiente las escupe, son amargas. Se ríe. Piensa que el paraíso a veces da frutos venenosos, no es perfecto, pero nada le daña hoy. Hace fresco por fin. Se acerca una tormenta.  Levedad. Nada pesa. Ni siquiera el fracaso.



martes

EL BICHO


Le brillaban los ojos. Apagó las luces de la sala de acuarios y volvió a subir donde estaba reunido el equipo. Todos le aplaudieron y volvieron a llenar las copas de champán. El extracto de la investigación saldría al final de la semana en Nature. Era el resultado de veinte años de trabajo de un peculiar equipo interdisciplinar de biólogos, bioquímicos y médicos, dinero público, algo de azar y mucho esfuerzo anónimo. En la fiesta también estaba Eli, ya jubilado, el entomólogo que había descubierto el raro endemismo de tricóptero en aquella pequeña garganta de Gredos y que con su saber había logrado con éxito reproducir en los acuarios el insecto en grandes cantidades. Sólo la larva hembra, en las primeras fases de crecimiento, producía la extraña y complicada proteína, su potencia morfogenética parecía invulnerable a cualquier biotoxina o metal pesado, sin embargo el bicho era muy delicado y cualquier cambio en los niveles de oxígeno, acidez del agua o variación térmica en las siguientes fases de crecimiento larvario acababan con él.  Junto a Eli estaba en la fiesta Patricio, el bioquímico que había logrado depurar la proteína hasta hacerla farmacológicamente potente. A pesar de sus ochenta años y su reluciente rapado bebía champán como uno más rodeado de sus colegas treinteañeros de pelo largo y algún piercing en la ceja. El único problema era la imposibilidad de sintetizar artificialmente la molécula, pero al menos habían logrado con éxito la reproducción del animalillo en los más de treinta acuarios que burbujeaban abajo en el semisótano, controlados por los programas de dos servidores en redundancia, protegidos por sistemas auxiliares de alimentación para evitar el desastre de un corte de luz o cualquier otra contingencia.

Aunque el artículo para Nature apenas tenía tres mil palabras, la investigación completa ocupaba tres terabits de datos que podían resumirse en unas pocas palabras importantes: una proteína que fabricaba en sus primeras fases larvarias una variedad endémica de tricóptero producía el suicidio de las células cancerígenas de los tumores de pulmón más frecuentes. La dosis del compuesto se inoculaba al paciente con facilidad por vía intravenosa, el tratamiento apenas duraba un mes y los efectos secundarios eran mínimos. En las pruebas clínicas se habían curado el ochenta y dos por ciento de los casos. Pusieron en el proyector al héroe del asunto, su aspecto era feo, anodino, una mariposilla sin gracia, grisácea amarronada, que cualquiera hubiera matado de un manotazo confundiéndola con una polilla o un mosquito. La larva escondida en su tubo de piedrecillas y palos no era menos sosa y fea. Todo aplaudieron a rabiar la imagen del bicho en la pantalla.


Alvar, el jefe del equipo, rogó silencio, explicó que hasta la publicación del artículo toda la investigación debía guardarse en secreto. Amaba aquel tricóptero, no sólo por la celebridad que daría el fabuloso descubrimiento sino porque aquel animalillo sin importancia había salvado la vida a su hermano mayor, enfermo de cáncer  de pulmón, que había participado en la prueba clínica experimental y se había curado. Con él precisamente había quedado al día siguiente para ir a pescar truchas a la pequeña garganta usando, para más gracia, unas imitaciones de trico que les había hecho para la ocasión un amigo de la universidad, profesor de matemáticas y excelente montador de moscas salmoneras.

Salieron hacia el arroyo un precioso amanecer de julio. El resto del equipo también había tomado unas merecidas vacaciones salvo Rafa el becario y Eli, que tras el fin de semana de descanso, seguirían visitando por turnos el laboratorio para echar un ojo a los acuarios y evitar cualquier complicación.

Cuando Alvar y su hermano, a eso de las diez de la mañana, llegaron a la gargantilla se quedaron helados, mudos, aterrados. El cauce estaba seco. Alvar, como loco, recorrió toda la orilla río arriba durante varios kilómetros. Descubrió algunas bombas y regatos que nacían en pequeñas represas hechas con piedras y plásticos y que extraían toda el agua del río para regar prados y huertas de cerezos. Encontró una azada grande al pie de uno de los árboles e intentó cerrar aquella sangría pero el mal ya estaba hecho. Sin agua, todos los peces y los invertebrados del río estaban muertos. Por suerte tenía en el móvil el número de teléfono de uno de los responsables de la confederación hidrográfica. Aunque era sábado el tipo cogió el teléfono y escuchó con paciencia los exabruptos, gritos e insultos que soltaba Alvar por la boca. Antes de colgar por sus impertinencias le contestó, sin tener delante el dato exacto, que seguro que era extracciones de agua autorizadas y, si no era así, ya se pasaría la semana que viene su personal por allí para inspeccionar el problema, que no era para tanto, que ya llegaría la primavera y el río volvería a llenarse, que seguro que más abajo, o más arriba se criaba el dichoso "bichito de los cojones".

Ese mismo sábado, en otro lugar, un aburrido técnico desconectaba un pequeño interruptor y precintaba la pieza de plástico con un alambre y un plomo. Semanas antes, el director general de universidades, debido a la crisis, había tenido que firmar los recortes en algunas áreas de investigación. Al equipo técnico de expertos que había auditado y analizado cada uno de los proyectos financiados con dinero público le había parecido una idiotez esa historia de la cría de tricópteros en treinta acuarios. La cadena de decisiones burocráticas había llegado hasta el dedo del encargado de cortar el suministro eléctrico que daba energía a la sala de acuarios. Tras el corte los ordenadores activaron los sistemas eléctricos de respaldo. Los oxigenadores y el resto de soportes de la refrigeración siguieron funcionando las seis horas de autonomía que les daban las baterías. Cuando el domingo por la mañana, tras una merecida noche de fiesta con la novia, se pasó Rafa el becario a echar un ojo prosiaca se quedó acojonado. La planta de arriba, la de los laboratorios, tenía electricidad, pero el semisótano estaba a oscuras y sólo se escuchaban los monótonos pitidos de alarma de los sistema de respaldo ya descargados. Buscó una linterna, apuntó uno a uno a los acuarios, tenían el agua algo turbia y todas las larvas estaban inmóviles, muertas. Se acercó al gran terrario lleno de plantas donde estaban los insectos adultos, la zona se había caldeado demasiado, el sol de julio daba con con fuerza en el muro de hormigón del edificio. Sin el sistema de refrigeración que mantenía fresco y húmedo el ambiente todos los tricópteros adultos también habían muerto.

Tras la publicación del artículo en Nature se armó un revuelo enorme. Unos y otros delegaban la responsabilidad de aquel absurdo desastre: regantes, confederación, políticos, técnicos ¿quién era el culpable?. Cuando llegaron las primeras lluvias del otoño, en invierno y luego en primavera, muchos días, días enteros, Alvar, Eli y Patricio prospectaron las gravas del arroyo con las esperanza de encontrar alguna pequeña larva superviviente del raro insecto endémico. Nada. Sólo era una pequeña garganta que se secaba en verano, sólo era un pequeño bicho más que se extinguía. Los tres amigos, en silencio, se sentaron agotados sobre las piedras pulidas de la orilla.



Notas:

La película “los últimos días del Eden” (1992) trata mucho mejor que el autor la idea de este relato.

Cada año se extinguen miles de especies animales y vegetales por culpa del llamado “desarrollo”. Su perdida es irrecuperable.

Este año muchas gargantas se han secado por completo, no tanto por la ausencia de lluvias como por la explotación de los recursos hídricos sin tener en cuenta caudales ecológicos mínimos.

La inversión en investigación ha caído en los últimos 4 años un 40% . Datos de PGE46 (Presupuestos Generales del Estado, programa 46 de I+D+i civil) 2014