domingo

MODERNO DE PUEBLO


El campo, el agro, el monte no es sólo un paisaje o un espacio natural agradable, sano y “rústico” que usan los urbanitas para olvidar las angustias, las prisas y el mundo inerte de cemento y asfalto que son las ciudades. Fuera de las urbes, en los pueblos, en el campo, en la España vacía o “vaciada” viven y trabajan personas, ese paisaje pintoresco es su hogar, ese campo cultivado es su casa, en ese entorno tan natural y bucólico viven cada día. Desde hace un siglo, pero sobre todo en las últimas décadas, la España rural se ha despoblado de forma acelerada ante la falta de trabajo, futuro, servicios sanitarios y educativos, buenas redes de comunicación y la dureza de vivir allí frente al confort y la modernidad con la que se ha vendido siempre, ahora más, lo urbano.
Sin embargo millones de personas no han querido migrar a ninguna ciudad, han preferido el agro, desean seguir viviendo y ver crecer a sus hijos en el pueblo, puesto que pagan los mismos impuestos que un urbanita quieren tener la misma calidad y similar facilidad de acceso a los servicios públicos, a la sanidad, la cultura, las telecomunicaciones e infraestructuras que se ofrecen en las áreas densamente pobladas. Sus exigencias y reivindicaciones son justas, solo reclaman sus legítimos derechos. La UE tiene muy en cuenta la necesidad en la Europa del futuro de “un equilibrio en la garantía de la igualdad de oportunidades, de desarrollo vital para todos los ciudadanos, con independencia de donde vivan”, pero esa frase bonita no se sustancia en ningún cambio relevante. Tienen en su contra que son menos, que hasta hace pocos años estaban divididos y desconectados en esta lucha, que están lejos de los lugares en los que los medios de comunicación dan altavoz e imagen para poder multiplicar la intensidad de sus denuncias y reivindicaciones, además el poder, los poderes, los parlamentos, consejerías o ministerios nunca tiene sus grandes edificios en un pueblo y aunque esos poderes ya estén en Internet al alcance de cualquier terminal, muchas veces ni siquiera Internet allí, en el pueblo, es fácil o posible. La situación es especialmente grave en esos casi cinco mil municipios, el 61% de los pueblos, de menos de mil habitantes, que representan sólo el 3% de la población del país. La situación es de verdad difícil para ese millón y medio de personas que viven en esos pueblos, que quieren seguir viviendo allí, pero que están siendo empujadas a abandonar sus hogares porque vivir en un lugar sin servicios siquiera comarcales se está convirtiendo en un acto de dura y ya insostenible resistencia.

Pero también tienen en contra la total desconexión, comprensión e interés que tienen los habitantes de las ciudades por la gente del campo. Los habitantes de las urbes quieren un campo “bonito” y que además les produzca “ricos y saludables” alimentos, pero no quieren saber nada del cómo, del quienes o el por qué. Además la propia imagen del campo y de quienes allí viven o de cómo se producen los alimentos hace ya mucho tiempo que es un estereotipo, un cliché, un tópico, una fábula. Nada tiene que ver el amor al agro, al campo al monte con señorito con rifle y loden, la marquesa posando ante el tapiz de perdices de ojeo, el galgo ahorcado, el elefante muerto o el energúmeno de extrema derecha que pide su voto al nuevo señor Cayo prometiendo defender su afición como cazador de pueblo… No quieren ser urbanícolas de campo, ni neorurales a tiempo parcial, ni modernos de pueblo, ni paletos, cazurros o Azarías y señoritos Iván si no lo que son ahora, gente corriente y diversa a la que le gusta su forma de vida, su ritmo más tranquilo, su hogar y su pequeño pueblo sin idealizaciones ni añoranzas románticas ni poses a lo Thoreau. Gente que mantiene la conexión con el origen de las cosas que comemos, que saben que detrás de un filete hay un ternero, un cabrito o un cerdo y detrás de un tomate o un pimiento, por desgracia cada vez más barato en el mercado, hay mucho trabajo e inteligencia. Soy de pueblo, tal vez "soy moderno de pueblo". Nos vemos hoy en Madrid. (en la foto, de hoy: frutos de un almendro y de un olivo acebuche de un huerto abandonado de Extremadura)

lunes

GREDOS


A la derecha la solana, al izquierda la umbría. Acariciamos alguna trucha y sobre todo este tiempo hoy por fin soberano, libre y bien compartido con mi hijo el pescador y otros amigos. Picos de más de dos mil metros separan estos dos peces. Un gran macizo de granito que para las nubes atlánticas y convierte la vertiente sur en un pequeño y discreto paraíso en el que se dan muy bien los cerezos, los naranjos y otros árboles casi tropicales. Pero hace ya algún tiempo, dicen que más de trescientos cincuenta millones de años, todo esto era plano y estaba cubierto por el agua del mar de Thetys. Luego la tierra se plegó como una servilleta empujada por dos manos y magmas fundidos, cristalizados a gran profundidad, formaron durísimas rocas de granito que se elevaron hasta inventar estas imponentes montañas. Dicen que los Vettones las denominaron “Gredos” o puede que su bautizo fuera romano, de “cretum”, crecidos o encumbrados, porque sus picos suben con gran inclinación hasta el cielo. Hacia el norte chorrea de las nieves el río Tormes que llegará hasta el Duero, hacia el sur vierte el pequeño torrente Arenal que desaparecerá en el Tiétar. Entre medias un gigantesco paredón de roca maciza, algo de nieve y hielo y dos climas distintos. En el Arenal la primavera ya ha explotado, en el Tormes el invierno aún toca las plantas. Hemos subido a los picos de Gredos muchas veces pero sobre todo nos gusta caminar por las orillas salvajes de todos sus torrentes, mojarnos con sus agua, sentir que todo esto siempre fue mi casa aunque nuestra fragilidad no pueda compararse con todos estos cantos rodados de granito pulido que miles de días de lluvias y crecidas embellecieron para nadie. Vuelven las truchas al agua y los pescadores vuelven a su baile precario saltando entre las piedras. Los pitagóricos asociaban la belleza a las matemáticas, la simetría, cierta armonía invisible o visible que fabrican los números cuando se mezclan con las cosas del mundo. Pero también hay belleza en el caos, en todo este paisaje en el que nada se repite y cada roca es única y rara. En contraste, las truchas sí saben hacer ecuaciones y gráciles geometrías, construyen en su librea manchada los nombres de todo el infinito de su estirpe, luego nadan muy deprisa, se esconden otra vez en la sombra. La belleza del agua es otra cosa distinta. Hay algoritmos que fabrican su mágico fluido para que en una película parezca de verdad un paisaje con mar, una tormenta furiosa o un río desbordado, pero el agua de verdad no son ceros y unos, y puede tocarte, está helada, tiene aún memoria de nieve. El agua de verdad puede beberse y gracias a ella los pescadores y las truchas seguimos en la vida, el otro agua es solo ficción, artificio, juego, nada.


miércoles

CONFÍN


Pescar en los confines del norte es inquietante, intuyes cosas, no hay cercas o si las hay puedes pasar, acampar, hacer fuego y asarte un pez allí mismo. La gente no es simpática (no sé si tímida o arisca) pero comparte la información sobre la mosca que funciona, el recodo donde hay grandes truchas o la botella de aquavit hasta que se acaba. O te pide unas truchas de las que has pescado porque ha encontrado la tienda cerrada y no tienen nada para cenar. El dueño del Loft de pesca no deseaba tener o alquilar más cabañas porque no quería ganar más ni que viniera por allí más gente (que le hubiera hecho ganar mucho más dinero). Los grandes bosques son comunales y se explota la madera de forma sostenible. Los impuestos son altos pero los servicios públicos son envidiables.

La tierra es dura en Islandia y Finlandia. Meses de hielo, agricultura extrema, ganadería precaria o de animales semisalvajes, caza y pesca como recurso vital, recolección de frutillas en verano… En el siglo XIX los pueblos que habitaban estas regiones no eran las naciones desarrolladas y ricas que son hoy, eran muy pobres pero ya entonces tenían la voluntad y la costumbre de ser igualitarias.

Es una sorpresa descubrir que fueron las duras tierras siberianas, escandinavas y sobre todo finlandesas en el verano de 1871, las que le descubrieron al científico,  geógrafo y viajero que entonces era Kropotkin que “el mal” no era tanto la pobreza como la desigualdad. Finlandia no había sufrido el feudalismo. A pesar de la gran pobreza, los fineses practicaban una vida simple basada en la ausencia de los malsanos hábitos lujosos individuales que sin embargo propiciaban el “lujo comunal” de compartir en la escasez, ayudarse en los trabajos cuyo fin beneficiaba a todos y no acumular o acaparar de forma individual con el fin de propiciar el mercadeo sino almacenar, si era posible, para el común. Y fue en un lugar similar y por las mismas fechas cuando Willian Morris, mientras atravesaba Islandia en burro, escribió que “aprendí la lección, espero que indeleble, de que la pobreza más absoluta es un mal insignificante en comparación con la desigualdad de clases”

Curiosos compañeros de viaje: volví a “el apoyo mutuo” de Kropotkin gracias al biólogo Stephen Jay Gould, que a su vez matizó muchos temas del primitivo evolucionismo darwinista, como que muchas, muchas  veces no hay una “despiadada lucha del más fuerte” sino diversas formas de “cooperación entre especies”, además del puro azar que hace que una mutación sea una oportunidad en un momento determinado lo que provoca que ha veces se aceleren los cambios y otras veces se ralenticen, pero esa es otra historia. Los “instintos cooperativos” en la naturaleza ya los había estudiado y presentado en 1975 el zoólogo Karl Fiódorovich Kessler dudando del hobbesiano “bellum ómnium contra omnes”. Hoy, claro, también Islandia y Finlandia son sociedades capitalistas, pero es posible que sean las primeras que se salgan de este carro que va hacia el precipicio. Tienen aún en su memoria el cómo.
Practicamos en Laponia ese lujo comunal y alguna trucha asada. La abundancia de peces, la pureza del agua eran lo normal, como normal era la maravilla.

 

viernes

TOPOS


"Topos", del griego τόπος, "lugar", escrito en los caracteres de origen fenicio que trajo, según el mito, Cadmo, hermano de Europa, junto con el arado, la fundición del bronce y la agricultura… Cadmo, el que mató un dragón, que entró y volvió del infierno como Dionisio o Heracles y amó a Harmonía. Los fenicios eran así, rumbosos, culos de mal asiento, viajeros impenitentes, dibujantes de mapas, ladrones y comerciantes. Hoy se dice que es posible que llegasen a América antes que los vikingos y que Colón. Tras caminar mucho tiempo vuelvo con E. a unas ruinas antiguas y buscamos en viejos y nuevos mapas su certeza. El lugar ¿poblado?, ¿villa?, ¿templo? ¿tumba? no está en ninguno. ¿Quizá en algún mapa perdido que estuvo escrito con la grafía que nos regaló Cadmo sobre un delicado papiro?

El pescador vuelve otra vez a los escritos de Walter Benjamin: “El hombre que se limita a hacer inventario de sus hallazgos, sin lograr establecer la ubicación exacta en que han sido almacenados esos antiguos tesoros en la tierra de hoy, se escamotea a sí mismo la más rica recompensa. En este sentido, para los auténticos recuerdos, es mucho menos importante que el investigador los reporte a que señale con precisión el sitio donde se hizo con ellos.” Por eso el pescador señala aquí, con precisión, el sitio donde se hizo con todos sus tesoros, el lugar de la tierra, "τόπος". Aunque no desvela su nombre ni escribe las coordenadas sino el lugar en el mapa de su vida caminadora. Benjamin indagó en la vida como un mapa. La vida dentro de una geografía. La vida dentro de los territorios que pisamos, los caminos que transitamos y cuánto, porqué, cómo, cuándo fue. Caminos que al final se convirtieron en sendas de tanto recorrerlos durante años, otros perdidos en la maleza, algunos de los que nos salimos para ir por otros lugares, otros pendientes de tocar, soñados. La vida como esos lugares, los viajes hacia ellos, nuestro atlas. Esa "topo-grafía" se mantiene en la memoria. Incluso cuando nos perdemos dibujamos un plano de ese nuevo territorio que quizá no cruce ningún puente de Königsberg. En su mapa hay muchos ríos con y sin puentes. Está lleno de agua y muchas veces va caminando por dentro, pero hasta esos caminos trazados por el fondo se graban en el cerebro y los recuerda con la nitidez de una senda abierta en una pradera. Este domingo vuelve a algunos de ellos. Regresa al mapa para seguir dibujando detalles y líneas, colores y texturas, nombre de lugares. Y siente lo mismo que cuando abría de niño un gran atlas y pasaba el dedo deseando estar ahí. 

Hoy pasa de memoria el dedo por ese mapa y cuenta los días para estar allí de nuevo. 


lunes

PUENTES



Los billetes de euro están llenos de puentes porque simbolizan la unión y las posibilidades de fácil comunicación entre los pueblos de Europa. El Gran Tajo sirvió de confín muchas veces. En el 400 a.C. se comenzaba a construir la gran muralla China, Alejandro Magno conquistaba el Imperio Persa, la Atenas de Pericles florecía y el río no lo había cruzado aún ningún puente sólido. Mucho, mucho más tarde Estrabón, Plinio el Viejo, Tito Livio, Justino… se atrevieron a describir de oídas como eran los pueblos que bebían del Tajo y lo cruzaban en barca, a caballo o a nado. Roma fue quien construyó por fin docenas de puentes pequeños y grandes, funcionales, sólidos, imponentes, intrépidos, bellísimos. Facilitaron el paso, el comercio, los viajes y duraron muchos siglos hasta que los franceses durante la ocupación los volaron. Algunos luego fueron reparados y más tarde acabaron olvidados, sumergidos bajo el agua turbia de los embalses, apenas rescatados en dibujos o en fotografías. El hormigón y las carreteras de asfalto borraron su memoria, pero me han dicho que la vida del hormigón armado no supera los cien años en el mejor de los casos.  A veces, cuando hay grandes sequías, aún afloran estos puentes, sus arcos, sus pilares. Pero ya no pasa nadie. Se borraron los caminos que llevaban al agua. Las orillas del Tajo están llenas de ruinas de molinos, refugios derrumbados, puestos de barquero, pesqueras medio deshechas. Todo eso ya está bajo el agua salvo en el alto Tajo. Muchas gente vivía junto al agua y del agua. Muchas veces me encuentro esos puentes que aún aguantan en los más pequeños de sus afluentes y cuando los utilizo para cruzar un río imagino a quienes los diseñaron e hicieron, cómo era aquel tiempo y el valor de poder cruzar seco y con facilidad cuando el río venía alto y frío, cuando los caminos se hacía a pie y no había más luz que la lumbre.
Hay barbos grandes merodeando bajo los pilares del puente, cientos de coccinélidos aguardando a calentarse para volar, almendros abandonados llenos de flores y por fin nubes. 


viernes

PRIVILEGIO



Me gustan los animales esquivos como el lince, la cigüeña negra o la nutria. Cuando los he tenido como compañeros de río sabía que el paraje era de verdad salvaje y pocos humanos andaban cerca. El pescador sigiloso se encuentra con mucha fauna en sus nomadeos por las aguas. Durante muchos años tuve de vecino de río a un “gran duque” enorme que salía de su agujero en la roca y me pasaba volando a menos de un metro del sombrero, a un águila real que año tras año tuvo su pollada con orgullo sin importarle el pescador que lanzaba en su poza el señuelo, una cigüeña negra que sacaba con éxito cuatro cigüeñinos todas las temporadas en un nido a dos metros del agua y a una diminuta comadreja a la que sorprendí algunas tardes espiándome curiosa sobre el paredón de un molino derruido. Es también muy frecuente sorprender a jabalíes y corzos, zorros y tejones, azores cazando, garzas, ánades y todo tipo de fauma menuda amante del agua como el mirlo de agua o el martín pescador.

No humanizo los bichos, aborrezco al señor Disney y a toda su parentela de “animales-persona”. Si acaso me quedo con Samaniego o con Kipling que, otorgando carácter humano a las bestias, entendían su ética y su estética. Tampoco me parecen más simpáticos o humanizables los mamíferos que los insectos, me merece igual cuidado una golondrina que una garrapata, admiro por igual la belleza de un corzo que la de una anodina polilla o un abejorro negro. Puedo matar de un manotazo un mosquito que me está picando o devoro con gusto un conejo salvaje al ajilllo, pero me interesan ambos igual que el elegante león del documental o el bellísimo orangután de Borneo. Es cierto que hay animales numerosísimos cuya extinción nos parece dificil y otros, en cambio, ya están condenados a desaparecer aunque queden un puñado de ellos aún libres, Pero unos y otros son igual de admirables y maravillosos a los ojos de una biólogo aficionado o de un niño curioso. Claro que a veces ocurre lo contrario. La paloma migratoria americana nublaba el cielo en bandos compuestos por millones de individuos y el bisonte, en cambio, parecía que se extinguiría sin remedio. Hoy la paloma migratoria no existe y las poblaciones de bisontes gozan de buena salud. De la extinción de la paloma migratoria y de la recuperación del bisonte americano los únicos responsables somos nosotros. A los ojos de cualquier biólogo la única amenaza planetaria, la única plaga isidiosa es la de los sapiens, somos de lo peor para el resto de especies.


Pero no quiero irme lejos... Estaba con el lince, la cigüeña negra y la nutria. Sobre todo la nutria que me ha acompañado siempre en los ríos que más he querido durante toda mi vida. Las he visto desde niño retozar, jugar, pescar peces, comer con delectación cangrejos, nadar, chillar, pelearse y observar a aquel tipo intruso metido en sus aguas. Muchas veces se asustaron y desaparecieron de mi vista en un segundo bajo el agua. Otras en cambio se acercaron más o menos curiosas, más o menos prudentes. Vivir estos instantes es un privilegio. Hemos conseguido entonces ser "el hombre invisible". Sabemos que estamos pescando aguas limpias, paisajes salvajes, lugares poco transitados que los sapiens han respetado por olvido o ignorancia o desidia, muy pocas veces por conciencia conservacionista. También estos instantes nos dicen que tal vez no seamos buenos pescadores pero al menos somos sigilosos, alborotamos poco, tenemos cuidado en confundirnos con el entorno y ser un bicho más.

El sábado no estaba con mi hijo el pescador, se quedó en Madrid porque tenía obligaciones, exámenes, cosas que estudiar, inquietudes juveniles. Eran las nueve de la mañana y supongo que con la visera, las gafas polarizadas y metido en el agua y la hierba hasta la cintura yo era para la nutria “poco humano”, un animalejo bien raro. Ella siguió su camino, chillando su monólogo matutino y yo seguí el mío tras los peces. El paraje era bellísimo, cantaban las perdices, me ladraron dos corzos, pasaba arriba y abajo mi querido martín, tuve reunión de galápagos y me pelee con unos cuantos barbos.

Gracias doña nutria, gracias don barbo -  que diría Samaniego.