jueves

DOMA


(Pintura de Travis J. Sylvester)

Marcha uno con su carga de añoranza, los problemas, las incertidumbres, todas las batallas perdidas, tantos naufragios y en la carretera aún no se atisba el amanecer. Preparó ayer las cajas de moscas, su caña preferida, poca ropa, la gorra vieja y ese verso de Claudio Rodríguez que a veces ata, invisible, al sedal de la vida: “y aún ahora que estamos en derrota, nunca en doma”. Los kilómetros pasan, se siente como volando sobre la luz de los faros hasta ver el hilo rosa de este último amanecer de mayo.
Tras varias horas de viaje, anda ahora por el carril y luego por la senda medio perdida que llega hasta el torrente con el día ya amanecido, aún fresco. Baja caminando hasta el Charco Negro y allí se sienta, sobre la piedra de siempre, los pies metidos en el agua, sin vadeador ya. Ata el pequeño pardón y comienza.
A veces se preguntaba que tenía ser pescador, porqué le gustaba tanto pescar. Ya no. Hace muchos años que comprendió la respuesta.

Hoy siente, como tantas otras veces, que el agua le protege, que el río, con buen caudal aún, le cuida, que las piedras redondas y suaves, la arena de las orillas, los helechos altos, esos sauces viejos que extienden sus raíces bajo el agua no son el decorado de su vida sino la vida en sí, la forma precisa y diversa que toma el tiempo, ese tiempo que de verdad importa y le hace sentirse bien, fuerte, libre, nunca cansado.

Ha tocado la piel de cinco truchas, de dos barbos medianos, de una boga rebelde y un cachuelo hermoso. Acaricia la piel iridiscente de la última. Cuando la deja en el agua, fuera ya de la secadera, le gusta sentir el último rabotazo rabioso de la trucha antes de volver a su rincón de agua a esconderse por un rato.

Ni teléfono, ni reloj, ni prisa. En ese valle estrecho hasta el aire está limpio de las radiaciones invisibles de la tecnología. Le ha costado desprenderse de todo eso. A veces, cuando baja allí a pescar con sus hermanos, llevan los walkis y bromean con peces y con bolos, no estorban entonces las palabras y las risas. Otras veces, cuando baja con su hijo pescador, se siente un hombre feliz sin más, un hombre afortunado de compartir el lugar y el tiempo con ese chiquillo inquieto y le da igual tocar o no tocar alguna trucha.

Pero hoy, muchos días, baja solo. Muchos días durante muchos años bajó solo a ese río, siempre tan conocido, siempre tan distinto. Si, “nunca en doma”. Los pescadores son tipos resistentes, incansables, constantes, testarudos, arrogantes, pero no por conseguir un objetivo que se materializa en un número determinado de truchas sino otra razón secreta  e incógnita para quién no es pescador

No pesan las horas, ni el cansancio, ni el calor del día. Cuando llega a la fuente se sienta, bebe con deseo y come deprisa el bocadillo de jamón con tomate que preparó de madrugada para seguir pescado cuanto antes. Le gusta mucho sentir los pies mojados, el agua fría, la sensación de una libertad tan fácil de tocar en la superficie rota de la corriente. En Mayo esta tierra explota y la vida salvaje se lleva todo por delante. No hay añoranza, ni problemas, ni incertidumbres, ni naufragios.

El pescador vadea con cuidado con todos los instintos y sentidos en guardia.  Cruza por allí porque le gusta pisar la playa limpia del charco del Águila y hacer algunos lances desde ese lugar con una ninfa gorda, roja y negra. Recuerda las truchas glotonas que a veces han caído en su engaño.

¿Cuánta vida nos queda?, ¿cuántos años? ¿y qué importa?.


lunes

ENEMIGOS

Flow gently, sweet Afton, among thy green braes,
Flow gently, I`ll sing thee a song in thy praise.
My Mary`s asleep by thy murmuring stream,
Flow gently, sweet Afton,  disturb ot her dream.

- Robert Burns (1759-1796)-

Muchos años antes habían sido rivales a pie de río, se perseguían y espiaban entre las sombras de los sauces, en las umbrías llenas de helechos, en los recodos del torrente. En ocasiones se hacían los encontradizos en las grandes pozas para observarse, cada uno con su propia arma, su propia estrategia, su propio sentido de la vida. El uno pescaba con una preciosa caña de bambú refundido de tres tramos color caramelo, el otro con otra soberbia caña de bambú negro de cinco metros, de una sola pieza.

Aquella rivalidad existió siempre y solo se rompió cuando el joven pescador a mosca consiguió una beca de la Junta de Ampliación de Estudios para ir a doctorarse a París. Pero se mantuvo cuando regresó aunque entonces él viviera en Madrid y sólo se vieran algunos días del año. Nadie sabía en el pueblo quién cogía más y más grandes truchas pero cada uno de ellos siempre pensó que era el otro el vencedor. Cuando, de forma ocasional, se encontraban de frente el uno con el otro en una vereda se saludaban con cortesía y se preguntaban, sin esperar respuesta, por su mutua fortuna. Ambos se tenían una feroz antipatía, no solo por que el uno fuera socialista de Azaña y el otro de Gil Robles, no porque el padre de uno fuera arriero y el otro hijo de rentista sino por el opuesto engaño que cada uno utilizaba para pescar truchas: la fina lombriz de anillo contra la mosca leonesa, el temblor del tacto contra la levedad de una posada precisa.

Al poco la guerra llegó a todos los rincones, incluso a aquel pueblo rodeado de torrentes y el pescador de mosca tuvo que huir a Madrid donde trabajó en la emisora Transradio con su amigo Barea, leyendo por el micrófono historias de nutrias y libélulas, ríos en paz y truchas sabias, mientras sonaban las bombas cerca. Era su forma de hacer la revolución. En el pueblo, el pescador de cebo supo que habían entrado en la casa de su enemigo y que habían quemado sus libros y sus ropas en la plaza, así que cuando la recorrió en la penumbra lechosa de ese amanecer de marzo del 38 no se sorprendió del desastre, ni de los libros rotos por el suelo, pero le llamó la atención que aquel objeto protegido en su funda de tela roja, permaneciera intacto colgado de la percha del dormitorio destrozado como una bandera arriada.

Y pasó mucho tiempo, también para las gargantas y los ríos. La vida del uno fluyó plácida como el Tietar en Julio y desencantada por tanto asesino convertido de autoridad respetable, pero él siguió fiel a su tradición y a su caña larga, aunque fue cambiando el ansia de la cantidad por la pasión reposada del tamaño y después esa pasión por el amor simple hacia un río que conocía de memoria. La vida del otro fluyó como un torrente por Londres, Moscú, San Francisco, Costa Rica…desencantado ya por tanto crimen en nombre de la justicia, pero también fiel a sus ideas y a la pesca a mosca con caña de bambú y fue cambiando la tensión de la prisa por la pasión del lance perfecto y después esa perfección por la certeza de que los ríos ya no pertenecían a los hombres.

El pescador de cebo supo del regreso en los años setenta de su enemigo. Ambos competían de nuevo en la política así que no les fue difícil concertar una cita antes de las elecciones en el café Lyon, que ahora ya no existe. No hablaron demasiado. Cuando pasan cuarenta años y hay tanto que decirse solo se puede hablar de lo importante. -Pican las truchas-. Preguntó el viejo pescador de mosca. –Pican-. Le respondió el viejo pescador de cebo mientras dejaba sobre la mesa la deshilachada funda de franela roja. Las manos del otro desataron con algo de torpeza el nudo antes de sacar con delicadeza su antigua caña de bambú refundido de tres tramos como recién salida las manos del artesano. -Ya sabes que no sé usarla, pero hace años la envié a un taller de Asturias para que las restauraran, fue lo único que pude salvar-. Afirmó el pescador de cebo. Y su enemigo recordó el olor de Ilsa, la muchacha irlandesa que conoció junto al Sena y le acompañó luego a aquel Madrid sitiado donde murió. Recordó por un instante su voz recitando unos versos antiguos de Robert Burns, el olor de su piel, de su risa y de su propia sorpresa reflejada en los ojos azules de la muchacha, como el río Tietar en Abril un día de tormenta, cuando dijo:–Mi padre hace cañas en Irlanda y este es su regalo de bodas-.

Yo los vi años después, mano a mano, rivales siempre, allí donde el torrente se ensancha. Seguían sin hablarse demasiado. Ahora que no están. Mientras espero a que escampe la lluvia, al mirar la funda de tela con la caña que me regaló mi abuelo Teo, el pescador a mosca, he recordado toda esta esta historia que me contó su amigo Helio, el pescador de cebo.




HONDO



He bajado a ese recodo hondo del río. Entonces, sin haber convocado esos recuerdos en muchos años, vuelvo a aquella tarde en la que descubrí cómo suena el agua rozando la orilla y las piedras escondidas en lo más hondo.

—Te debo una, Olga.
—Estamos en paz si me enseñas a pescar. Mi padre no quiere enseñarme porque dice que soy una niña.

Yo cumplí con mi parte y comencé a bajar al río con Olga con la difícil misión de enseñarle los secretos de la pesca, una ciencia de la que yo, con doce años, tampoco entendía demasiado.

Dejaré que pasen siete años desde entonces. Estamos en junio, dentro de unos meses ella se irá lejos, a un pueblo del norte donde su padre ganará más dinero. Pasarán otros siete años hasta que nos volvamos a ver en Nueva York pero en ese momento no lo sabemos. La arena está caliente y el agua del río tiene un color verdoso. Tenemos dos cañas tendidas a fondo y no hemos pescado nada en toda la tarde. Suena en el casete una de Pink Floid. El sol ya no quema y estamos desnudos, cubiertos solo por unos sombreros de paja para poder mirar las cañas sin deslumbrarnos. ella tiene el pelo muy corto, los pechos grandes, los ojos orientales y la piel muy morena. Con los ojos entrecerrados le cuento el momento en que me enamoré de ella. Se ríe.
—Así que te enamoraste de mi puntería con el tirachinas.
—No, también me gustaba tu olor.
Una de las cañas se balancea unos segundos y después el hilo se destensa, me voy a levantar para clavar el pez pero ella se ha sentado sobre mí.
—Deja que se escape  —susurra en mi oído.
Pongo mis manos en sus tetas calientes de sol.
—Y yo te enseñé a pescar, ahora estamos en paz.
Recuerdo el sabor dulce y tibio de sus pliegues, su mirada de almendra y el placer veloz entre los dos cuerpos el instante antes de escuchar como se partía la vieja caña de bambú donde un pez, sin duda grande, había picado. Luego el sisear del hilo que seguía saliendo del carrete a pesar de tener el freno muy ajustado.
—Deja que se escape  —volvió a repetir ella.
Y sentí que me corría a la misma velocidad con que huía el pez, el hilo se tensó al llegar al final y sonó igual que una cuerda de guitarra antes de partirse, como el gemido de su garganta que me llenaba la boca.

Estuvimos así mucho tiempo, el uno sobre el otro, escuchando nuestras respiraciones y los latidos fuertes hasta que el sol nos dejó en penumbra y los mosquitos comenzaron a comernos. 

Desde entonces sé cómo suena el río desde abajo. Conozco el rumor imperceptible que hace, deslizándose despacio por la orilla, acariciando las piedras de lo más hondo. Treinta años después. Imposible olvidarlo.


jueves

RIDÍCULO



Hablo de todo esto con mi hijo. No tiene buena prensa "ser pescador" en su colegio.

También yo me encuentro con gente que considera la pesca una actividad ridícula: enganchar pececitos con un palo, un hilo y un anzuelo para luego soltarlos. Suelen ser personas que orientan su vida hacia todo lo “productivo”, hacen cosas “de utilidad”, con “provecho material”, sean amigos, deportes o lecturas. Les importa hacer contactos, tener una buena agenda, estar en la tendencia. La cultura del logro social y económico frente a la cultura del logro personal e íntimo, tan poco de moda.
No es más ridículo pescar que jugar al golf o al futbol, pero en la soledad del río no se hacen negocios ni se siente uno masa fanática.

Hace miles de años fuimos pescadores y cazadores. A algunos se nos quedó el gen resistente, el residuo, la memoria ancestral de todo aquello y nos sentimos bien aquí, metidos en el río, en la soledad de esta mañana, imaginando donde estará la gran trucha negra que se suele esconder entre las raíces hundidas del sauce viejo.
Otros, más modernos, más evolucionados, le dan a la pelotita con un palo para meterla en sucesivos agujeros en la hierba o ven en la televisión como veintidós tíos intentan empujar con el pie a una pelota grande contra dos sacaderas cuadradas clavadas en el suelo.

Aunque lo que es de verdad ridículo es empujar el progreso hasta agotar el mundo, lo ridículo es ser el responsable de usuras y crisis globales que conducen al hambre, la pobreza y la amargura a miles de personas, lo ridículo de veras es ocupar todo tu tiempo en lograr más dinero o más poder. Ya no es tiempo de seguir creciendo sino de ir decreciendo. El progreso es otra cosa. Más pronto que tarde Gaia se va a enfadar y seremos entonces una especie extinta, unos fósiles enterrados entre chatarra y deshechos, ridículos.

He visto a la trucha negra salir de su refugio. Lanzo el trico por encima. Olvido el ruido de las palabras. El pescador que fuimos desde hace miles de años se despierta.

PALABRAS


(Pintura de Diane Michelin)


A veces pesco con las palabras.
Anzuelo, sedal, río, caña, garganta, ninfa, efémera, hondo, rasera.
Intento escribir ligero y pescar ahora con casi nada después de años de barroquismos y chalecos de mil bolsillos atiborrados de cajas, hilos y chismes.

Las palabras también pescan al nombrar secretos, recodos, recuerdos, sensaciones.
Intento, como me enseñó Eduardo Galeano, utilizar sólo las palabras más vivas, las más imprescindibles. Casi siempre voy al río sólo con una caña y una caja pequeña con dos docenas de moscas y de ninfas. Poco más.

A veces pesco con las palabras y con el silencio. Las lanzo a la corriente y se hunden despacio o flotan sin romper la superficie. El lenguaje de los pescadores es oscuro para los ajenos. Dicen que los inuit tienen docenas de palabras para nombrar el hielo. También nosotros tenemos docenas de palabras para nombrar el agua. Dicen los filósofos que sólo existe lo que se nombra.

Y el hijo pescador tan lejos.

martes

MAYO



Muchos les tientan con cebo, caña boloñesa y veleta, pero no hay mayor placer que bajar a este lugar perdido con una ocho pies, seda del tres, ninfita anaranjada, sanjuán rojo, gusarapín fluorescente... montados en anzuelos del doce o el catorce, sin muerte, carrete sencillo y sin freno y sentir ese arranque brutal e imparable.

Suben por el pequeño arroyo, como salmones, miles de barbos. Les tiento con pequeñas ninfas o alguna seca y en cuanto sienten la trampa me sacan los treinta metros de línea. Lleva tiempo cansarles y acercarles hasta la sacadera. Hermosos barbos de uno, dos, tres kilos.

Me gusta este recodo solitario entre piedras rugosas lavadas por siglos de lluvias y crecidas. Apenas tengo tiempo entre lance y picada. He llegado el día mágico en el que aún no están ciegos de celo y atienden a una larva brillante y torpe que pasa por delante. Veinte, veinticinco llegaron a mis manos. Tengo el brazo cansado de las luchas, pero es difícil dejar este momento, es muy difícil decir “ya está bien por hoy” porque no se repetirá un día así hasta el año que viene. Son días de ebriedad, no hay momento de descanso. Pero entonces, a media mañana, el pescador se sienta a la sombra, en un pequeño abrigo rocoso en el que hay hasta pinturas rupestres, huele a hierbabuena, a tomillo a espliegos, contempla la manada interminable de barbos subiendo, el brillo intenso del sol en las corrientes, todo este verdor, la perfección de la vida, las voces de los cucos, las perdices, las abejas, los chapoteos de los peces y uno allí, quieto unos minutos, saboreando a conciencia el día antes de seguir.

Y así, año tras año, guardo en mi memoria todo estos instantes vividos aquí, en este recodo del río, rodeado de los colores de mayo. He vivido tormentas equinocciales, días de frío, días de calor furioso y en todos, los barbos subiendo la corriente se dignaban a que yo luchase un rato con ellos para luego seguir nadando siempre hacia arriba.

Y el pescador, ya no sabe si sigue nadando en su vida corriente arriba, hacia aguas más puras, o se ha dejado vencer y se deja llevar corriente abajo hacia pozos profundos. No sabe si este rincón imponente y tan frágil del mundo seguirá como ahora o será solo un sueño. No entiende que buscan los hombres dentro de su avaricia cuando el sol nos regala todo sin precio.




miércoles

MOSQUEANDO



Crecemos y dejamos por algún desván de la memoria los tiempos en los que sabíamos hacer tantas cosas con las manos..

Muchos pescadores arrinconamos el cuerpo sobre una silla, un teclado, una pantalla dedicados a cualquier oficio en el que sólo trabajan las neuronas. Tristes trabajos estos, por mucho que estén social o económicamente prestigiados. Algo se va muriendo en nuestra alma por inmovilizar al salvaje que somos con las cadenas de la rutina y el sedentarismo por mucho que algunos quieran engañarle con gimnasias y magnesias.

Por eso el entusiasmo, la pasión y la locura de salir al río como cuando niños hacíamos novillos. E idéntica pasión ponemos en aprender a hacer, de nuevo, con las manos, nuestros propios señuelos diminutos. Recuperamos la magia del hacer, esos objetos preciosos que sólo otro pescador podrá admirar, envidiar y desear cuando los vea alineados, como soldaditos de plomo de otro tiempo, en una caja bien surtita de ninfas y de moscas que logramos hacer nosotros solos, tras horas y horas ante el torno, las hiladuras, los anzuelos, artesanos de nuevo, de nuevo niños, de nuevo pescadores ancestrales preparando las armas del oficio con pericia.

Es también otro veneno, droga, elixir maravilloso, aprender a montar las propias moscas, observar el infinito mundo de los bichos, imitar de forma realista, impresionista o fantásticas unos seres vivos que son el alimento de las truchas y de nuestra imaginación. Las manos, el cuerpo, el salvaje que somos, lo agradecen.

Quien es pescador y crea sus moscas sigue siendo aún más hombre que robot, más artista que burócrata, más libre y menos esclavo del progreso y sus mentiras.

martes

CLACK



En ese instante todo el espacio-tiempo se concentra. La energía que mueve el mundo sale del agua, corre a la velocidad de la luz por el sedal, llega a la caña, a tu mano, tu brazo y tu cerebro. La trucha ha mordido la mosca, la ninfa, el señuelo y tú has clavado a tiempo.

A veces, en un día entero de pesca, uno vive sólo unos segundos ese instante y al pescador ya le compensa todo el derroche de tiempo, energía, vida, paciencia, sueño. Otras veces en cada recodo, postura, hueco, sombra, remolino en el que cae el señuelo aparece el pez para besar, probar, picar, mover, rechazar o clavarse en nuestro anzuelo.

Pero hay otro instante en el que todo el espacio-tiempo se expande y la energía que mueve el mundo se va por un agujero negro, es cuando el sedal, siempre demasiado fino, hace clack. Pero no es el sedal el que falló, siempre fallamos nosotros y nos da rabia el truchón huido con el piercing en el labio y nuestra torpeza al tensar un poco más, al mover la mano, no haber visto la piedra afilada, la rama sumergida, al fuerza del pez al tomar la corriente.

Entre el segundo luminoso y el oscuro vive el pescador, asumiendo que en la vida siempre hay sorpresas y rupturas.

lunes

YEMEN



Él, con un trozo de seda dorada que encuentra en la casa de ella, le fabrica una mosca de salmón. Bello regalo porque la armonía, los colores, la forma, la belleza de una mosca salmonera dicen mucho de quién la diseñó y la hizo.

En la película quieren inventar un río con vida en un desierto. Aquí, con mucha frecuencia, lo que quieren es lo contrario, destruir un río con presas y basura.

Merece la pena la fábula y esa escena de un duelo al estilo wester entre un tipo armado con una pistola y uno pescador “armado” con una caña de mosca…

… Y muchos guiños que sólo los pescadores van a entender y sonreír…

miércoles

ELMER


(Dibujo de Peter Strid)

En el río de nuestra vida, el río en el que mis hermanos y yo llevamos pescando más de treinta y cinco años, por el que han pasado cuatro generaciones ya de pescadores de la familia, solemos poner nombre a las grandes truchas: Sombra, Cabezona, Elmer, Negra… Hace dos días mi hermano cogió por fin a Elmer, setenta centímetros de trucha común y una buena cabezota.

Me gusta Caminar por la orilla más difícil. A veces tengo que gatear entre las ramas de los sauces, vadear profundo, sentir lo fuerte y eterno que es ese paisaje y también, sin embargo, tener la certeza de su fragilidad, como todos los ríos del mundo. Ayer bajé hasta el charco del segundo molino, donde yo toqué hace años a Sombra y me descolgué aún más abajo, hasta una poza muy oscura donde vive la Negra. Las grandes piedras de la orilla son de un granito especial, rosado, muy pulido, con oquedades suaves que el agua ha hecho durante miles de años.
Me he sentado un rato en la piedra donde hace tres años hice una foto de espaldas a mi hijo el pescador, una fotografía que anda en este blog, por alguna parte. Era un día precioso de primavera, habíamos pescado desde el puente la Calva y almorzado los bocadillos sobre los canchos musgosos de la poza la Vená.

Ponemos nombres a lo salvaje, pero no para humanizar el paisaje, el agua o los seres que lo habitan sino para sentir que algo de todo eso salvaje vive en nuestro corazón y en la memoria cuando estamos lejos.