(pintura de Les Herman)
En algún momento de nuestra vida los pescadores aspiramos al pez enorme, al monstruo del río, a la trucha gorda y sabia, al barbo o al carpón más obeso del lago. Llega un momento en el que tocar cantidad es sólo un consuelo, un entretenimiento que no nos aburre pero que tampoco nos llena como antes. Pescamos entonces las pozas hondas y oscuras, las tablas grandes donde las raíces de los sauces forman buenas guaridas y cuevas, las zona de aguas broncas, de cascadas fuertes, con una gran roca en el medio, porque allí, sin duda, acecha ella y sólo ella puede aguantar la fuerza de tanta agua.
No nos andamos entonces con terminales finos ni frágiles cañitas porque sabemos, hemos sufrido alguna vez, como se las gastan esas viejas gruñonas que se las saben todas. Truchas grandes, de más se setenta centímetros, con diez o más años en sus aletas. Además son muy pocas las supervivientes de tantas sequías y de tantos lombriceros, cucharilleros o ninferos con ganas de trucha frita y foto cutre con el pez muerto y algo reseco, perdida toda la bella fotogenia cuando estaba viva y rabiosa.
El deseo de pescar una trucha grande es una fiebre, una enfermedad difícil de curar. Yo la tengo y no quiero sanarme, aunque ahora no use cañas tipo palo de escoba ni terminales a prueba de cachalotes sino equipos más bien ligeros. Este año le toco a mi hermano y todo mirábamos con envidia a aquella abuela del río entre sus manos.
Mi hijo el pescador también rebusca el truchón. Sueña con vencer a la vieja revieja que le aguarda para luchar en una poza propicia que yo me sé. Me sentaré entonces a disfrutar de esos instantes, a contemplar la pelea, repanchingado sobre la pequeña playa de grava, saboreando esa aventura que él recordará luego toda su vida. Y me dará igual quien gane la lucha.
Ganaré yo, espectador privilegiado del combate entre un joven pescador y una vieja trucha en ese lugar de paraíso.