Al hermoso rodaballo
tuve la fortuna de pescarlo esta mañana en una pequeña bahía metida en la
rompiente. Imposible viajar sin una caña y no buscar un rato para
lanzar el señuelo al agua. Las manzanas las he robado del huerto del vecino.
Parece abandonado, tiene el murete caído y sobre las pierdas rotas y
desmoronadas ha crecido ya el musgo. Tras pelar las reinetas saco con la mandolina
unas hojitas casi transparentes. Del rodaballo he cortado los filetes con el
cuchillo finlandés y he partido su carne traslúcida en tacos del tamaño de un bocado.
Siento que se
ha perdido el placer de contemplar. Sin sentir el tiempo. Sin esperar nada.
Contemplar este mar, la forma de pequeño caracol de un ombligo, la piel rugosa
del rodaballo, la madera de abedul del mango de mi cuchillo, la resistencia
tranquila de los viejos manzanos tras el muro. Envuelvo cada dado de pescado,
tras salpicar de sal y de pimienta, con dos o tres lonchas de reineta que he
mantenido en agua con zumo de limón para que no se oxiden. Sujeto los pequeños
paquetes con un palillo y los horneo a fuego fuerte cinco minutos.
Me gusta mirar
el Sauternes al trasluz cuando el día está a ratos cubierto y a ratos el sol rompe las
nubes. Cerrar luego los ojos. Oler su perfume extraño. La boca recuerda. Tardo un
poco en tragar. Descubro que en los dados de pescado está encerrado el mar y el
otoño. El mordisco es consistente pero las fibras del pez se deshacen muy
rápido. Casi me da pena limpiar con el vino ese sabor untuoso que han sabido
guardar tan bien las hojas traslúcidas de la manzana. Vuelvo al vino. Bebo
despacio. Está frío. El corazón de cada bocado de pescado sigue caliente.
El rodaballo
me lo dio mi habilidad de pescador y el azar, las reinetas estaban allí para
cogerlas. El vino fue un obsequio de amistad guardado muchos meses. No ha costado dinero este festín, pero su precio es
alto. He tenido que pagar con muchos días. Siempre demasiados. Tal vez por eso
aprecio mucho más cada sabor. Luego he vuelto al mar con la caña de mosca para
lanzar sobre la espuma. Tal vez burlar una lubina. Tras hacer el nudo me quedo
mucho rato mirando la rompiente. La tarde no se acaba. No tengo prisa. Me demoro en ponerme en pie y sacar línea. No
quiero perder nunca el placer de contemplar.
El mar es maravilloso, entrega fruto sin pedir nada a cambio, solo hay que saber aprovecharlo y respetarlo,
ResponderEliminarsaludos
Y tanto, el mar es el padre, o la madre de todo.
EliminarGracias Mario.