Levedad. Nada pesa. La seda vuela lejos y el escarabajo azul se posa en el recodo, luego la brisa lo empuja y parece que camina sobre el río. Tampoco al pescador le pesa el cuerpo metido en el agua por encima de la cintura. El riachuelo esta muy agostado, tienen un caudal escuálido, le sangran los riegos excesivos más que el mordisco natural de agosto. Manadas de barbos vaguean por la orilla. Sólo de cuando en cuando alguno parece despertar y salta fuera del agua tras algún bicho o por nada. El calor se va suavizando. Atardece. Una brisa fresca baja de la montaña y empuja la bolsa flácida de aire caliente fuera del cañón desatascando el barranco de verano. El pescador lanza de nuevo el escarabajo azul cerca de las piedras de la orilla más profunda. El agua apenas está un poco más fresca que su cuerpo. Hace solo unos meses las riberas estaban frondosas de flores y las nutrias se paseaban delante de su caña. Hoy está todo seco, como muerto. Sólo las garzas se entretienen pescado alburnos en las aguas someras de más arriba. Al final ha sido un bass mediano el que ha tomado el señuelo y ahora revolotea su enfado por la orilla. El pescador cambia de caña, ha decidido imitar a la garza. Desenfunda una de siete pies línea dos, ata una mosquita blanca diminuta y sale del agua. Camina entre las pizarras hasta las tablas someras donde cientos de alburnos de mediano tamaño saltan comiendo todo cuanto toca la película de agua. No hay lance en la que no pique uno, a veces clava a veces no. Los que salen del río no los devuelve, van cayendo detrás en una hozadera grande y muy reciente, piensa que esa noche los jabalíes cenarán pescado. Los cincuenta o sesenta alburnos desperdigados por el barro dan una triste estampa. Su voluntad de aniquilación no va a exterminarlos, la carnicería apenas es nada. Tampoco su ética de pescador se resiente. Ha visto en primavera como los rápidos alburnos acaban en unos segundos con los nidos llenos de huevos de los barbos. Él ha tomado partido por los barbos, partido hasta mancharse. Apenas se aleja unos metros de la masacre cuando una cigüeña negra sale de no sé dónde y aterriza en el barro dispuesta a aprovechar el fácil manjar. El pescador no lleva esta vez la cámara para hacer una estupenda foto de esta rara cigüeña amiga o descarada o muy hambrienta que se ha posado a menos de diez metros de su rastro y comienza a dar cuenta de los peces. Al pescador le parece que ese arroyo tiene algo de mágico edén en el que los animales no temen al hombre. Si cualquier día se ponen a hablar no le va a sorprender.
Anochece muy
rápido. De vuelta al coche, por la senda que corre paralela al río, descubre un
pequeño almendro lleno de frutos en su punto y le arranca algunos. Saca las
semillas con una piedra y mastica las tiernas y aromáticas almendras un
segundo. Al segundo siguiente las escupe, son amargas. Se ríe. Piensa que el
paraíso a veces da frutos venenosos, no es perfecto, pero nada le daña hoy. Hace
fresco por fin. Se acerca una tormenta. Levedad. Nada
pesa. Ni siquiera el fracaso.
Lástima que aunque lo intentásemos todos no podríamos detener la invasión de esos malditos pececillos. Aunque quizá si nos echasen una mano los mismos que se cargan a los barbos y llenan las orillas de mierda... Los alburnos a la parrilla no tienen que diferir demasiado de las sardinas, y estando tan lejos del mar no me parece una idea descabellada.
ResponderEliminarMe llevaré algunos la próxima vez. La ley exige que no se devuelvan al agua, aunque mi saña es por otro motivo.
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