Ha bajado al
Tiétar con la caña más potente que tiene, una diez pies línea ocho. Ha cargado la
seda de hundimiento más rápido y los moscorros para pescar tiburones.
¿Qué novela
hay detrás de cada pescador?, ¿Qué historia personal y qué desván de memoria
llevan al río en los bolsillos de sus chalecos? Somos por lo general silenciosos
en estas tierra, no como los yankis o los franceses o los ingleses adictos
desde niños a escribir diarios y de viejos a los libros de memorias. Aquí pocos escriben
de sus días de río, muy pocos cuentan lo que les empuja hasta el agua y porqué y
hacia dónde. Tampoco él, perezoso y vago para emprender cualquier cosa. Tuvo
que ser el hijo pescador quién le empujase. Siente desde entonces la obligación íntima de
mostrar y explicar la necesidad de tocar el río y sus peces. Tal vez porque le hubiera gustado tener un diario así de su padre.
Quizá porque sabe muy bien que la memoria se deshace pero no las palabras
escritas. Hoy lo único que lamenta es
no haber comenzado muchos años antes.
El día está
frío. Por allí abajo, en lo hondo de ese recodo estrecho, andarán los nuevos bárbaros del
norte, los invasores que algún estúpido, irresponsable o iluso trajo de otro lugar para jugar
a ser Darwin y cambiar la evolución biológica de este rincón del mundo. Un gran desastre. Ha dudado mucho si bajar
o no a pescarlos. Si los ignora seguirán ahí y en nada cambiará su
proliferación el no pescarlos. Si los pesca es como si justificase y propiciase
su presencia. Tampoco va a cambiar mucho su población porque enganche alguno y le
deje muerto por la orilla para que merienden los zorros y los milanos. Pero ahí está, lanzando todo lo lejos que le da su
habilidad el señuelo de colores, esperando a que se hunda, recogiendo a tirones
y esperando. Lo único asombroso que tienen los siluros es su peso y su apariencia
de sapos monstruosos porque su pelea es sosa y torpe, nada que ver con el
musculoso barbo o la furiosa trucha.
El pescador
descubre, casi divertido, que es la primera vez que no le preocupa clavar un
pez o no. Se sorprende pensando que ha bajado al recodo sobre todo a lanzar, a
cansar los brazos, a enredar con las sedas y los señuelos, a estar en el río
simulando pescar, más o menos.
Hasta que siente el tirón, el pulso, la tensión de la línea, la comba de
la caña. Todo dura dos o tres segundos, tal vez cuatro, luego el pez se
suelta. Durante toda la tarde no tendrá de nuevo otra picada. Con los brazos cansados vuelve a subir por la orilla arenosa saboreando el paseo. Sorprende a un zorro por el
camino. Ve pasar las grullas hacia el sur en formación perfecta, altísimas. En
la novela de hoy no pasó nada, no hubo pez, ni anécdota, ni voz. Bajó solo al
río y sólo queda de la tarde lo que aquí está escrito.
Me hierve la sangre cada vez que leo sobre las atrocidades que se cometen contra nuestros ríos y sus habitantes. Por lo menos queda el consuelo de poder hacerlo en tu diario, compañero. Ojalá hubieras empezado antes, si, pero más deseable todavía es que tengas muchos más años por delante
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