No hay nadie en el río. Es un día de diario, laboral, de
obediencias y rutinas. Aquí en el agua sólo los animales siguen en la fiesta de
la vida, aunque sea arriesgado, haya peligro, frío, poca comida, un depredador,
un azar. Sacas la seda con cuidado, atas una “irresistible”, intuyes al pez. El
cielo no se tomaba por asalto porque no hay ningún cielo, salvo para los
creyentes en los monoteísmos milenaristas, y el infierno siempre fueron los
otros y también aquel fracaso de futuro que nadie de los de abajo había
inventado. Aquel desastre, este, el realismo capitalista.
Hay días que te abandona el entusiasmo. Lo mejor entonces es
caminar a favor o en contra de la brisa, al amanecer, buscando la orilla, un
hueco entre la maleza para llegar al agua, meterte en ella, dejar en tierra la
derrota, el desastre y sus tristezas. En mi vida vi tanto “entusiasmo e
inteligencia”, tan clara la mezcla de placer, celebración, lucidez, rabia y
deber ciudadano. Un deber ácrata, horizontal, espontáneo y autogestionado. Por un
tiempo soñabas que estábamos viviendo los comienzos de “la Comuna de Madrid”.
Podemos surgió de aquello porque a los menores de 30 se les estaba negando el
futuro y a los mayores de 30 se les amenazaba en silencio con la ruina y la
incertidumbre. Nada ha cambiado de aquello, salvo alguna nueva forma de
costumbre. Tras el sangriento y el exilio de tantos en el 1871, Willian Morris
se negó a calificar la Comuna de París como un fracaso, para él era un lugar
donde partieron los “peregrinos de la esperanza”. Y por ahí siguen los
peregrinos de la esperanza de aquellos días del 2011.
Sales del río y vas más lejos. Necesitas caminar con horizonte así
que has elegido aquel embalse en el que se va hundiendo de nuevo nuestro
dolmen. Caminas rápido, como con prisa, aunque no tengas ninguna. Siempre fue
para ti un placer caminar a este ritmo hacia ninguna parte. Luego, ya lejos,
caminas al acecho, muy despacio, con lentitud de garza. Wittgenstein, antes de
enfangarse en su maravilloso “Tractatus”,
proyectó un “diccionario para las
escuelas primarias” decía eso de:
“nómbrame las tres mil palabras que usas en tu vida corriente y te diré quién
eres”. Imaginaba que si dejamos de usar determinadas palabras que nos
venden y que usamos como si fueran nuestras y nos atrevemos a utilizar otras el
mundo cambia, no sólo el de las voces, también el que tenemos por delante y nos
rodea, limita y enmudece. Junto al agua mis palabras son otras. Siempre lo
fueron. También otro el entusiasmo, que no depende del logro o su salario, ni
del reconocimiento o lo que puedo comprar o vender con mi trabajo. Un
entusiasmo pueril que depende tan sólo de un pez frágil que luego se va, que
solo he tocado unos segundos para entender la maravilla y su sentido. De vuelta a la ciudad quisieras mantener en ella esas tres mil
palabras que viven junto al río y nombrar de nuevo las tres mil que se decían
entonces por las calles, hace ya ocho años, ajenas al posibilismo, el
trampantojo y el vacío de hoy. Esa es la lucha de mañana.
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