1956. (…) Tu padre murió de repente de un infarto pocas semanas después de que tu abandonases Corea. Te demoraste en Berlín. No querías llegar a tiempo del entierro ni ver su cuerpo inerte metido en una caja. En el cuarenta y cuatro, cuando te hirieron la segunda vez y tuvieron que operarte en América, tu padre nunca te preguntó por la guerra, sólo por los ríos que veías allí abajo, cuando cruzabas los cielos de todos los países. Te sacaron la pequeña esquirla de la espalda que se había clavado en una costilla y te recuperaste pronto. El cirujano del hospital de campaña donde te hicieron la primera cura pensaba que tenías afectado el pulmón, pero apenas pasaste una semana en el hospital y luego dos semanas en casa. Seguías teniendo mucha suerte. Tu abuelo Eliot pidió el trozo de metralla. Era muy anciano, debía de andar por los noventa años. Ya no oía nada y apenas hablaba, pero seguía teniendo una vista perfecta y unos dedos mágicos para tallar la madera y domar el metal. Hizo con la esquirla un alambre fino y fabricó diez anzuelos con ese acero templado que había salido de un fleje del trim donde dio el proyectil del cañón del 20. del Focke-Wulf que te cazó desde las tres y en picado.
Dos semanas después de haber pescado en el río Henares estáis en León. Está fallando algo del motor derecho del Beechcraft y mientras los mecánicos buscan el problema os habéis escapado con su camión al río Órbigo que era uno de los ríos marcados por Papá Hemingway en la hoja del mapa que te regaló en París. Ayer, ya de vuelta, volasteis muy bajo, apenas a dos mil pies, y aquel pequeño río te pareció tallado en cristal de Bohemia. Brillaba como si el maestro vidriero hubiera dibujado miles de estrellas juntas en la panza finísima de una copa de vino. Caminas ahora por su orilla al acecho, con lentitud y silencio. Comienza julio. Pica el sol, veintidós grados, cero viento, soledad absoluta. Bill y Dan han decidido pescar por debajo del puente Paulón. Usas como señuelo un tricóptero grande que había montado tu padre con uno de esos anzuelos especiales “de tu avión”. Las truchas suben, toman sin recelo la mosca, pelean con furia. Una, dos, tres, doce. Luego te sientas en un trozo de hierba rala a mirar un frente tormentoso que se acerca por el oeste a buen ritmo.
El avión alemán cayó sobre ti desde la izquierda. Mirabas hacia Clécy y el río Ome que pasa junto al pequeño pueblo. Había sabido cubrirse con el sol. Viste sólo algo grisáceo cruzar por encima, el estrépito del impacto, las chispas, el aire helado entrando por el boquete del fuselaje, el aguijonazo por debajo del omoplato, la vibración bestial de la palanca y la caída del morro al perder el trim. Helmer y Willy fueron a por él pero no lo alcanzaron. El piloto del Focke-Wulf había ido de caza libre y sabía muy bien cómo cazar pilotos distraidos. Hoy aquel instante de furia se ha convertido en el alma de acero una pequeña mosca que flota sobre este río del norte de España. A veces, por un segundo, sientes una punzada de dolor en la costilla y sonríes. Estás vivo, sigues volando, has descubierto un país de agua donde pensabas que sólo había tierra seca, ¿qué más quieres? Llegáis a Aeródromo de León casi al anochecer. Los mecánicos os dicen que era cosa de un filtro de la bomba de combustible. La han limpiado y ya está listo. Escuchas a uno de los mecánicos afirmar que el taller donde estáis sirvió para el mantenimiento de la Legión Cóndor. Decidís volar a Madrid aunque ya sea casi de noche. No hay luna. Desde arriba se ven las mortecinas luces de los pueblos. Casi toda la tierra está a oscuras.
Siempre habías pensado que España sería igual que Oklahoma. Un secarral invivible sin ondinas, nereidas o náyades. Lleváis casi un mes en este país y aún no se te ha pasado el asombro por tanta maravilla y belleza. A ras de tierra, en los pueblos casi medievales, las carretas mal asfaltadas y peor trazadas o en las ventas donde a veces paráis a comer algo y beber vino malo o cerveza caliente, ¡ay perdone! ¡no ha venido hoy el del hielo, señor!, es fácil tocar la miseria, el desastre, los rastros de la guerra ganada o perdida. Pero por encima de todo, a diecisiete mil pies de altura, el país es distinto. Estabas muy equivocado. Demasiadas lecturas al pie de la letra de aquel Don Quijote que también atesoraba tu abuelo. El secarral manchego, la España esteparia, el horizonte duro con sangre, sudor y polvo de los viejos poetas para ti ya no existe. Ya te lo había dicho Ernest en París mientras tomaba caviar con una cucharada sopera de una lata de un kilo y bebía Clicquot a morro en medio de habitación. ¡Chaval!, ¡si te gusta pescar no hay país más fabuloso que ese! Sabía de tu hazaña en el cielo y te avergonzaba bastante que se lo contase a todos los que celebraban la liberación de la ciudad inventándose el lance. Describiendo las maniobras de tu avión con dos cucharillas vacías mientras una mujer que se parecía a la Dietrich te sonreía con un rictus burlón. ¡Marlene este chico es un héroe! ¡encima pescador!, ¡los ríos más llenos de truchas que hay en el mundo están en España!, ¡en ese país hay miles de torrentes de agua bravas y limpias!, ¡nada que ver con estos ríos mansos de Francia! ¡si España es el país más montañoso de Europa después de Suiza! Aunque te habías leído The Sun Also Rises, no recordabas los momentos de pesca de los protagonistas en el río Irati o en el Bidasoa. Hemingway sacó de su macuto una guía, arrancó la hoja de un mapa y te fue marcando lugares y ríos de Navarra y la Rioja donde había pescado ¡cientos y cientos de truchas! Aún conservas ese papel. Todo era verdad. En cada vuelo contemplabas cientos de ríos con buena corriente llenos de afluentes, infinitos arroyos, pequeñas lagunas, manantiales y fuentes de agua cada uno con su exótico nombre de raíz árabe o celta escrito en los mapas que os ha pasado el ejercito español. No entiendes el porqué de este sangrante contraste entre el cielo feliz y la tierra baldía. La pobreza ancestral de este país con la belleza salvaje del agua que corre desde la nieve y el hielo de las sierras. Al día siguiente voláis sobre la Meseta norte y parte del Cantábrico porque esa zona está despejada de nubes. Toca fotografiar una parte de Burgos y de Santander. Durante el vuelo de vuelta has tomado nota de esa parte del Ebro que aún sta emboscado y fluye furioso. No has dejado de acordarte de los ojos de la mujer que se cruzó contigo ayer en la pista. (…)
De “España no es país para ríos” (Ensayo inédito)
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