Tocamos la Vía Láctea con la lengua y es rugosa. Bebemos la última
de las diez Woll Damm con humo de colores compartido y no sé dónde te doy
cincuenta y siete besos. Tienes mañana un viaje. Te vas. Me veo de pronto sólo
en una calle estrecha y cuesta arriba escuchando con nitidez los clic del sónar
del murciélago, un perro ronco incansable, una moto sin escape que al poco
chocó contra algún muro de las lamentaciones y un trozo de silencio con sabor a
chicle de fresa ácida me llenaba la boca. Llego a la casona de mis abuelos,
abro con la llave mágica de platino iridiado, bebo un litro de agua helada, me
como dos rosquillas, cojo la caña, el sombrero y me duermo caminando con el
piloto automático puesto, sin tropezar ni una vez, sin perder ni un paso, sin
entender aún hoy como se pueden recorrer cuatro kilómetros caminando a oscuras,
utilizando la deslumbrante luz de las estrellas de una noche muy nublada de
abril y recitando en bucle ese poema de Octavio Paz que antes me has clavado en
medio del oído con la boca muy abierta y tu voz entera dentro del ombligo.
Cuando abro los párpados estoy en la poza Ancha, sentado en medio del pedrusco
pulido en el que un día de riada había bailado una canción de Lou Reed y entendido
el miedo humano al Diluvio Universal y otros apocalipsis. Quiero pasar el sedal
por las anillas y hacer un nudo doble pero no veo nada, , sigo deslumbrado por
el recuerdo del brillo fluorescente de tu cuerpo delgado, o esa certeza de que
nunca estaré tan cerca de la piel de nadie, ni de tu voz caliente susurrando la
palabra secreta para volver allí, y que ahora no recuerdo, ni ya nunca. Tarda
en amanecer un siglo pero me siento muy seguro con el culo pegado al borde de
aquel cancho gigante lleno de líquenes y pellejos de larvas de caballito del
diablo. Creo que nunca he vuelto desde entonces a beber tanta cerveza o tanta
espuma salada del origen del mundo o con tanta sed un verso de cualquiera. Aún
sigo muy borracho cuando lanzo detrás de la última corriente, a quince metros,
el chorro cae vertical sobre lo más hondo de la poza. Dejo hundir mucho rato el
señuelo y al tensar el sedal y abrir de nuevo los ojos un monstruo de esos de
Lovecraft muerde desde el detrás del abismo y me tira de la roca, o tal vez me
he caído yo sin ayuda de la bestia. Soy buen nadador por entonces. Ni siquiera
el agua helada y el miedo me borran del todo el estado de gracia o de pedo.
Llego a la orilla en el que las raíces rojas y negras de un árbol gigante, a
medias medusa y a medias garra, beben directamente del río. Allí, medio
sentado, voy recogiendo hilo con el agua por el cuello, hasta que mil años
después o mil uno tirando de la soga, siento el gran pez ya rendido, boqueando
a un palmo de mi cara, precioso, furioso, vencido. Te juro que escuché el verso
que recitabas tú, apenas una hora antes, saliendo ahora de su garganta de
trucha derrotada:
“Encerrada en un anillo de luz
la bestia de yerba duerme con los ojos abiertos,
la luna desentierra navajas,
el agua de la sombra se ha vuelto un fuego verde.
El espejo es de piedra y la piedra ya es sombra,
hay dos ojos del color de la cólera,
un anillo de frío, un cinturón de sangre,
hay el viento que esparce los reflejos
de Alicia desmembrada en el estanque.”
Y aún lo sigue recitando cuando la libero, mientras vuelve a lo
oscuro, lenta, perezosa, segura en su olvido de pez. Salgo a la orilla, hago
fuego, sale el sol, la tierra arranca en su giro diario y apenas chirría. La
bruma del alcohol compartido se va disolviendo. Era 20 de abril y tenía 20
años. A veces intento recordar la palabra secreta para volver allí y sólo
recuerdo el puto poema de Paz.
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