martes

20 - 20


Tocamos la Vía Láctea con la lengua y es rugosa. Bebemos la última de las diez Woll Damm con humo de colores compartido y no sé dónde te doy cincuenta y siete besos. Tienes mañana un viaje. Te vas. Me veo de pronto sólo en una calle estrecha y cuesta arriba escuchando con nitidez los clic del sónar del murciélago, un perro ronco incansable, una moto sin escape que al poco chocó contra algún muro de las lamentaciones y un trozo de silencio con sabor a chicle de fresa ácida me llenaba la boca. Llego a la casona de mis abuelos, abro con la llave mágica de platino iridiado, bebo un litro de agua helada, me como dos rosquillas, cojo la caña, el sombrero y me duermo caminando con el piloto automático puesto, sin tropezar ni una vez, sin perder ni un paso, sin entender aún hoy como se pueden recorrer cuatro kilómetros caminando a oscuras, utilizando la deslumbrante luz de las estrellas de una noche muy nublada de abril y recitando en bucle ese poema de Octavio Paz que antes me has clavado en medio del oído con la boca muy abierta y tu voz entera dentro del ombligo. Cuando abro los párpados estoy en la poza Ancha, sentado en medio del pedrusco pulido en el que un día de riada había bailado una canción de Lou Reed y entendido el miedo humano al Diluvio Universal y otros apocalipsis. Quiero pasar el sedal por las anillas y hacer un nudo doble pero no veo nada, , sigo deslumbrado por el recuerdo del brillo fluorescente de tu cuerpo delgado, o esa certeza de que nunca estaré tan cerca de la piel de nadie, ni de tu voz caliente susurrando la palabra secreta para volver allí, y que ahora no recuerdo, ni ya nunca. Tarda en amanecer un siglo pero me siento muy seguro con el culo pegado al borde de aquel cancho gigante lleno de líquenes y pellejos de larvas de caballito del diablo. Creo que nunca he vuelto desde entonces a beber tanta cerveza o tanta espuma salada del origen del mundo o con tanta sed un verso de cualquiera. Aún sigo muy borracho cuando lanzo detrás de la última corriente, a quince metros, el chorro cae vertical sobre lo más hondo de la poza. Dejo hundir mucho rato el señuelo y al tensar el sedal y abrir de nuevo los ojos un monstruo de esos de Lovecraft muerde desde el detrás del abismo y me tira de la roca, o tal vez me he caído yo sin ayuda de la bestia. Soy buen nadador por entonces. Ni siquiera el agua helada y el miedo me borran del todo el estado de gracia o de pedo. Llego a la orilla en el que las raíces rojas y negras de un árbol gigante, a medias medusa y a medias garra, beben directamente del río. Allí, medio sentado, voy recogiendo hilo con el agua por el cuello, hasta que mil años después o mil uno tirando de la soga, siento el gran pez ya rendido, boqueando a un palmo de mi cara, precioso, furioso, vencido. Te juro que escuché el verso que recitabas tú, apenas una hora antes, saliendo ahora de su garganta de trucha derrotada:

“Encerrada en un anillo de luz
la bestia de yerba duerme con los ojos abiertos,
la luna desentierra navajas,
el agua de la sombra se ha vuelto un fuego verde.
El espejo es de piedra y la piedra ya es sombra,
hay dos ojos del color de la cólera,
un anillo de frío, un cinturón de sangre,
hay el viento que esparce los reflejos
de Alicia desmembrada en el estanque.”

Y aún lo sigue recitando cuando la libero, mientras vuelve a lo oscuro, lenta, perezosa, segura en su olvido de pez. Salgo a la orilla, hago fuego, sale el sol, la tierra arranca en su giro diario y apenas chirría. La bruma del alcohol compartido se va disolviendo. Era 20 de abril y tenía 20 años. A veces intento recordar la palabra secreta para volver allí y sólo recuerdo el puto poema de Paz.

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