Llegaste a la ciudad un mes después de la caída del muro. Lo primero
era pisar la Berlin Alexanderplatz que te contó Alfred Döblin y ver en un museo
el careto a Nefertiti. Después tomar una jarra de un litro de cerveza por
cincuenta pesetas en la cantina de la Universidad y vaguear por una ciudad gris
llena de Trabant y fruterías donde vendían grosellas. Habías leído a boleo a
algunos escritores alemanes sin haber comprendido aquel enorme agujero. Hermann
Hesse, Heinrich Böll, Ernst Jünger, Günter Grass, Berthold Brecht, Stefan
Zweig, Walter Benjamin... Pero el pozo estaba siempre ahí, entre sus palabras,
agazapado, muchas veces invisible. En ocasiones parece una cicatriz o un
silencio o una elipsis más o menos afortunada. Siempre enorme. La demolición
científica de Europa. El fascismo triunfante, tan aplaudido por los dueños del
dinero, arrasando las vidas, los sueños, las ficciones de tantos. Luego vencido
y superado y enterrado. O no tanto.
Junto a la tienda en la que compraste por fin las grosellas; también unos huevos, unas patatas y una cebolla con las que luego harías una triunfante tortilla de patata a tus anfitrionas alemanas -ellas hicieron un suntuoso guiso de carpa asada mechada con tocino ahumado-, había un diminuto escaparate con todo tipo de anticuados achiperres para pescadores. Pinchadas sobre un tapón de corcho había unas cuantas moscas ahogadas montadas con unos hilos más grises que la ciudad y unas plumas de becada cazada en un bosque austrohúngaro. Te llevaste todas por otras cincuenta pesetas junto a una medallita de cobre de la “Conquista de Berlín”, ¡ya chatarra bélica para turistas!, dijo el vendedor en perfecto español con acento cubano. A tu regreso te faltó tiempo para volver a leer a Herman, Stefan, Walter, Günter y al resto de brillantes derrotados. Luego, cuatro meses después, te escaparte de nuevo hacia el Ibor para probar esas moscas del triste y agotado realismo comunista.
Junto a la tienda en la que compraste por fin las grosellas; también unos huevos, unas patatas y una cebolla con las que luego harías una triunfante tortilla de patata a tus anfitrionas alemanas -ellas hicieron un suntuoso guiso de carpa asada mechada con tocino ahumado-, había un diminuto escaparate con todo tipo de anticuados achiperres para pescadores. Pinchadas sobre un tapón de corcho había unas cuantas moscas ahogadas montadas con unos hilos más grises que la ciudad y unas plumas de becada cazada en un bosque austrohúngaro. Te llevaste todas por otras cincuenta pesetas junto a una medallita de cobre de la “Conquista de Berlín”, ¡ya chatarra bélica para turistas!, dijo el vendedor en perfecto español con acento cubano. A tu regreso te faltó tiempo para volver a leer a Herman, Stefan, Walter, Günter y al resto de brillantes derrotados. Luego, cuatro meses después, te escaparte de nuevo hacia el Ibor para probar esas moscas del triste y agotado realismo comunista.
Hoy vuelves muchas veces a Benjamin y a Jünger, ¡tan opuestos!, y mucho
menos a todos los demás. El día de abril que probaste las feas moscas alemanas,
triunfaste. No paraste de luchar con grandes peces que a veces te rompían el
sedal y a veces acababan en tus manos. Ese año cumplías veinticinco. Ayer
perdiste la última de aquellas moscas ahogadas, se la llevó de piercing una
carpa que se podía haber puesto a hablar contigo como el pez de Grass o ser
hermana de la que te comiste en Berlin aquel diciembre de asombros. Por la
noche te has acordado de una fotografía en la que posas con el puño el alto
junto a otros tres amigos en la Karl-Marx-Platz y de aquellos días de
primavera, lluvia torrencial y peces gigantes en la parte baja del Ibor. Nada
ha cambiado allí. Cada dos o tres años, según el azar especulativo que llena el
embalse, aparece un viejo molino y una ciudad muerta. Por la noche has releído
a Walter otra vez “Quien sólo haga inventario de sus hallazgos sin poder
señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo
mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de
relato, sino señalando con exactitud el lugar en el que el investigador logró
atraparlos"... La trucha de porcelana es danesa, de los años 30, comprada
a una anticuaria de Praga por culpa de Chatwin, pero esa es otra historia.
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