miércoles

SURU


220 a.C. RÍO TAJO. (parte I). La Televisión francesa ha contratado a la arqueóloga Julie Signoret para que investigue el rastro de Aníbal por España. Su equipo acaba de descubrir el misterioso puerto por los Alpes que utilizó el cartaginés hace más de dos mil años para que pudieran pasar treinta mil soldados, quince mil caballos y treinta y siete elefantes de guerra que llegarían luego a las puertas de Roma. Su amigo Bill ha encontrado las peculiares bacterias, que solo viven en los excrementos de los caballos, por todo el estrecho y difícil paso de Col de la Traversette, al sureste de Grenoble. Aún asombra a los investigadores que pudieran caminar los elefantes por ese sendero helado que está a casi tres mil metros de altitud, ¡así que Tito Livio estaba equivocado cuando afirmaba que el camino de Aníbal había sido el Col de Clapier! Pero el documental quiere comenzar en España porque allí tuvo Aníbal las primeras batallas en las que usó paquidermos. Así que le ha tocado a ella, que ya tiene experiencia en pelearse con las peculiaridades y burocracias de las universidades españolas y habla bien el castellano. De algo le sirve tener una abuela de Terrinches y una madre que se empeñó en que no olvidase el idioma.

Pero la pesquisa está siendo larga y complicada. Lleva más de una semana dando bandazos de acá para allá, quemando todos los contactos que tiene entre los equipos de arqueología que mantienen abiertas excavaciones de esa época. Hasta su abuela, que tiene noventa y ocho años, le ha dado el dudoso contacto de uno de sus novios de entonces. Como ayer estuvo en Mérida y le pilla de paso mientras vuelve a Madrid, hace parar al chofer en Trujillo y comprobar si el dichoso novio de la grand mère existe o solo es uno más de los desvaríos de la anciana coqueta.

 

Para su sorpresa existe y vive en las afueras del pueblo, en un caserón ruinoso que antes había sido tal vez un palacete de esos que se hacían los conquistadores extremeños para demostrar o demostrarse que había merecido la pena morirse de fiebres y volver con algo de oro en un saco que vaciarían luego sus hijos mientras se hundían los tejados, robaban los escudos de piedra cuajados de cadenas y exotismos y se olvidaban muy pronto sus aventuras equinocciales o su precaria gloria. De la casa ya solo es habitable la gran cocina, algunos de los cuartos que habían sido de los criados y una despensa.  Le asombra que el anciano profesor hubiera sido alumno nada menos que de Hugo Obermaier y de Antonio García y Bellido. Pero mientras él aprendía a desmontar y disparar una ametralladora Hotchkiss en las afueras de Albacete, Antonio escribió “Fenicios y cartagineses en Occidente”, que se publicó en Madrid en 1942, el mismo mes en el que Heliodoro, tras escapar del campo de internamiento de Orán, huía por el desierto y dormía, aterido en Libia, entre las columnas rotas de Ghirza, tras llevar más de treinta días fugado comiendo sabandijas y pan duro. Eso le cuenta el viejo durante el viaje hasta Ocentejo, mientras Julie conduce un destartalado Morris Isis con el volante a la inglesa que él se trajo de Oxford. Apenas han bastado diez minutos para que ella cambie todos los planes. Le ha bastado cinco a ella para explicar quién y para qué está allí. Cinco a él para contar que sabe donde fue la famosa batalla y que tiene un secreto curioso sobre los famosos elefantes.

 

Tras llegar a Ocentejo caminan durante un rato hasta llegar a un río que le parece canadiense o noruego, para nada manchego. “Hasta el primer embalse son casi cien kilómetros de río salvaje y limpio, de aguas color turquesa y bosques de ribera selváticas en medio de la estepa, el secarral y el olvido. El río es aquí un pequeño paraíso en el que se mezclan especies de flora y fauna iberonorteafricana, eurosiberiana y mediterránea. El agua hace curvas imposibles, barrancos hoces, cuchillares y cañones verticales, anticlinales tumbados, tobas en cascada y desprendimientos con nombres que denotan umbrías y abismos: del Caldero, del Hocino, de la Hoz, los Repechos, Vallejo de la Cierva…  El Tajo está escondido en este gran cañón, los pueblos son pequeños y están alejados de su cauce, no hay autovías, ni embalses, ni turismo, ni conspiraciones para robar el agua y la belleza. Parece increíble que se haya salvado del destrozo que luego le hicieron más abajo. Desde Trillo hasta Lisboa el Tajo ya no es río, pero aquí sigue siendo el mismo que reventó el Hundido de Armallones, un gran desprendimiento de rocas que cayó desde lo alto del cañón y colapsó el curso del río, en el siglo XVI. El que deslumbró a los pocos viajeros y vagabundos europeos que se acercaron a la gigantesca raja”. Todo eso le va contando el anciano arqueólogo mientras lanza una mosca hacia el agua azulada. En cuanto pesca un trucha, la toca y la suelta, termina la excursión. “Bueno, vamos ahora a lo nuestro. Tenemos que bajar hasta un pueblín que se llama Driebes”.  El viejo echa una cabezada breve y cuando se despierta le cuenta parte de la historia. “Éramos jóvenes, arrogantes, intrépidos. Aunque Julio Martínez Santa Olalla era cinco años mayor que yo, me trataba de igual a igual cuando estábamos haciendo trabajo de campo. Julio era un apasionado germanófilo y yo tal vez lo contrario, ya sabes como eran esos tiempos. Pero ese día estábamos rastreando las orillas del Tajo, comenzaba la primavera y nos sentíamos como exploradores del lejano Oeste sobre nuestros ponis o como el Cid o como los exploradores de Aníbal Barca oteando enemigos. Unos labradores de ese pueblo de Guadalajara habían encontrado en uno de los taludes que ha veces erosionaba el río en sus crecidas una facata carpetana roñosa, los restos de bronce de varios escudos vacceos y un buen puñado de toda esa chatarrería que queda cuando mueren los soldados y pasan los siglos: clavos de sandalia, hebillas, puntas de flecha, botones, algunas monedas... Julio estaba entusiasmado. Acotamos la parte que no se había desmoronado e hicimos algunas catas. En una de ella apareció lo que parecía medio colmillo de elefante. Volvimos a Madrid para organizar una excavación con más gente y más medios pero un mes después comenzaba la guerra y cada cual se metió en su infierno. Al exiliarse Hugo Obermaier, mi amigo ocupó la Cátedra de Historia primitiva del hombre en la Universidad de Madrid. Luego Julio Santa Olalla se hizo el amo de todo, no había excavación en el país que no controlase y supervisase él, ni hallazgo por el que no se llevase los méritos mientras fue Comisario General de Excavaciones. Durante la guerra se había hecho falangista y filonazi. Todo lo que aprendió en su estancia en Alemania y en los libros de Gustaf Kossinna lo quiso trasplantar a la historia de España. Una locura. Esa teoría suya panceltista que privilegiaba la cultura Celta sobre la Ibera y que era un forma peculiar de arianizar España ya que los Celtas eran arios indoeuropeos y los Iberos morenitos mediterráneos, medio africanos medio quién sabe. También colaboró con los secuaces de Himmler y la Ahnenerbe buscando restos atlantes arios en Canarias, santos Griales en Montserrat, puertas del infiernos por los sotanillos de El Escorial o en la necrópolis visigoda de Castiltierra y otros  tesoros mágicos como la Mesa de Salomón por algunas cuevas de la Toledo judía”.

 

Llegan cerca del río, se meten por un carril de tierra bien trazado y continúan hasta cerca del agua. El anciano le cuenta entonces la batalla. Ella le deja hablar aunque conoce también toda esa gesta. “…Aníbal Barca no tiene muchas posibilidades contra el enorme ejército carpetano al que se han sumado rabiosos guerreros vacceos y olcades. Está en tierra extraña y es odiado por haber asediado y luego saqueado Helmantiké y Arbucala. Además ha tenido que ir dejando partes de su ejército detrás para asegurar las victorias y convencer a todos estos pueblos rebeldes que él es quien manda. Sus exploradores aseguran que se han sumado más de cien mil de un revoltijo de tribus cuyo único motivo de unión es soñar con las tripas de Aníbal devoradas por los cerdos. El Río Tajo entonces es bronco y traicionero, tiene barrancos, cascadas, remolinos y pozones que hacen complicado y casi siempre imposible su paso, pero uno de sus soldados turdetanos conoce bien los vados. Ha pescado muchos veces grandes barbos, anguilas gigantes y truchas de varias libras en los someros de la única explanada en la que el río se vuelve ancho y suave”. Allí prepara el cartaginés su celada estudiando bien el terreno junto con el pescador. Caballos y elefantes cruzan el río sin problemas aunque a los infantes les cuesta salvar la corriente que les llega casi por la cintura. Construyen un gran campamento bien fortificado con foso y estacas afiladas, y aguardan. Pronto llegan los carpetanos. Se agrupan frente al campamento, hacen asambleas, gritan, beben, deciden quienes se llevarán la cabeza de Aníbal de trofeo y cómo se repartirán el botín que el cartaginés ha conseguido en sus expolios. En estas cae la noche. Entonces los extranjeros, con mucho sigilo y prevención, vuelven a cruzar el vado. Los elefantes barritan protestones y los vigías dan cuenta del escaqueo pero a los jefes carpetanos no les importa mucho que los enemigos cambien de orilla. Tanto da destriparlo en una como en otra. Aníbal ha dispuesto a la caballería y a los elefantes delante, como a cincuenta metros del borde del agua, y detrás a la infantería. Los carpetanos y sus aliados comienzan a cruzar el vado con confianza, gritando mucho, golpeando las espadas contra el escudo o el peto, pero se tienen que desviar hacia la derecha por un paso más o menos estrecho que ha dejado el campamento abandonado. Los primeros mil hombres cruzan deprisa, chapoteando mucho y comienzan a llegar a la orilla en la que aguarda Aníbal. El resto, envalentonados por los primeros choques de las armas, se amontonan ya en el agua deseando cruzar. Su elefante recibe entonces el garrotazo de uno de esos primeros vacceos valientes y se le queda medio colmillo colgando. El guía pica a la bestia y una pata del animal destripa al guerrero sobre el barro. El trozo de colmillo cae y al ser pisado también por el elefante se hunde en la tierra blanda. Entonces Aníbal anima a su caballería a comenzar la masacre. Los caballos no tienen problemas en luchar en el agua, cabritean, alancean, degüellan y corren con agilidad mientras a los enemigos les cuesta moverse metidos en el río. La sangre comienza a teñir el agua transparente, los cuerpos inertes comienzan a bajar por la corriente y se hunden bajo el peso de los petos de metal. En pocos minutos surge el pánico y la indecisión. Ya hay muchos miles de guerreros metidos en el agua mientras unos pocos cientos de caballeros cartagineses y algunos elefantes pisotean a placer, revuelven, aterran, hacen huir a los carpetanos. La confusión es grande, cada jefe manda en su horda pero ninguno manda en todos ni sabe organizar tamaño caos. El pánico conduce a la desbandada. Emtonces el cartaginés da la orden de cruzar con todo tras ellos. Las bajas no son muchas, mil caballeros y otros tantos infantes contra tal vez ocho mil o diez mil carpetanos muertos. Pero tras esa batalla, la Carpetania, vencida, se prestará a dar trigo, mercenarios, tocino, mujeres, casi todo…   Desde entonces Aníbal batallará sobre aquel elefante del colmillo roto. Sobre él atravesará el Ebro, los Pirineos, el Ródano, los Alpes... y le pondrá un nombre propio. Hay también una buena trifulca entre biólogos e historiadores sobre si los elefantes eran indios o africanos o de una especie extinta. En una moneda de plata hispano cartaginesa se puede ver en el reverso a un elefante africano. Quizá un Loxodonta africana faraoensis, una subespecie que habitaba las franjas de bosque abierto y matorral norteafricano entre las montañas del Atlas y el desierto. Estos elefantes se extinguieron pronto por la avidez de marfil que tenía Roma, la atracción sangrienta de tenerlo en las luchas en los muchos circos del imperio romano y su uso como animal de guerra tanto por los cartagineses como por los númidas como cuentan Tito Livio, Polibio y Apiano…”

 

¡Y el colmillo del elefante? Pregunta al final su colega francesa. El anciano sonríe y no dice nada. Durante el viaje de vuelta se queda dormido. Ya en Madrid aparcan en la plaza de Colón y se acercan al Museo Arqueológico Nacional. Allí todo el mundo conoce a Heliodoro Hernández, le dejan a su aire, nada que ver con las reticencias y “vuelvaustedmañana” que ha encontrado en los otros museos que ha visitado la joven arqueóloga. El director pone a su servicio a un becario para que los guie y abra todas las puertas y catacumbas de la casa. Quince minutos después, Julie llama muy excitada al director del documental. Dos días más tarde todo el equipo de grabación sigue al arqueólogo por los pasillos del museo en un plano secuencia largo y tenso. Llegan a un sótano lleno de estanterías y cajones. Las manos sarmentosas y largas del anciano abren uno de los grandes armarios y saca una caja de plástico traslúcida que parece pesada. De nuevo la cámara sigue al anciano por los pasillos hasta llegar a la mesa que el director del museo ha llenado de objetos de esa época histórica para decorar un poco la escena, un escudo, una facata, cerámicas, varias puntas de lanza... El anciano sonríe con picardía al objetivo de la cámara y dice, con buena voz y un punto de misterio: “Cuenta Catón que el elefante más valiente del ejército púnico tenía un colmillo roto y era el único que tenía nombre propio. Algunos historiadores habían apuntado que perdió ese incisivo en la batalla de Trebia contra Sempronio, pero hoy sabemos que fue aquí en España, junto al río Tajo, en Driebes, Guadalajara, en la batalla entre las tropas cartaginenses y los carpetanos en el 220 a. C.“ Heliodoro mete entonces las manos en la caja y saca un cilindro curvado con la punta roma y la parte más gruesa astillada. “Y este es el precioso colmillo roto de Suru, el último superviviente de los treinta y siete Loxodonta africana pharaonensis, una especie ya extinta por nuestra avaricia. En el montó el gran Aníbal en su campaña contra Roma. Este animal caminó miles de kilómetros, cruzó los Alpes en pleno invierno y fue herido por las flechas en la batalla contra Tiberio. Suru, el elefante más famoso de la Historia, Suru, que perdió este medio colmillo no muy lejos de aquí, junto al Tajo…”

Cuando cortan la grabación la grand mere de la arqueóloga se acerca a tocar el gran incisivo amarillento. Sólo ella sabe que su amigo estuvo en el Ebro, en Angelés sur Mer, en África, encima de un half track subiendo hacia el Kehlsteinhaus. Que le llamaban Heliodoro pero en realidad se llamaba Hếlios, porque su padre, amigo de Ferrer i Guardia, decía que cuando vino al mundo se sintió mucho más deslumbrado por la belleza de un niño naciendo, lleno de sangre y sebo, que mirando de frente el sol del amanecer un abril en Begur. Y sólo ella sabe porqué no se casaron, aunque se han seguido escribiendo todos estos años. Tras la grabación van a tomar un café al Gijón. La anciana Virginia Mendizabal está medio ciega así que necesita pasar las manos por el rostro de Helio o tal vez lo haga de nuevo porque le gusta, como entonces, acariciar su barba y su piel. Él le besa la mano, sonríe y le dice: “¡He tenido que enseñar el colmillo del elefante de Aníbal para que vengas a verme, sabía que con un anillo visigodo no sería suficiente!”

Han pasado veinte años desde entonces. Diferentes excusas y problemas han demorado que Julie Signoret cumpla las dos promesas. Pero sabe que a ellos no les importó nunca el filo de la herrumbrosa espada del tiempo. Además de las cenizas de su amigo Heliodoro y su abuela Virginia, va a enterrar junto al Tajo un pequeño elefante en terracota que compró hace dos años en la tienda de recuerdos del Museo Hermitage en San Petersburgo. Se trata de la reproducción de un elefante de guerra iraní datado en el siglo III-II a.C.  pero sabe que a ellos no les importaría tampoco esta poética imprecisión histórica. Hoy el agua del río está muy estancada y muy verde, docenas de aspersores escupen sobre extensos campos de colza. Ya no hay ríos salvajes ni elefantes furiosos en España. Tras hacer un pequeño agujero junto al lugar donde debía de estar el vado que utilizó Aníbal para ganar la olvidada batalla, Julie se ha sentado a leer unos minutos un libro de Ryszard Kapuscinski que se titula “Viajes con Herodoto”. A ellos no les hubiera importado esta forma atea de oración: “Sin la memoria no se puede vivir, ella eleva al hombre por encima del mundo animal, constituye la forma de su alma y, al mismo tiempo, es tan engañosa, tan inasible, tan traicionera.”

(de “Artes de pesca” fragmentos desechados)

 


 

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