lunes

Año 719 RÍO NARCEA.

Hace algunos años llegaron los caldeos, con sus espadas finas y sus ropajes suaves, hablando su jerigonza pero pidiendo lo mismo, una parte de todo, de la harina, el pescado seco y los chivos; a veces también las niñas pero nunca los cerdos. Sin embargo no destruyen nada, ni cuando el impuesto es escaso porque llovió mucho en julio y tumbó las espigas. La primera vez admiraron el molino, lo simples y eficaces que eran los engranajes de nogal bien curado, la factura del rodezno y de la piedra voladera, la finura de la harina que caía en el harnero. Tiene ya muchos siglos, de cuando el Imperio era quién recaudaba el impuesto y llegó un sabio de lejos, con dibujos y extraños aparatos, para dirigir la obra. Hicieron muchos molinos como este por todos los valles, también puentes grandes, caminos seguros, mercados porticados y ciudades, pero hoy apenas quedan cuatro cosas de aquella proeza.

El hijo del molinero tiene cierta amistad con un ghazi joven. Enseguida se da cuenta que, a pesar de su gesto adusto, su cota de malla a la vista, su arco recurvado y su espada preciosa, le da miedo todo: la umbría de los montes, el hociqueo del oso, el grito de río tras derretirse el nevazo o el ronroneo de los robles cuando sopla del norte y las hojas están secas. Ha ido explicando al extranjero con gestos simples y bromas el misterio de cada temor y ya casi se entienden aunque uno hable asturleonés y el otro árabe, a pesar de que el uno sea un enemigo invasor y el otro un molinero desarmado. No han llegado muchos caldeos a estos confines, no les gustan los fríos, las angosturas de estas montañas, el mal genio de los astures o la pobreza de todo, prefieren los valles ricos y suaves del sur, las llanuras castellanas y la costa mediterránea. Pero el joven soldado, durante la semana de la recaudación, vuelve siempre al molino, ya sin miedo aunque siempre con asombro. El hijo del molinero le muestra los canales de derivación en donde monta los jaulones de caña que atrapan los salmones, las redes y los lanzones de arpón con los que atraviesa a los más grandes en los arroyos someros cuando están cegados por la freza. También le enseña como se sala el pescado, se ahuma y luego se guarda en grandes botijas con aceite de oliva y romero o manteca de vaca y orégano. El joven guerrero se llevará esa sabiduría muy lejos cuando le manden a guerrear al mar Negro, pero eso queda pendiente de contar otro día.
Ahora quien recauda para el invasor es un cristiano que se llama Pelagius, ya ni siquiera vienen los extranjeros a robar a los pobres. Luego ese caballero se revolverá contra los caldeos, les ganará en las artes de matar y se hará rey del valle. Pero el molinero tendrá que seguir pagando o regalando a quien tiene las armas parte de su alimento. Pasarán muchos años oscuros. A Pelagius le llamarán Don Pelayo y los siglos cambiarán muchas cosas aunque los salmones seguirán remontando y el molino seguirá funcionando y estando, generación tras generación, en las manos de la misma familia. Pero nadie tiene memoria de aquellos instantes. En los libros de historia solo se cuentan las batallas gloriosas, mentiras o fábulas, y los nombres de los reyes o los de los visires. 
 
 
Hoy, el último propietario del molino, acaricia las piedras de la ruina. Hace como cincuenta años que la máquina ya no funciona. El tejado está hundido y las zarzas esconden la huerta. Los molinos eléctricos, los empleos en las minas de carbón, el comercio de ultramar, la montaña de inventos que trajo el siglo veinte y las comodidades que tienen las ciudades han vaciado esos montes hace ya mucho tiempo. Sin embargo, no sabemos por qué, el chaval gastará sus ahorros en reconstruir la casona, los engranajes, las tomas de agua, las piedras. Vende harina de nuevo hecha con trigos antiguos que, otros locos como él, cultivan de nuevo en las solanas de los valles más abiertos. Muchas veces va al Narcea con su caña de mosca a tocar algún salmón que luego libera. El muchacho no sabe tampoco por qué ser molinero y pescador le da tanta paz. Nadie de la familia entiende la razón de dejar su puesto de ingeniero en una empresa aeronáutica de Getafe y volver a vivir en el terruño asturiano, casi como un pobre, junto a un río del demonio. Algunos años después le pedirá trabajo un moro como aquel que venció el tal Pelayo. Al forastero le dará miedo todo, la umbría de los montes, el hociqueo del oso, el grito de río tras derretirse el nevazo o el ronroneo de los robles cuando sopla del norte y las hojas están secas. El molinero pescador le enseñará a tocar salmones y luego serán amigos, incluso familia, porque el caldeo se desposará cinco años después con la hermana del cristiano, pero contar esa “reconquista” queda pendiente, quizá para otro día. 
 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario