martes

RÍO VERDE 1919

 

Aunque ha cabido su vida entera en la mediana maleta de cartón y tela, no pesa demasiado. A parte de la ropa más nueva, los documentos de filiación, tres fotografías y la navaja de su padre, lleva un poco de tasajo de cabra, higos pasos y una frasca de vino de dulce. En el puerto de Cartagena se ha embarcado en el “Mefisto”, un mediano mercante griego que lleva a unos cuantos de la comarca hasta el sueño argentino a cambio de los ahorros de seis años.

Dos días antes del viaje ha subido con las cabras por toda la sierra de las Nieves, desde Istán hasta el Castaño Santo. Allí ha pasado la noche arropado por el capote de lana, sus dos perros y los rumores del bosque. Salvo la gente que viene, de cuando en cuando, a por algo de leña y a rebuscar castañas y bellotas, nadie conoce como él este río Verde y sus barrancas, cascadas y montarrales. La garganta se vuelve furiosa con las lluvias de octubre, pero el resto de los días las pozas son seguras y amables para pegarse un baño en Julio, llenar el trasmallo de peces en Mayo y beber de cualquier sitio sin temor a las calenturas. Quince kilómetros río abajo está el Mediterráneo, así que muchos días enfila el rebaño por uno de los valles para poder otear ese horizonte azul del fondo, y muchas veces, cuando sus dos hermanos mayores no tienen peonadas en la Marbella Iron Ore Company Ltd. y se encargan de las cabras, trota sierra abajo siguiendo el cauce del río hasta llegar al mar, nada en la lengua de playa en la que entra el torrente y recoge unas cochas de colores. Esta ha sido hasta ahora su única aventura.

El mismo día en el que el “Mefisto” suelta amarras ha comenzado una huelga general en Barcelona que se inició en la empresa eléctrica Riegos y Fuerza del Ebro, perteneciente a Barcelona Traction, Light and Power Company, limited, más conocida como La Canadiense. Pero ellos no se enterarán hasta que no llegue el barco al Río de la Plata varias semanas después. Durante sesenta años seguirá siendo pastor por allí, aunque en lugar de llevar cuarenta y nueve cabras malagueñas ajenas por unas sierras boscosas, vigilará quinientas vacas y luego veinte mil por unos llanos de pasto alto y horizonte infinito.
Ha cumplido su sueño de indiano, se ha librado de una guerra civil que ha matado a dos de sus hermanos, de otra guerra mundial y de una posguerra interminable llena hambruna y silencio. Ha pasado de ser un anónimo emigrante que huyó de la miseria a ejercer de diputado socialista por la provincia del Neuquén y poseer una gran finca ganadera en el confín del mundo. Pero su hijo pequeño tendrá que desandar el camino huyendo de los perros milicos de Videla y sus hijos mayores serán asesinados en la ESMA. “El malagueño” ha fallecido antes y se salvará de sufrir por esta infamia. Su único hijo vivo huirá de ese dolor durante treinta años y trabajará de profesor en Uppsala, Örebro y Umeá, en el círculo polar ártico. En su mediano bolso de buen cuero de becerra que le regaló su padre cuando su fue a estudiar a Buenos Aires, además de la ropa más nueva, los documentos de filiación, tres fotografías y la navaja de su padre que antes fue del abuelo, lleva escritas en seis moleskines todas las mil historias que escuchó al amor de la lumbre en esas intemperies pamperas tan ásperas, y también la descripción minuciosa, incluyendo dibujos y mapas, que le hizo su padre de aquel pequeño río salvaje y precioso de su infancia por la sierras de sur de la península Ibérica.
 
Se ha jubilado de emérito a los setenta y ha dejado de huir del dolor. No le ha costado dejar su hogar sueco e invertir sus ahorros en una pequeña casa en el pueblo de Istán que ha comprado por Internet sin ni siquiera verla. Acostumbrado desde niño a la vida campera y luego, en Suecia, a largas excursiones por la nieve, tiene buena salud y quiere recorrer el famoso río Verde desde su nacimiento hasta que desemboca en el mar, durmiendo por ahí, bajo los árboles grandes, comiendo cecina e higos secos y bebiendo del río. Tras llevar cuatro días de exploración por el pequeño torrente, fotografiando los rincones que pastoreaba su padre y los arroyos en los que bebía y se bañaba, descubre que ha llegado al embalse. Camina durante toda la mañana por una senda, flanqueada de adelfas, que rodea el agua parada hasta llegar al muro de la presa y desde allí, con sus buenos prismáticos de caza, contempla desolado lo que hay más abajo. Donde tenía que estar el cauce y la lengua brillante del agua descubre urbanizaciones, campos de golf, hoteles, centros comerciales, carreteras, palmeras y calles. El anciano tarda un buen rato en bajar a la ciudad que hay ahora. Por poco le atropella un Ferrari en un paso de cebra. Donde desembocaba el río, en la ensenada donde se bañaba su padre, hay ahora un montón de yates de lujo amarrados a Puerto Banús. Una ciudad llamada Marbella se bebe el río entero y a lo que en esa ciudad llaman “río” sólo es un pequeño desagüe seco de agua de alcantarilla. No tardará el jubilado en vender la casa recién comprada y adquirir otra en un lugar inhóspito de las montañas Marjsfallet junto a la frontera noruega. Desde allí escribe lo que le contaba del río Verde un cabrero de quince años que en 1919 lleva su vida entera y un puñado de conchas dentro una mediana maleta de cartón. (“Artes de pesca”. Fragmentos desechados)
 

 
 

lunes

1391 RIO ESCAMANDRO (TURQUÍA)

 

Hace ya mucho tiempo que no queda nada de Troya. Ni siquiera hay voces que cuenten o coros que canten gestas y masacres, venablos viajando hacia la carne y gritos de agonía, escudos de bronce pulido y hexámetros dactílicos emocionando a la turba. Un rebaño de cabras se comen los brotes de las zarzas que nacen donde una vez estuvo la muralla y los escorpiones acechan a las lagartijas bajo los pedruscos de mármol que antes formaban un arquitrabe. Pero los olivos han florecido como entonces y el aceite empapará las piedras del molino al filo del invierno. Jonás acaba de cumplir quince años y se ha escapado de casa para bañarse en el mar. La marea ha traído a la orilla una caja pequeña de madera de cedro. Saca su cuchillo de pescador y rompe con cuidado el herrumbroso cierre. Dentro hay tres pequeñas monedas de plata ennegrecidas, un puñado de perlas y un anzuelo de oro que brilla como una leyenda. Recuerda que su padre invoca o maldice muchas veces a Tiqué, hija de Afrodita y de Hermes, diosa de la fortuna y el sino, la suerte y la prosperidad. Luchó junto a los venecianos y casi pierde la vida. Hoy, sin brazo derecho y sin orgullo, ya pensaba que los otomanos llegarían cualquier día al poblado y violarían en su presencia a la mujer y al muchacho antes de rebanarle el cuello y robarle las cabras. Pero Tiqué le ha escuchado.

 

El pescador no sabe que las monedas se llamaban «didracmas» y que la cuadriga acuñada en su reverso la conduce Júpiter. Tampoco imaginará nunca los meses y meses de frío y peligro que han costado a los buceadores árabes del golfo de Adén encontrar esas perlas, ni que el anzuelo dorado, fabricado por un artesano de Tharsis, era el regalo para una muchacha muy morena que se llamada Nudia. Nada ni nadie queda tampoco de aquel tiempo salvo la dichosa caja que ha escupido la marea hasta los dedos de Jonás. Con el pequeño tesoro, en el barco de tres velas de un mercader de Tesalónica, la familia escapará muy lejos. Saltarán de puerto en puerto dos años hasta llegar a Valentia. Allí comprarán tierras y una casa con patio, jardín y un gran huerto. Jonás aprenderá a leer y su maestro godo le regalará un libro en el que está escrita aquella historia de Troya. Esa tarde el muchacho se ha ido como siempre a pescar algunas anguilas, pero las peleas, lamentos y aventuras que hay en el libro le han distraído y solo ha pescado una carpa.

 

Han pasado tantos años, guerras y plagas que tampoco debería quedar nada de aquella familia de huidos. Pero Tiqué, cuando decide cuidar a sus elegidos, nunca se distrae. La casa sigue en pie y en sus cimientos están las otras casas. La rodean cinco hectáreas de naranjos y limoneros protegidos por muros de cañizo. Alba se llama la última descendiente de aquellos pescadores griegos que tenían la choza junto al río Escamandro. Entre sus pechos morenos y desnudos brilla aquel pequeño anzuelo de oro que ha ido saltando por todos los cuellos de las mujeres de su estirpe hasta llegar a ella. Cuando sale del agua le sonríe, se seca con una toalla que lleva a Bob Esponja estampado, mira el móvil un segundo y luego le besa. Para cenar ha comprado en el mercado un kilo de anguilas que ha asado él con un aliño de pimentón y sal gorda. Beben un retsina y de postre comen unos dátiles grandes que vienen de Irán, o al menos eso dice en la etiqueta del Mercadona. Por la noche, cuando solo el rumor del Mediterráneo se cuela por la ventana, él se levanta hasta el escritorio y teclea para ella esta historia. Mañana cumple treinta y ocho. Los que nada tienen solo pueden cocinar pescados de poco valor, regalar pequeñas cajas fabricadas con madera de naufragio y algunas palabras que no les pertenecen. 
 

 

Año 719 RÍO NARCEA.

Hace algunos años llegaron los caldeos, con sus espadas finas y sus ropajes suaves, hablando su jerigonza pero pidiendo lo mismo, una parte de todo, de la harina, el pescado seco y los chivos; a veces también las niñas pero nunca los cerdos. Sin embargo no destruyen nada, ni cuando el impuesto es escaso porque llovió mucho en julio y tumbó las espigas. La primera vez admiraron el molino, lo simples y eficaces que eran los engranajes de nogal bien curado, la factura del rodezno y de la piedra voladera, la finura de la harina que caía en el harnero. Tiene ya muchos siglos, de cuando el Imperio era quién recaudaba el impuesto y llegó un sabio de lejos, con dibujos y extraños aparatos, para dirigir la obra. Hicieron muchos molinos como este por todos los valles, también puentes grandes, caminos seguros, mercados porticados y ciudades, pero hoy apenas quedan cuatro cosas de aquella proeza.

El hijo del molinero tiene cierta amistad con un ghazi joven. Enseguida se da cuenta que, a pesar de su gesto adusto, su cota de malla a la vista, su arco recurvado y su espada preciosa, le da miedo todo: la umbría de los montes, el hociqueo del oso, el grito de río tras derretirse el nevazo o el ronroneo de los robles cuando sopla del norte y las hojas están secas. Ha ido explicando al extranjero con gestos simples y bromas el misterio de cada temor y ya casi se entienden aunque uno hable asturleonés y el otro árabe, a pesar de que el uno sea un enemigo invasor y el otro un molinero desarmado. No han llegado muchos caldeos a estos confines, no les gustan los fríos, las angosturas de estas montañas, el mal genio de los astures o la pobreza de todo, prefieren los valles ricos y suaves del sur, las llanuras castellanas y la costa mediterránea. Pero el joven soldado, durante la semana de la recaudación, vuelve siempre al molino, ya sin miedo aunque siempre con asombro. El hijo del molinero le muestra los canales de derivación en donde monta los jaulones de caña que atrapan los salmones, las redes y los lanzones de arpón con los que atraviesa a los más grandes en los arroyos someros cuando están cegados por la freza. También le enseña como se sala el pescado, se ahuma y luego se guarda en grandes botijas con aceite de oliva y romero o manteca de vaca y orégano. El joven guerrero se llevará esa sabiduría muy lejos cuando le manden a guerrear al mar Negro, pero eso queda pendiente de contar otro día.
Ahora quien recauda para el invasor es un cristiano que se llama Pelagius, ya ni siquiera vienen los extranjeros a robar a los pobres. Luego ese caballero se revolverá contra los caldeos, les ganará en las artes de matar y se hará rey del valle. Pero el molinero tendrá que seguir pagando o regalando a quien tiene las armas parte de su alimento. Pasarán muchos años oscuros. A Pelagius le llamarán Don Pelayo y los siglos cambiarán muchas cosas aunque los salmones seguirán remontando y el molino seguirá funcionando y estando, generación tras generación, en las manos de la misma familia. Pero nadie tiene memoria de aquellos instantes. En los libros de historia solo se cuentan las batallas gloriosas, mentiras o fábulas, y los nombres de los reyes o los de los visires. 
 
 
Hoy, el último propietario del molino, acaricia las piedras de la ruina. Hace como cincuenta años que la máquina ya no funciona. El tejado está hundido y las zarzas esconden la huerta. Los molinos eléctricos, los empleos en las minas de carbón, el comercio de ultramar, la montaña de inventos que trajo el siglo veinte y las comodidades que tienen las ciudades han vaciado esos montes hace ya mucho tiempo. Sin embargo, no sabemos por qué, el chaval gastará sus ahorros en reconstruir la casona, los engranajes, las tomas de agua, las piedras. Vende harina de nuevo hecha con trigos antiguos que, otros locos como él, cultivan de nuevo en las solanas de los valles más abiertos. Muchas veces va al Narcea con su caña de mosca a tocar algún salmón que luego libera. El muchacho no sabe tampoco por qué ser molinero y pescador le da tanta paz. Nadie de la familia entiende la razón de dejar su puesto de ingeniero en una empresa aeronáutica de Getafe y volver a vivir en el terruño asturiano, casi como un pobre, junto a un río del demonio. Algunos años después le pedirá trabajo un moro como aquel que venció el tal Pelayo. Al forastero le dará miedo todo, la umbría de los montes, el hociqueo del oso, el grito de río tras derretirse el nevazo o el ronroneo de los robles cuando sopla del norte y las hojas están secas. El molinero pescador le enseñará a tocar salmones y luego serán amigos, incluso familia, porque el caldeo se desposará cinco años después con la hermana del cristiano, pero contar esa “reconquista” queda pendiente, quizá para otro día. 
 

 

jueves

RÍO TORMES 2021

 



 
“Otro libro aforrado en beçerro verde con unas letras doradas en anbas partes del forro, con docientas y treinta y quatro fojas numeradas que dicen las letras: «Disigni de Leonardo de Abinchi, restaurati da Ponpeo Leoni» y lo tasaron el dicho libro todo él en çien ducados, que son mill y çien reales”.
 
 
Ha seguido los manuscritos por todos los confines, de la Royal Librarian a la casucha de Bill Gates, de la Biblioteca Nacional de Madrid a ciertos palacios en medio del desierto de Arabia. Le interesan, de entre los mil chismes, cuestiones e ideas sobre los que escribió y dibujó, aquellos que tratan del agua, su turbulencia, movimiento, color, misterios y de cómo intentar dibujar ese líquido. Sabe que Leonardo fracasó. Y él sabe que Leonardo sabía que nunca pudo dibujar el agua como deseaba, imaginaba o como la veía o como era. Durante muchos años ha rastreado la lenta disgregación de todos esos papeles a través de Francesco Melzi, el escultor Pompeo Leoni, el clérigo Juan de Espina, tan amigo de Quevedo, hasta llegar a la biblioteca de Felipe IV. Luego pasó aquella historia chusca que salió el 14 de febrero de 1967 en The New York Times o cómo el erudito Jules Piccus desenterró del olvido los dos preciosos cuadernitos con unos cientos de páginas llenas de dibujos, anotaciones y bocetos hasta entonces desconocidos. Pero en esos dos manuscritos hay poco del agua y su magia.
 
Sin embargo hoy ha vuelto a la Biblioteca Nacional. No tanto para rebuscar por enésima vez nuevos escritos de Leonardo como por sentirse a salvo y despejar una duda. Su último viaje le llevó hasta uno de esos palacios llenos de puertas barrocas atiborradas de pan de oro y lamparones de araña. Mientras los guardaespaldas serbios le acompañaban hasta la cámara blindada, pudo entrever en una de las habitaciones paneles enteros del Salón de Ámbar y uno de los grandes cuadros de Velázquez que se habían quemado en aquel incendio. El ruso había ido comprando aquí y allá muchos tesoros malditos y una docena de hojas sueltas. En una de ellas, el artista había dibujado un río con minuciosos trazos y, sobre ese dibujo, en primer plano, un apunte con bastante detalle y anotaciones alrededor, de un pequeño objeto, un extraño anzuelo “adobado”. Tras admirar su colección y compartir con el mafioso buen licor de patata y lonchas de esturión ahumado “al estilo que tanto gustaba a Pedro el Grande”, preguntó en mala hora ¡Y quién te vendió esa hojita del río? El coleccionista sacó una Walter cromada con cachas de nácar y luego uno de los gorilas, ya en la puerta, le dio una patada y le perdonó la vida. Pero había visto el rastro del sello. Ya no le importaba quien hubiera sido el último poseedor de la hoja, ni el ladrón, ni el viaje de ese pequeño tesoro de papel a través de la historia. En cuanto llegó al coche escribió las cinco frases en italiano que rodeaban el dibujo para no olvidarlas, salió de aquel bosque a toda velocidad y de la helada región de Kolymá dos días después.
Se ha tomado un chocolate con churros en el Café del Espejo antes de entrar. Recuerda de nuevo unas palabras del viejo curioso: "el gran amor nace del gran conocimiento de la cosa que se ama; y si tú no la conoces, poco o nada podrás amarla". Durante el viaje de vuelta pidió por la web el volumen con la signatura que creía adecuada. Era una obra anodina que había estado “excluida de consulta” pero que ahora sí podía tocarse. También quedó con ella. Con Juana. La madura bibliotecaria siempre se había mostrado resolutiva, servicial y simpática, aunque esto último no entraba en el sueldo, y le había ayudado muchas veces en sus búsquedas cuando estaba escribiendo la tesis y era un pipiolo ignorante. Tras ponerse los guantes no tuvo que hojear mucho el tomo. Apareció el cuadernillo allí dentro. Apenas eran nueve hojas, faltaba una, pero estaban muy bien conservadas. En la primera estaba escrito, con ese trazo tan inconfundible y tan suyo: “Trattato di pesca con amo piumato”. Saborearon juntos lectura y asombro. Él copió en un cuaderno uno de esos “adobos” y las anotaciones que describían las plumas y sedas precisas.
 
Dos días después estaba pescando en el Tormes. Anudó con cuidado la imitación que había montado en un dieciséis con plumas de “beccaccia y fagiano” atadas con seda “giallo scuro y arancia sanguina”. Ayer y hoy, en todos los telediarios del mundo, había salido “Juana Martínez, bibliotecaria a punto de jubilarse, descubridora de un nuevo manuscrito de Leonardo da Vinci en la Biblioteca Nacional de España” junto al sonriente Ministro de Cultura intentando chupar cámara. Una trucha subió a tomar la imitación pero al final rechazó el engaño. En quinientos dos años nadie había pescado con una “mosca leonarda”. O tal vez nadie y él era el primero. Siguió intentándolo sin cambiar el señuelo. (“Artes de pesca” Fragmentos desechados.)
 


 

724 a. C. RÍO NILO (SUDÁN) MARMORATA.

 

Su amigo Hypenos de Pisa ganó en los Juegos Olímpicos la primera carrera de diaulo, 384,5 metros lisos que el atleta corrió con una belleza que nunca podrá registrar ninguna estatua, pero sí su memoria, aunque ella, ahora, también esté corriendo, de noche, guiándose por las estrellas, evitando las chozas iluminadas y los rastros de los grandes cocodrilos que acechan en la orilla. Lleva un año y diez días corriendo, teniendo como referencia la ondulante ribera del Nilo, siempre hacía el sur, deseando llegar a algún lugar en el que no haya imperios o lanzas, gentes o fieras. Descansa al amanecer, se alimenta de dátiles y peces, corre respirando con el ritmo que le enseñó Hypenos porque sabe que lo que te lleva lejos es la forma de beber el aire y no la fuerza de las piernas. Piye, rey kushita, fundador de la XXV dinastía que gobierna desde Napata estos confines, también ha dado orden de cazar a la ‘gacela’, como antes los persas y antes los griegos.

Pero ya está muy lejos de la ciudad, de todas las ciudades, y hasta los soldados temen rondar por esas regiones donde corren rumores de que hay caníbales, fiebres que desangran, árboles que caminan y serpientes gigantes. Su abuela libia lloró muchas veces al descubrir que la niña tenía la maldición de la belleza, la inteligencia y la pobreza, pero ella se ha sentido siempre muy libre y había sabido, hasta hace dos años, burlar todas estas maldiciones. Su amigo Hypenos, además de a correr sin agotarse, a orientarse en la oscuridad y a recitar de memoria muchos versos de la Ilíada y la Odisea, le ha enseñado a pescar con vara, sedal y gracia.

 

No sabemos qué fue de la chiquilla o por qué tuvo que emprender esta huida tan larga, ni cuáles fueron después sus aventuras o en qué lugares de la orilla del gran Nilo asó algún pescado o contempló la luna ya sin miedo. Pero esa mañana de abril de 1935, el equipo de obreros de la arqueóloga Elisabetta Celeste Garibaldi, que el año pasado ya trabajó en la antigua ciudad de Meroe, en una de las pirámides de los reyes sin encontrar nada reseñable, ha dado por azar con la esquina de un enterramiento inusual. El sarcófago, fabricado con cierta tosquedad, sin embargo está hecho con una rara madera de ébano de Madagascar, tiene forma de pez y su inscripción, en griego arcaico, es muy intrigante: «Descansa aquí Heliota la corredora. Dejó por el desierto un rastro invisible que pude seguir. Con ella he vivido apenas tres años en este lugar del mundo, pero el valor de ese tiempo fue mucho más grande que mi vida anterior de glorias olímpicas y admiraciones regias. Toda la belleza, toda la inteligencia y toda la fuerza de este río cabían en sus ojos. Espérame, no corras aún hacia el sol, no tardo». O tal vez las palabras fueran algo distintas porque Elisabetta no traduce muy bien del dialecto homérico. El cuerpecillo de la momia es largo y delgado, reposa de lado. Está desnuda, cubierta por una sustancia oscura y gomosa que ha preservado bastante bien su piel y el gesto sereno de su sueño. En su cuello, un hilo grueso de lino engarza una perla negra de regular tamaño. Una de sus manos agarraba unos pergaminos que se han deshecho y en la otra empuña lo que parece una delicada caña de pescar de dos tramos que aún conserva una precisa unión hecha de bronce con unas florecillas de loto repujadas y un largo hilo de seda que se hace polvo y nada muy pocos días después. Ese atardecer la joven arqueóloga sube por un pequeño afluente medio seco. Necesita caminar y pensar quién sería la mujer a la que hacen honor palabras antiguas tan modernas y ese sarcófago tan raro. El campamento está a unos cinco kilómetros del Fuerte Atbara, al pie del río del mismo nombre. A Elisabetta le apasiona el trabajo de campo por estas tierras y también las semanas de encierro investigando las reliquias cuando está en Roma. Le encanta acelerar a tope su pesada motocicleta Brough incluso por los caminos de cabras de ese desierto, y también perderse, no rendir cuentas a nadie, acampar en los bosques eslovenos y pescar truchas marmoratas en el río Soča.

 

Cuando yo la entrevisto en su casa de la plaza Navona es una viejecita de más de noventa que desperdiga fotografías cuarteadas sobre una mesa. Es ella la que me habla de Hypenos, la primera carrera de diaulo, el ébano bruñido, el natrón, el trenzado del lino, de Heliota la corredora, su remoto exilio y su epitafio. Es en sus ojos azules, ya algo empañados, donde descubro toda la inteligencia, la belleza y la indómita fuerza del gran Nilo. #SueñosdeGloria


 

miércoles

SURU


220 a.C. RÍO TAJO. (parte I). La Televisión francesa ha contratado a la arqueóloga Julie Signoret para que investigue el rastro de Aníbal por España. Su equipo acaba de descubrir el misterioso puerto por los Alpes que utilizó el cartaginés hace más de dos mil años para que pudieran pasar treinta mil soldados, quince mil caballos y treinta y siete elefantes de guerra que llegarían luego a las puertas de Roma. Su amigo Bill ha encontrado las peculiares bacterias, que solo viven en los excrementos de los caballos, por todo el estrecho y difícil paso de Col de la Traversette, al sureste de Grenoble. Aún asombra a los investigadores que pudieran caminar los elefantes por ese sendero helado que está a casi tres mil metros de altitud, ¡así que Tito Livio estaba equivocado cuando afirmaba que el camino de Aníbal había sido el Col de Clapier! Pero el documental quiere comenzar en España porque allí tuvo Aníbal las primeras batallas en las que usó paquidermos. Así que le ha tocado a ella, que ya tiene experiencia en pelearse con las peculiaridades y burocracias de las universidades españolas y habla bien el castellano. De algo le sirve tener una abuela de Terrinches y una madre que se empeñó en que no olvidase el idioma.

Pero la pesquisa está siendo larga y complicada. Lleva más de una semana dando bandazos de acá para allá, quemando todos los contactos que tiene entre los equipos de arqueología que mantienen abiertas excavaciones de esa época. Hasta su abuela, que tiene noventa y ocho años, le ha dado el dudoso contacto de uno de sus novios de entonces. Como ayer estuvo en Mérida y le pilla de paso mientras vuelve a Madrid, hace parar al chofer en Trujillo y comprobar si el dichoso novio de la grand mère existe o solo es uno más de los desvaríos de la anciana coqueta.

 

Para su sorpresa existe y vive en las afueras del pueblo, en un caserón ruinoso que antes había sido tal vez un palacete de esos que se hacían los conquistadores extremeños para demostrar o demostrarse que había merecido la pena morirse de fiebres y volver con algo de oro en un saco que vaciarían luego sus hijos mientras se hundían los tejados, robaban los escudos de piedra cuajados de cadenas y exotismos y se olvidaban muy pronto sus aventuras equinocciales o su precaria gloria. De la casa ya solo es habitable la gran cocina, algunos de los cuartos que habían sido de los criados y una despensa.  Le asombra que el anciano profesor hubiera sido alumno nada menos que de Hugo Obermaier y de Antonio García y Bellido. Pero mientras él aprendía a desmontar y disparar una ametralladora Hotchkiss en las afueras de Albacete, Antonio escribió “Fenicios y cartagineses en Occidente”, que se publicó en Madrid en 1942, el mismo mes en el que Heliodoro, tras escapar del campo de internamiento de Orán, huía por el desierto y dormía, aterido en Libia, entre las columnas rotas de Ghirza, tras llevar más de treinta días fugado comiendo sabandijas y pan duro. Eso le cuenta el viejo durante el viaje hasta Ocentejo, mientras Julie conduce un destartalado Morris Isis con el volante a la inglesa que él se trajo de Oxford. Apenas han bastado diez minutos para que ella cambie todos los planes. Le ha bastado cinco a ella para explicar quién y para qué está allí. Cinco a él para contar que sabe donde fue la famosa batalla y que tiene un secreto curioso sobre los famosos elefantes.

 

Tras llegar a Ocentejo caminan durante un rato hasta llegar a un río que le parece canadiense o noruego, para nada manchego. “Hasta el primer embalse son casi cien kilómetros de río salvaje y limpio, de aguas color turquesa y bosques de ribera selváticas en medio de la estepa, el secarral y el olvido. El río es aquí un pequeño paraíso en el que se mezclan especies de flora y fauna iberonorteafricana, eurosiberiana y mediterránea. El agua hace curvas imposibles, barrancos hoces, cuchillares y cañones verticales, anticlinales tumbados, tobas en cascada y desprendimientos con nombres que denotan umbrías y abismos: del Caldero, del Hocino, de la Hoz, los Repechos, Vallejo de la Cierva…  El Tajo está escondido en este gran cañón, los pueblos son pequeños y están alejados de su cauce, no hay autovías, ni embalses, ni turismo, ni conspiraciones para robar el agua y la belleza. Parece increíble que se haya salvado del destrozo que luego le hicieron más abajo. Desde Trillo hasta Lisboa el Tajo ya no es río, pero aquí sigue siendo el mismo que reventó el Hundido de Armallones, un gran desprendimiento de rocas que cayó desde lo alto del cañón y colapsó el curso del río, en el siglo XVI. El que deslumbró a los pocos viajeros y vagabundos europeos que se acercaron a la gigantesca raja”. Todo eso le va contando el anciano arqueólogo mientras lanza una mosca hacia el agua azulada. En cuanto pesca un trucha, la toca y la suelta, termina la excursión. “Bueno, vamos ahora a lo nuestro. Tenemos que bajar hasta un pueblín que se llama Driebes”.  El viejo echa una cabezada breve y cuando se despierta le cuenta parte de la historia. “Éramos jóvenes, arrogantes, intrépidos. Aunque Julio Martínez Santa Olalla era cinco años mayor que yo, me trataba de igual a igual cuando estábamos haciendo trabajo de campo. Julio era un apasionado germanófilo y yo tal vez lo contrario, ya sabes como eran esos tiempos. Pero ese día estábamos rastreando las orillas del Tajo, comenzaba la primavera y nos sentíamos como exploradores del lejano Oeste sobre nuestros ponis o como el Cid o como los exploradores de Aníbal Barca oteando enemigos. Unos labradores de ese pueblo de Guadalajara habían encontrado en uno de los taludes que ha veces erosionaba el río en sus crecidas una facata carpetana roñosa, los restos de bronce de varios escudos vacceos y un buen puñado de toda esa chatarrería que queda cuando mueren los soldados y pasan los siglos: clavos de sandalia, hebillas, puntas de flecha, botones, algunas monedas... Julio estaba entusiasmado. Acotamos la parte que no se había desmoronado e hicimos algunas catas. En una de ella apareció lo que parecía medio colmillo de elefante. Volvimos a Madrid para organizar una excavación con más gente y más medios pero un mes después comenzaba la guerra y cada cual se metió en su infierno. Al exiliarse Hugo Obermaier, mi amigo ocupó la Cátedra de Historia primitiva del hombre en la Universidad de Madrid. Luego Julio Santa Olalla se hizo el amo de todo, no había excavación en el país que no controlase y supervisase él, ni hallazgo por el que no se llevase los méritos mientras fue Comisario General de Excavaciones. Durante la guerra se había hecho falangista y filonazi. Todo lo que aprendió en su estancia en Alemania y en los libros de Gustaf Kossinna lo quiso trasplantar a la historia de España. Una locura. Esa teoría suya panceltista que privilegiaba la cultura Celta sobre la Ibera y que era un forma peculiar de arianizar España ya que los Celtas eran arios indoeuropeos y los Iberos morenitos mediterráneos, medio africanos medio quién sabe. También colaboró con los secuaces de Himmler y la Ahnenerbe buscando restos atlantes arios en Canarias, santos Griales en Montserrat, puertas del infiernos por los sotanillos de El Escorial o en la necrópolis visigoda de Castiltierra y otros  tesoros mágicos como la Mesa de Salomón por algunas cuevas de la Toledo judía”.

 

Llegan cerca del río, se meten por un carril de tierra bien trazado y continúan hasta cerca del agua. El anciano le cuenta entonces la batalla. Ella le deja hablar aunque conoce también toda esa gesta. “…Aníbal Barca no tiene muchas posibilidades contra el enorme ejército carpetano al que se han sumado rabiosos guerreros vacceos y olcades. Está en tierra extraña y es odiado por haber asediado y luego saqueado Helmantiké y Arbucala. Además ha tenido que ir dejando partes de su ejército detrás para asegurar las victorias y convencer a todos estos pueblos rebeldes que él es quien manda. Sus exploradores aseguran que se han sumado más de cien mil de un revoltijo de tribus cuyo único motivo de unión es soñar con las tripas de Aníbal devoradas por los cerdos. El Río Tajo entonces es bronco y traicionero, tiene barrancos, cascadas, remolinos y pozones que hacen complicado y casi siempre imposible su paso, pero uno de sus soldados turdetanos conoce bien los vados. Ha pescado muchos veces grandes barbos, anguilas gigantes y truchas de varias libras en los someros de la única explanada en la que el río se vuelve ancho y suave”. Allí prepara el cartaginés su celada estudiando bien el terreno junto con el pescador. Caballos y elefantes cruzan el río sin problemas aunque a los infantes les cuesta salvar la corriente que les llega casi por la cintura. Construyen un gran campamento bien fortificado con foso y estacas afiladas, y aguardan. Pronto llegan los carpetanos. Se agrupan frente al campamento, hacen asambleas, gritan, beben, deciden quienes se llevarán la cabeza de Aníbal de trofeo y cómo se repartirán el botín que el cartaginés ha conseguido en sus expolios. En estas cae la noche. Entonces los extranjeros, con mucho sigilo y prevención, vuelven a cruzar el vado. Los elefantes barritan protestones y los vigías dan cuenta del escaqueo pero a los jefes carpetanos no les importa mucho que los enemigos cambien de orilla. Tanto da destriparlo en una como en otra. Aníbal ha dispuesto a la caballería y a los elefantes delante, como a cincuenta metros del borde del agua, y detrás a la infantería. Los carpetanos y sus aliados comienzan a cruzar el vado con confianza, gritando mucho, golpeando las espadas contra el escudo o el peto, pero se tienen que desviar hacia la derecha por un paso más o menos estrecho que ha dejado el campamento abandonado. Los primeros mil hombres cruzan deprisa, chapoteando mucho y comienzan a llegar a la orilla en la que aguarda Aníbal. El resto, envalentonados por los primeros choques de las armas, se amontonan ya en el agua deseando cruzar. Su elefante recibe entonces el garrotazo de uno de esos primeros vacceos valientes y se le queda medio colmillo colgando. El guía pica a la bestia y una pata del animal destripa al guerrero sobre el barro. El trozo de colmillo cae y al ser pisado también por el elefante se hunde en la tierra blanda. Entonces Aníbal anima a su caballería a comenzar la masacre. Los caballos no tienen problemas en luchar en el agua, cabritean, alancean, degüellan y corren con agilidad mientras a los enemigos les cuesta moverse metidos en el río. La sangre comienza a teñir el agua transparente, los cuerpos inertes comienzan a bajar por la corriente y se hunden bajo el peso de los petos de metal. En pocos minutos surge el pánico y la indecisión. Ya hay muchos miles de guerreros metidos en el agua mientras unos pocos cientos de caballeros cartagineses y algunos elefantes pisotean a placer, revuelven, aterran, hacen huir a los carpetanos. La confusión es grande, cada jefe manda en su horda pero ninguno manda en todos ni sabe organizar tamaño caos. El pánico conduce a la desbandada. Emtonces el cartaginés da la orden de cruzar con todo tras ellos. Las bajas no son muchas, mil caballeros y otros tantos infantes contra tal vez ocho mil o diez mil carpetanos muertos. Pero tras esa batalla, la Carpetania, vencida, se prestará a dar trigo, mercenarios, tocino, mujeres, casi todo…   Desde entonces Aníbal batallará sobre aquel elefante del colmillo roto. Sobre él atravesará el Ebro, los Pirineos, el Ródano, los Alpes... y le pondrá un nombre propio. Hay también una buena trifulca entre biólogos e historiadores sobre si los elefantes eran indios o africanos o de una especie extinta. En una moneda de plata hispano cartaginesa se puede ver en el reverso a un elefante africano. Quizá un Loxodonta africana faraoensis, una subespecie que habitaba las franjas de bosque abierto y matorral norteafricano entre las montañas del Atlas y el desierto. Estos elefantes se extinguieron pronto por la avidez de marfil que tenía Roma, la atracción sangrienta de tenerlo en las luchas en los muchos circos del imperio romano y su uso como animal de guerra tanto por los cartagineses como por los númidas como cuentan Tito Livio, Polibio y Apiano…”

 

¡Y el colmillo del elefante? Pregunta al final su colega francesa. El anciano sonríe y no dice nada. Durante el viaje de vuelta se queda dormido. Ya en Madrid aparcan en la plaza de Colón y se acercan al Museo Arqueológico Nacional. Allí todo el mundo conoce a Heliodoro Hernández, le dejan a su aire, nada que ver con las reticencias y “vuelvaustedmañana” que ha encontrado en los otros museos que ha visitado la joven arqueóloga. El director pone a su servicio a un becario para que los guie y abra todas las puertas y catacumbas de la casa. Quince minutos después, Julie llama muy excitada al director del documental. Dos días más tarde todo el equipo de grabación sigue al arqueólogo por los pasillos del museo en un plano secuencia largo y tenso. Llegan a un sótano lleno de estanterías y cajones. Las manos sarmentosas y largas del anciano abren uno de los grandes armarios y saca una caja de plástico traslúcida que parece pesada. De nuevo la cámara sigue al anciano por los pasillos hasta llegar a la mesa que el director del museo ha llenado de objetos de esa época histórica para decorar un poco la escena, un escudo, una facata, cerámicas, varias puntas de lanza... El anciano sonríe con picardía al objetivo de la cámara y dice, con buena voz y un punto de misterio: “Cuenta Catón que el elefante más valiente del ejército púnico tenía un colmillo roto y era el único que tenía nombre propio. Algunos historiadores habían apuntado que perdió ese incisivo en la batalla de Trebia contra Sempronio, pero hoy sabemos que fue aquí en España, junto al río Tajo, en Driebes, Guadalajara, en la batalla entre las tropas cartaginenses y los carpetanos en el 220 a. C.“ Heliodoro mete entonces las manos en la caja y saca un cilindro curvado con la punta roma y la parte más gruesa astillada. “Y este es el precioso colmillo roto de Suru, el último superviviente de los treinta y siete Loxodonta africana pharaonensis, una especie ya extinta por nuestra avaricia. En el montó el gran Aníbal en su campaña contra Roma. Este animal caminó miles de kilómetros, cruzó los Alpes en pleno invierno y fue herido por las flechas en la batalla contra Tiberio. Suru, el elefante más famoso de la Historia, Suru, que perdió este medio colmillo no muy lejos de aquí, junto al Tajo…”

Cuando cortan la grabación la grand mere de la arqueóloga se acerca a tocar el gran incisivo amarillento. Sólo ella sabe que su amigo estuvo en el Ebro, en Angelés sur Mer, en África, encima de un half track subiendo hacia el Kehlsteinhaus. Que le llamaban Heliodoro pero en realidad se llamaba Hếlios, porque su padre, amigo de Ferrer i Guardia, decía que cuando vino al mundo se sintió mucho más deslumbrado por la belleza de un niño naciendo, lleno de sangre y sebo, que mirando de frente el sol del amanecer un abril en Begur. Y sólo ella sabe porqué no se casaron, aunque se han seguido escribiendo todos estos años. Tras la grabación van a tomar un café al Gijón. La anciana Virginia Mendizabal está medio ciega así que necesita pasar las manos por el rostro de Helio o tal vez lo haga de nuevo porque le gusta, como entonces, acariciar su barba y su piel. Él le besa la mano, sonríe y le dice: “¡He tenido que enseñar el colmillo del elefante de Aníbal para que vengas a verme, sabía que con un anillo visigodo no sería suficiente!”

Han pasado veinte años desde entonces. Diferentes excusas y problemas han demorado que Julie Signoret cumpla las dos promesas. Pero sabe que a ellos no les importó nunca el filo de la herrumbrosa espada del tiempo. Además de las cenizas de su amigo Heliodoro y su abuela Virginia, va a enterrar junto al Tajo un pequeño elefante en terracota que compró hace dos años en la tienda de recuerdos del Museo Hermitage en San Petersburgo. Se trata de la reproducción de un elefante de guerra iraní datado en el siglo III-II a.C.  pero sabe que a ellos no les importaría tampoco esta poética imprecisión histórica. Hoy el agua del río está muy estancada y muy verde, docenas de aspersores escupen sobre extensos campos de colza. Ya no hay ríos salvajes ni elefantes furiosos en España. Tras hacer un pequeño agujero junto al lugar donde debía de estar el vado que utilizó Aníbal para ganar la olvidada batalla, Julie se ha sentado a leer unos minutos un libro de Ryszard Kapuscinski que se titula “Viajes con Herodoto”. A ellos no les hubiera importado esta forma atea de oración: “Sin la memoria no se puede vivir, ella eleva al hombre por encima del mundo animal, constituye la forma de su alma y, al mismo tiempo, es tan engañosa, tan inasible, tan traicionera.”

(de “Artes de pesca” fragmentos desechados)

 


 

sábado

SEDAL

 

Su amada Leda le regaló un diminuto ópalo que llegó a un mercado de Thera desde el confín del mundo. Idéntico al color que tiene hoy el mar fuera de la cala de la isla de Delos en la que construyó el pescador su pequeña casa. Techo de abrojos y retama, muros de piedra blanca y madera de naufragio, manta de piel de gazapo y redes puesta a secar en la pequeña playa. Tensa la vela para que acelere el barco y lanza el señuelo de plumas de ganso y perdiz que esconde uno de esos buenos anzuelos de bronce que forja su amigo Luciano en la fragua antigua que heredó de su padre. La brisa huele a hinojo y salvia, o tal vez lo imagina, o quizá se huele los dedos que estuvieron al amanecer dentro de la muchacha. Ella trenzó este hilo resistente que aguanta tan bien los peces. Deshizo un chal valiosísimo que tenía en su ajuar. Nadie conoce los misteriosos y finísimos vellones que tejen esos paños. Llegan de muy lejos junto con la pimienta y valen más que el oro. Un marinero loco le confesó un día que quienes tejían esa maravilla eran unos gusanos feos y blancuzcos, pero estaba borracho de vino resinado, ciego por mirar a las medusas y más anciano que Agatón el que hace pequeñas ánforas para ungüentos. Tras deshacer el chal, trenzó con maña sus hilazas púrpuras hasta hacer un cabo muy fino y muy largo de más de cincuenta brazas. El pescador aprecia más ese obsequio que la piedra preciosa. Cada tarde seca bien ese hilo de pescar y luego lo impregna con aceite de almendras y sebo de liebre. Las Llampugas que atrapa tienen también el color cambiante del ópalo y del mar. Nadie pesca más que él en esa parte del mundo utilizando las plumas anzueladas y la velocidad viento. Luego, al atardecer, nadan juntos hasta el lugar donde aflora del fondo un chorro de agua templada que calienta el volcán. Asan después uno de los pescados que no ha vendido y se aman mirándose a los ojos. Un viajero egipcio que visitó su isla y le vio transportar el pescado hacia el mercado, con un carbón afilado, sobre un trozo de papiro suavizado con piedra pomez, dibujó con unos pocos trazos su figura y su gesto. Luego, varios años después, con lapislázuli machacado, sangre de buey y arcilla, pintará al muchacho en el hermoso fresco en un palacio. Nada queda de ellos. Hace ya muchos años que el volcán reventó y borró la historia. Pero si vas Santorini donde una vez dicen que estuvo la Atlántida, en el museo de la ciudad moderna, podrás contemplar a nuestro pescador afortunado. Si nadas hasta el Nea Kameni sentirás el agua caliente que los acariciaba. En el mar que circunda la isla siguen nadando peces con piel de ópalo que unos llaman dorados o llampugas o koryphaina, en griego “pez delfín”. Y debes saber que el pañuelo grande que se ciñe tu amada a la cintura es igual que el de aquella Leda cuya trama deshizo con dedos sabios para tejer luego el primer sedal del mundo.


 

lunes

"En 1921 o en 2021" CUENTO DE NAVIDAD

 


(dedicado a Javier Reverte).

Tras dos horas de camino por una senda perdida, apenas adivinada entre los brezos, los tomillos y las jaras, llegamos al chozo grande. Me contaste que era antiguo. Lo habían reconstruido tus abuelos y antes los suyos y antes quien sabe, junto al arroyo Torvisco, aprovechando un pequeño hueco que en invierno tocaba la solana y en verano era un sestil fresco. En las piedras grandes de la entrada tocaste con tus dedos palabras latinas desgastadas o símbolos iberos, apenas sombras de letras cubiertas de liquen gris que no supe leer. Semanas antes subiste sola a restaurar la techumbre con nuevas retamas verdes, limpiado el interior y preparado fuera una buena carga de leña junto a la zahúrda y la majada desmoronada, ahora totalmente llenas de robles grandes, zarzas y helechos secos. Habían parado por allí nómadas de antes de inventarse la historia, peregrinos del norte, ganados trashumantes a los que pillaba la primera ventisca, contrabandistas de café con Portugal, maquis perdidos y huidos de cualquier guerra o de cualquier paz. Encendiste el fuego y las velas. Extendiste el gran saco americano de plumas sobre las pieles de cabra. Ordenaste sobre la mesa tocinera, taraceada por mil cicatrices, las mismas viandas del festín de hace 100 años: queso de oveja de Trujillo, pimientos encurtidos, tasajo de montés, una ensalada de corujas que habías recolectado en el arroyo y que aliñaste en un viejo cucharro, pan del Guijo, el mejor vino que encontraste, licor de café casero, perrunillas, higos secos preñados con nueces y el diario. El diario de tu abuela Ángela. Un buen Panamá de Smythson con un 1920 grabado en oro sobre el cuero. Bebimos, casi de un trago, un vaso de vino, tapaste la entrada con las mantas muleras, se templó el habitáculo y comenzaste a leer:
 
"Encendí yo el fuego, tú aún no sabías. Aulló no muy lejos un lobo joven, sonreíste, no sabría decir si por timidez o con un poco de temor. Un chico de ciudad. Una chica de pueblo. Aunque yo sabía hacer una hoguera con yesca y pedernal, había vivido sola en París tres años, sabía tirar con rifle y leía a Keats o a Chéjov en sus idiomas y tú apenas habías salido de Tetuán de las Victorias. Luego aprendiste todo en el otro Tetuán, pero entonces, allí, en ese confín remoto de Gredos, todo era nuevo y distinto para ti. Nos habíamos amado ya otras veces, las suficientes para saber cómo rozar, donde morder o en que momento esperar, pero siempre sobre las civilizadas camas del Hotel Inglés, tras delicadas cenas en Lhardy o el Alberto hablando del inútil de Dato o de la última de Martínez Sierra o del baile en el Bellas Artes en donde nos conocimos, nunca de la guerra de Europa o del polvorín del Rif a punto de estallar o los disturbios de Barcelona en los que había estado con mi padre o de la extraña gripe que se había llevado en unas pocas semanas a los nuestros. Nunca del todo desnudos como esa última noche del año mil novecientos veinte al veintiuno. Esa noche fue muy diferente".
 
Dejaste de leer. Te desnudaste. Nos metimos en el saco. El fuego aún ahumaba el habitáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que íbamos a entrar en el año dos mil veintiuno, y que allí, hace un siglo, otros se estaban escondiendo en este mismo viejo saco dejando fuera el pudor y el miedo, todo lo manso y previsible con lo que engaña el futuro. Te olía el aliento a vino. Sonreías dentro de mi beso. Metí los dedos dentro para luego chuparlos y guardar tu sabor en algún lugar a salvo. También nosotros, hasta entonces, habíamos follado en habitaciones con calefacción, conectados al mundo por mil chismes y viviendo la incertidumbre de una nueva pandemia de la que por ahora nos habíamos salvado. Tenías la piel de la espalda muy caliente y me agarraba a los huesos de tus caderas. Empujabas tú. Vi un chispa volar sobre el fuego y desaparecer antes de llegar a la techumbre. Volvimos a beber los vasos hasta el fondo sin saborear el vino y me pediste que siguiera leyendo:
 
"Me gustaba tu delgadez de niño malcomido aunque el trabajo y tu apetito habían escondido la tristeza y ahora tenías un cuerpo fuerte y seco. Te muerdo aquí o allá como imagino que muerden las lobas no muy lejos, en la oscuridad nevada de estas sierras. Deseaba beberte, celebrar otra vez que estábamos a salvo, agotarte sólo para saborear entonces tus risas y tu leche, las palabras nuevas, una forma de explicarnos la historia que hasta ese momento habíamos ocultado. Salí a orinar. Me alejé del chozo bastantes metros, me metí en la oscuridad, disfrutando de las agujas de nieve en los pies, la helada cubriendo el monte, una libertad que no volvería a sentir. También aullé, tras coger mucho aire, casi dolía el frío en entrar en el pecho. El viento había alejado las nubes de la tarde y la Vía Láctea tenía una nitidez que jamás había visto. Luego pegabas gritos cuando te abrazaba fuerte para entrar en calor y querías o no querías ablandar con tu aliento mis pezones. Aunque no lo sabías, yo estaba acostumbrada a la intemperie. Mi abuelo había sido alimañero, vendedor de pieles, emigrante a Cuba, maestro rural, anarquista buscado, pero su hijo, mi padre, convirtió parte de esa forma de vida en un buen negocio en Madrid. Con él tuve el privilegio de recorrer desde la adolescencia las ciudades más perdidas de Europa. He ido a Joensuu, al norte de Finlandia, a comprar pieles de zorro. Allí el invierno congela el propio orín según cae al suelo, a Tomsk donde los soviets han montado una eficiente industria de cría de visones, a Estambul para pujar en el mercado por las mejores partidas de pieles de astracán, incluso acompañado a mi padre a Dawson Creek en Canadá para comprar castor y después hicimos un largo viaje hasta Manaos para comprar pieles de anaconda y de nutria gigante".
 
Ahora, por un instante, duermes. Me has pedido que escriba en las páginas que hay intactas en la mitad de este Panamá cómo es esta noche, nuestra noche de lobos y pandemia, de fin de época y porvenir dudoso. Como si quisieras dejar en el fino papel marfil un nuevo rastro de migas para otros amantes del futuro. Escribo y describo el camino hasta aquí y cómo hemos seguido el diario, no tanto al pie de la letra como al pie del deseo y el instinto que también los encendió a ellos esa noche de hace casi treinta y seis mil quinientas noches. También escuchamos los aullidos de las fieras que han vuelto aquí tras estar extintas, el crepitar del fuego o la sensación de estar por encima de los siglos y las máquinas, a salvo de esa forma de tiempo que siempre agota el amor y derrota la belleza de la piel. Respiras tranquila refugiada en mi abrazo o en el sueño, en este antiguo saco de ir al ártico que tu abuela compró en Dawson, seda salvaje de doble hilada en verde kaki y plumón de ganso gris. Podrías dormir al raso y a veinte bajo cero sin sentir frío, me has dicho antes. Me entierro en él o nado o bajo a buscarte, a meter mi nariz entre tus tetas y oler el sueño. Salgo con cuidado. Pongo más leña. El humo se va por las toberas que tiene el chozo más arriba, antes del engarce de las piedras con las vigas finas y rectas de tronco de castaño. Te despierta la luz de la llama, mis movimientos, las ganas de seguir tocando la piel, sus pliegues y penumbras. Me preguntas qué he escrito y te lo leo ¿Cenamos ya? Vuelves a llenar los vasos. Ordenas en dos platos de loza el queso y la cecina, la ensalada de berros salvajes que aliñas con aceite y el vinagre de los pimientos. Sacas de alguna parte unos tenedores tallados en madera de tejo. También eran suyos ¿Has escuchado al lobo? Ha sido muy lejos. Nada queda de ellos salvo el diario y el chozo. Dices. Y vuelves al diario:
 
"Mi abuelo, que de adolescente cepeaba zorros por estos montes, no se parecía en nada a aquel viejo masón, librepensador, rico, amante de la poesía y del oporto que supo huir a Londres a tiempo tras cierto magnicidio, aunque luego volvió con otra identidad. En su juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de la Comuna de París y sus quince mil muertos. Un año después coincidió la escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional. Pero con su muerte repentina por el cólera, mi padre se vio obligado a convertirse de la noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto. Todavía el joven idealista, en el 1886, ya convertido en gran burgués, financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y “Fuera política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII, el mismo año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las ocho horas y se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres hace ya mucho tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la mitad de los beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus queridos amigos del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que los hermanos Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la Editorial de la Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por último, seis años después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del pobre Ferrer, ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz. Yo le acompañé para llevarle algo de dinero. Pero ¿toda esta pequeña historia de mi gente a quien importará en el futuro? Vuelvo a tu cuerpo. Ya no soy la señorita elegante que desnudabas con timidez".
 
Dejas de leer. Joder con tu abuela. Te digo. Sonríes. Buscas en tu mochila una fotografía. No vivieron la guerra. Les pilló de viaje y no volvieron. Aunque sí la otra, la grande. No sé cómo acabaron en Berlín o por qué se fueron luego a Finlandia. Mi abuelo había estudiado gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, se hizo profesor, físico. inventó un sistema para regular las ópticas de los telescopios que aún se utiliza. Apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras boreales en 1913 en Sodankylä, 67 grados norte. Iremos. La abuela le enseño a cazar y con ella hizo su particular guerra, contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajenos a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguidos por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel español raro y aquella señora elegante. Me enseñas la fotografía. Deben tener entonces cincuenta años. Ella tiene un aire a ti. El año pasado apareció en el desván de la casa familiar un petate militar con este saco, una navaja grande y este cuaderno Panamá. A mi padre lo crió su hermano pequeño y apenas sabía casi nada de su madre. La familia siguió con la peletería hasta los años ochenta y luego vendieron el negocio. También tengo este recorte. Junio del cuarenta y nueve. He rastreado la noticia hasta un periódico canadiense. Dos excursionistas desaparecidos por una crecida repentina del río Klondike. Ellos. Vivieron guerras, epidemias y todos los desastres del siglo XX para morir ahogados en un río helado. Nos quedamos en silencio mucho rato. Luego te incorporas y bebes un trago de licor café de la cantimplora y muerdes una perrunilla y me pides que siga leyendo un poco más. O escribiendo:
 
"Tal vez construyera este chozo confortable un pastor con imaginación, un suevo arrogante, un soldado bereber, un legionario que llegó de Tracia, un visigodo perdido o un topógrafo aburrido o cazadores íberos, arrieros duros, vagabundos de otros siglos que desearon por unos días un hogar. Y luego los míos. Y ahora yo. Me gusta cómo amas y como abrazas y cómo dejas que nos arrope el silencio. Sentirte otra vez dentro. Probar de nuevo el sabor del vino en tu boca. Saborear esta sorpresa de sentirte por fin salvaje. Tal vez ha sido la maldita gripe que llaman española y la tristeza de estar solos, que nos nos quede nadie, de tener que comenzar, de resistir. Conmigo. Contigo. Quiero llevarte a mis viajes. Llenar este cuaderno con nuestros días. Escribir cada navidad nuestro propio cuento. Volver todos los años al chozo. Mantener esta costumbre. No perder jamás este deseo. Poder aullar como una loba cuando me corro y que respondan las fieras y que sonrías. Sierra de Gredos. 31 de enero de 1920".
 

IBOR y VIEJAS


Asusta sin querer un desayuno de buitres, veinte o treinta animales, ante un ciervo muerto. Se levantan pesados, perezosos, casi torpes, pero luego remontan y su vuelo se llena de la soberbia belleza de quien domina el viento y lo invisible. Ya ve agua a lo lejos. Casi desde el instinto planifica el serpenteante camino de bajada que aún queda para evitar una rocas pero enseguida se da cuenta que la senda que toma está encima de una pequeña calzada romana. “No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida”. Por eso sólo caminar le salva. No tanto como un amuleto o fármaco o puente que cruza el abismo sino como un “hacer” que le descubre el valor incalculable del cuerpo, la salud, las fuerzas que sigue teniendo, el saber que allí están los resortes de muchos otros placeres y también el lugar en el que sus palabras nacen.

 

 

Leer el paisaje. Es un buen libro. Más de mil páginas, más de un millón. Sólo hace falta saber mirar con curiosidad y asombro. Dicen que hay que dominar varios idiomas, el de la estratigrafía y la botánica, también algo de historia y climatología, zoología, mitología, geografía… o chapurrear más o menos una “lingua franca” en la que se mezclan todos, como hacían los periodistas viajeros de entreguerras, coger al vuelo el fraseo aquí o allá e inventar o deducir el sentido de los huecos que faltan.

Enseñé al hijo pescador lo poco que sabía de leer el paisaje. También el agua. Un pescador que no sepa leer el agua es un mequetrefe con caña, un bobo con botas, un arrogante analfabeto. Y si no sabes leer el paisaje sólo verás un decorado o un trampantojo para selfies

En el regazo de alguno de estos anticilinales con crestas de cuarcitas ordovíticas nace uno de los ríos que más amo, pequeño y poco conocido, frágil y precioso. Antes había un mar somero lleno de cloudinas y algas extrañas, y unos millones de años después había hombres que arrancaban calizas, y dolomías, cocían los pedruscos en hornos alimentados con leña de estos montes, los machacaban en molinos de agua y hacían cal para asegurar los puentes de los imperios o las humildes casuchas. También construyeron caminos en unos tiempos en lo que había osos y lobos y casi nadie. Hoy quedan aún bosques maduros de robles gigantes en zonas umbrías y húmedas donde no llegó la avaricia de madera en los tiempos de las armadas y las guerras. Tocamos el agua helada del río. La bebemos. Admiramos los delicados helechos antiquísimos. Luego seguimos la ruta y la lectura.

 

 

(Ayer, en la ruta hacia el nacimiento del pequeñísimo río Viejas, afluente del Ibor, afluente del Tajo, que corría salvaje y limpio, como el nacimiento de cualquier río del mundo)