Echas de menos
al hijo el pescador. Toda una vida de precoces emancipaciones, radicales
independencias, viajes sin compañía, búsquedas placenteras de la soledad para
que ahora sientas que te falta algo mientras vagabundeas por la orilla del río
tras los barbos y las carpas.
La complicidad
que se fragua junto al agua es muy rara. Se trata de una amistad que no
necesita palabras ni pretextos. Uno va acompañado a pescar y es igual que si
pescase solo, pero mejor, porque puedes utilizar el idioma de los pescadores
con libertad, tanto las palabras como los silencios. Ese idioma, para los
ajenos, es algo totalmente ininteligible. Y esa compañía jamás es incómoda sino
todo lo contrario, es confortable, cómplice, leal, divertida.
Caminas por la
orilla a la caída de la tarde, cuando el sol ya está bajo y no quema en el
cuello. Más que barbos, lo que buscas hoy son a esas carpotas golosas que se
ponen en plan aspiradora a recoger hormigas u otros insectos de la superficie
del agua. Reservas para ellas unas hormiguitas rojizas muy aparentes y también
unos escarabajillos gordos hechos con culo de pato que te parecen infalibles.
Como se le ve muy bien el morro a carpa puedes deducir su tamaño y prepararte
para lo peor.
El hijo
pescador, el año pasado, aún no tenía el temple para lanzar a dos o tres metros
por delante de ese morro blancuzco que sorbe los bichos igual que un japonés
sorbe una sopa caliente y ponerse a esperar sin mover el señuelo. Pero tienes
que confesar aquí que tú tampoco tenías ese temple cuando los labios chupadores
eran los de un carpón de ocho o diez kilos. El año pasado todas las de ese peso
te partieron el bajo antes, durante o después de una carrera de infarto.
Echas de menos
al hijo pescador. Su paciencia, su impaciencia. Esa forma que tiene de cuidarte
aunque debería ser lo contrario. Tienes ganas de mirarle a la cara cuando uno
de estos carpones le chupe la hormiga y le saque toda la línea y todo el backing antes de romperle el bajo y decirle au revoir con la aleta.
Toda la vida luchando
por no rendir cuentas a nadie sobre tu tiempo y tus vicios piscícolas,
saboreando la risa del agua, el frío del amanecer, el tacto de un pez grande
por fin rendido, la caricia del sol o su puño, imaginando lo bueno que sería
que el hijo se hiciera pescador y ahora…
…Caminas de
vuelta al coche, desandas la orilla, no sabes si la de este río o la de tu vida,
hueles las flores secas del poleo que vas pisando. A eso huele la libertad.
Fantástico Ramón. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarEmilio
Gracias Emilio. Ahora toca muchas tardes esperar la aparición de las hormigas aladas... o subir al Tormes como premio de consolación.
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