martes

INTEMPERIE



Es universal el gusto de los humanos por comer en el campo. Debe ser algún recuerdo remoto de nuestro inconsciente colectivo, de cuando no éramos sedentarios sino nómadas, de la época del mundo en la que no teníamos casa, ni propiedades, ni patrias y nuestro hogar era la intemperie. Comer en el campo es siempre algo muy especial, muchas veces una fiesta. Nos sentimos siempre bien ya sea el festín una paella, un asado o un sencillo bocadillo.

El pescador ha venido muy temprano a lo alto del torrente. Ha caminado una hora desde la vieja casa de campo de sus antepasados hasta el recodo del río donde ha lanzado por primera vez el señuelo. Luego ha seguido pescando varias horas hasta sentirse agotado y con hambre. Entonces ha buscado una sombra espesa bajo un sauce y ha extendido sobre una piedra musgosa las viandas. Apenas una cuña de queso de cabra del Ibor, un taco de cecina de León, un churrusco de pan y la bota de vino. Tras el segundo trago se siente bien, como si no necesitase nada más en el mundo.

Saborea la densidad del queso, el ahumado de la carne, la frescura del tinto, sin sacar las piernas del agua. Le quedan aún muchas horas para pescar y saborea también esa certeza. Comer en el campo, junto a un río transparente, con tiempo por delante, le hace sentirse libre, igual que se sintieron sin peso muchas generaciones de antiguos pescadores antes de que existiera la historia, la agricultura y las palabras escritas. La comida sabe mejor allí, sin cubiertos ni mesa, sin mantel ni maneras civilizadas, dejando que los dedos y la vieja navaja toquen los alimentos.

El vino le ha limpiado parte del cansancio, le ha dejado el ánimo templado para seguir subiendo la tarde entera. Queso, pan, cecina, vino. Alimentos sólo en apariencia sencillos, sofisticadas golosinas de civilizaciones antiguas que él sigue disfrutando en cada bocado. Recuerda que cada año la industria de la alimentación saca al mercado quince mil nuevos productos que comerán millones de consumidores creyendo que son "comida". Pero a él sólo le hacen feliz esos alimentos milenarios, tal vez su sabor también se guarda en el inconsciente colectivo, un lugar de su memoria de pescador que también tiene su hijo, goloso y glotón como él, y todos los pescadores que conoce.

Da un último trago largo a la bota antes de guardar la comida en el macuto y volver a pescar. Se lava las manos en la corriente, entierra los dedos en la fina arena del fondo y luego se limpia en el pantalón. Toca ahora atar una seca grande que imita a un saltamontes. 


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