La heridas en la piel de la memoria de la infancia dejan las cicatrices
más indelebles y dolorosas. No quiere
decir que luego duelan menos o dejen menos surcos o que su mordisco ya no nos
espante. Pero de adultos conocemos de qué va el dolor y podemos adelantar los
analgésicos o las dosis de olvido y disimulo suficientes para no gritar.
Tal vez su pertinaz aspereza personal o su gusto por estar solo y
no necesitar casi nunca compañía vengan de aquellos días. Haber perdido al
padre con quince años tras contemplar la larga tortura que algunas enfermedades
anticipan. O con dieciséis haber despedido a su amigo más despierto, alegre, vivalavirgen
y mejor pescador en un pueril y estúpido accidente de automóvil. Y las constantes despedidas de después.
Las heridas de las truchas tuvieron que ser muy profundas y graves pero se
libró del mordisco hambriento de la nutria o del picotazo de la garza o el cormorán y siguieron vivas. Luego aguantaron más peligros, riadas
otoñales, formidables sequías sin cuento y otras aventuras difíciles mientras se curaban. Y ahora están aquí
entre tus dedos. Reconoces en ellas algo que tu también has sentido. Las tratarás
entonces con más mimo que a las otras y las dejarás nadar de nuevo en la
corriente cristalina de la libertad como sólo se dejan marchar los amores más
íntimos y verdaderos, con la minuciosa certeza de que os encontraréis de nuevo otra mañana y otra tarde. Quién sabe cuándo o dónde. Adiós amigas, cuidaos mucho.
Genial... 🤗
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