No muy lejos de aquí hay una encina de ochocientos años ¿cómo será vivir ochocientos años? El pescador acaba de pasar por la senda de los olivos salvajes, tienen aceitunas pequeñísimas que hacen las delicias de los pájaros. Nunca mano humana los domó, nacieron y crecieron sobre el azar de las estaciones de esta esquina del mundo. Cada año los saluda como si fueran amigos, como si también ellos tuvieran movimiento, experiencias, descubrimientos, dudas. Acaso sí las tienen sólo que quien se mueve es todo menos ellos. truchas cazando saltamontes y escarabajos en la orilla. Pescador ojeando y acechando truchas en la ribera. Hace ochocientos años, cuando nació la enorme encina, este río era el mismo, apenas ha cambiado. Imagina que entonces tendría más vida bajo el agua, el Tajo en el que desemboca no estaba encarcelado en presas sucesivas. Evoca a un pescador de entonces, con su caña larga de bambú, su sedal grueso y su anzuelo artesano pisando muy despacio las piedras de esta orilla. Por aquellos años, por apuntar un trazo grueso de la rancia historia, Leonor de Aquitania, con casi ochenta años, visitó este lugar para conocer a sus nietas y eligió a una de ellas llamada Blanca de Castilla para que se casara con el delfín Luis de Francia. En algún momento de ese otoño una bellota cayó en lugar propicio, echó raíz y en abril o mayo sacó sus dos hojitas buscando el sol. En algún instante de ese día un pescador se metió en la boca una aceituna y saboreó su amargor aceitoso e intenso, lanzó el señuelo a una trucha, la luz del sol ya mordía el bosquecillo de enfrente.
No muy lejos de aquí el pescador conoce bien una dehesa que ha sido propiedad durante generaciones de hijosdalgos. Su último propietario era un banquero que, salvo el chalet que se hizo construir en medio de la finca y el ridículo jardín circundante, apenas pisó los montes de su propiedad. Como siempre tenía asuntos importantes que tratar y otras muchas propiedades por el mundo ni siquiera frecuentó demasiado esa casa. Quién disfrutó de verdad de todo aquel paraíso fue el humilde guarda. Su abuelo, luego su padre y después él nacieron en la finca, la conocían como la palma de su mano y la usó siempre como si fuera suya. No lo era, la propiedad legal era del poderoso banquero pero el auténtico usufructo cotidiano estuvo siempre en manos de aquel guarda que cazó, pescó, cultivó, recolectó, paseó y disfrutó de aquel paraje como sólo son capaces de hacerlo quienes aman vivir en el campo y conocen sus secretos. El pescador conoció al banquero y al guarda, el primero era un hombre celoso de lo suyo y amargado por el destino, el segundo era una persona apasionada y feliz del que el pescador aprendió muchas cosas valiosas que hoy le sirven.
Con el boom urbanístico, o el tsunami de cemento, o
la fiebre de esta “nación rotonda” trufada de adosados y segundas residencias
en el campo, la clase media soñó con tener en propiedad su micro pedazo de
tierra. Miles de personas se hipotecaron de por vida para tener diez, veinte,
cien metros cuadrados de parcela para plantar rosales o lechugas, quitar malas
yerbas, abonar un limonero y considerarse propietarios de por vida de un trozo
de mundo.
Pero el pescador, un tipo pobre y precario, prefirió
siempre el usufructo del horizonte, de las enormes dehesas comunales, de los ríos y
sus peces, del campo libre de alambradas y registros de propiedad. Y sobre todo
del tiempo gastado allí, del tiempo soberano, de las horas dedicadas a
disfrutar de los peces y de las encinas centenarias en lugar de trabajar para cubrir
hipotecas, arrancar malas yerbas o segar el césped propio. Porque ¿somos de verdad propietarios de
algo?, ¿propietarios de la tierra ya sea una gran dehesa o una exigua parcela? Sólo del tiempo, apenas del presente, de lo demás sólo tenemos su usufructo.
Foto: Felipe Escobar |
La propiedad de las cosas es el antipsicótico que hace olvidar la temporalidad que somos. Es el analgésico del que huye de la más terrible - la única- de la verdades. Somos el tiempo en fuga, el espejo en el que la raíz del castaño de la Naúsea sartreana nos evoca nuestra esencia -falta de ella- temporal. Los pescadores hemos sabido descubrir y paladear la fugacidad, la rotundidad del fluir temporal que somos, en el instante de la picada, en el ascenso de la trucha a la mosca, en el fluir del agua del río. Decías en otra entrada, en esta cueva tuya que no había filósofos pescadores. Te equivocabas. Todos los filósofos son pescadores, aunque ellos aún no lo saben. Un saludo.
ResponderEliminarManuel R.
Tienes razón, muchos filósofos son pescadores pero aún no lo saben (salvo alguno...)
EliminarNo hay muchas formas de "parar el tiempo", pescar, leer, follar, conversar de forma apasionada, un viaje. Entretenerse en poseer cosas no sirve de mucho, las cosas siempre perduran más, pero es verdad ese carácter antipsicótico.
Gracias Manuel.