Dejó atrás la primitiva cantina hecha de adobes y se asomó a la
parte umbría del pilar del puente. El agua fabricaba un suave remolino y paraba
parte de la dura corriente. Allí aguardaban los peces más grandes y fuertes a
que llegase la comida por la invisible cinta transportadora del agua al estar obligada a pasar por los embudos de los dos arcos. Levantó uno de los rollos de
la corriente y recolectó un buen puñado de gusarapas que luego conservaba en
uno de los bolsillos delanteros de la camisa previamente empapada. La caña de
bambú de cuatro metros era muy ligera y flexible tras pasar cinco años
secándose en el desván de la casa grande. El cañaveral que crecía junto al pozo y los mandarinos era
uno de los orgullos de su abuelo. El sedal atado a la empuñadura pasaba luego
por la única anilla de la punta. El aparejo era mínimo, apenas dos pequeños
plomos y dos anzuelos de dieciocho que había aprendido a empatar con habilidad
y rapidez tras unas cuantas tardes de dócil entrenamiento ante los ojos del
viejo. Le gustaba escaquearse de esas horas de siesta, libre ya de los tedios y
rutinas de la escuela. Le gustaba también madrugar, desayunar un gran plato de
buñuelos recién hechos por su abuela y bajar hasta el puente para pasar la mañana pescando hasta la hora de
comer. Pronto cumpliría doce años. Sostenía la caña bajo la axila con la mano
derecha mientras los dedos de la izquierda sentían la leve tensión del sedal,
el picapica del pez, el breve tirón final antes de ver salir del agua oscura a
dos pececillos llenos de plata, oro y vida. La sombra de la maraña de sauces le
ayudaban a ocultar su silueta, sus ojos acechaban el punto misterioso en el que bajaba a lo oscuro el sedal. Recordaba aún, como un hecho lejano y ya remoto,
la primera vez que llegó hasta ese lugar de la orilla con su abuelo, con ocho o
nueve años. No olvida las primeras instrucciones, las primeras larvas acuáticas
rebullendo en su mano, y sobre todo la fascinación, el deslumbramiento de
sentir por primera vez el tirón y ver luego los pececillos salir de lo profundo y
llegar hasta sus dedos mientras intentaba sujetarlos y desclavar el pequeño
anzuelo de sus bocas.
Sumergió el sombrero de paja en la corriente y luego se lo puso.
Sintió de inmediato el escalofrío, el frescor escurriendo por su cara y el cuello. Luego
acuencó la mano para beber un trago. Vio como varias larvas había logrado
llegar hasta el borde del bolsillo y se tiraban al agua. Lanzó de nuevo por
encima del remolino. Esa vez sintió un tirón distinto, más violento, más seco. La caña se dobló y el sedal cortó el agua corriente arriba superando el pilar
y los primeros rápidos. El pescador nunca había sentido nada semejante. Otras
veces había logrado atrapar un barbo bueno, alguna boga grande, pero esta vez
debía de ser otro pez de una raza distinta. Recordaba los consejos del viejo, la caña siempre alta, seguir con la punta la
carrera del pez, no forzar el hilo, cansar al pez si es grande, seguirlo. Pero el pez
no se cansaba y la punta de la caña comenzó a bajar, a dejar de apuntar al
cielo, a tensar demasiado el fino sedal traslúcido. El chico corría con habilidad
saltando de piedra en piedra corriente arriba hasta que logró orillar una
hermosa trucha oscura. La sujetaba a duras penas con las dos manos, vencida al fin, quiso
alejar al pez del agua antes de desanzuelar pero sin saber cómo el animal se
soltó, cayó en lo somero y se alejó despacio, perezosa, sin que el chapoteo del
pescador y sus dedos atenazando el agua o el vacío lograsen sujetar aquel cuerpo grande y
resbaladizo que desapareció en un segundo río abajo de nuevo hacia el remolino. Su color, su forma, sus dientes,
sus silueta en el agua alejándose se le quedará grabada al chico como un
tatuaje hecho de tinta negra en los más hondo de sus ojos. Subió desolando la
cuesta, casi llorando, con la caña en una mano y el junco lleno de bogas
ensartadas en la otra. Le parecieron entones pececillos ridículos, botín de
niños, de pescadores torpes que iba a lo fácil. Desde entonces sería ya otro
pescador aunque no lo sabía.
Han pasado casi cuarenta años. Apenas queda nada de aquel puente, tan sólo la base de pizarras de un pilar. Se lo llevó hace años una buena crecida. Apenas
quedan bogas o grandes barbos remontando su río, casi ninguna trucha. Apenas queda
memoria de todo aquello, salvo las cicatrices suaves en las durísimas piedras
de la orilla y en la frágil memoria que nos hace ser quienes somos aunque pasen los años. Pero el cañaveral
sigue allí y el bambú crece fuerte. Al pescador, contemplar la insistencia de la vida le hace
bien. Las bogas de nuevo entre los dedos le han recordado el niño que fue, el pescador
que es o ya era entonces.
Muy buena entrada Ramón. Yo todavía recuerdo mi primera carpa grande, que también se me escapó cuando casi la podía tocar con los dedos. Por supuesto iba a volver al agua de todas formas, pero aquella privación del derecho a alzar la captura fuera del agua me marcó.
ResponderEliminarMuchos años después toqué una gran trucha en el mismo lugar. No lo era, claro, pero siempre quise imaginar que era la misma de entonces.
EliminarPrecioso, me ha encantado. Me he sentido pescando.
ResponderEliminarEmilio
Gracias Emilio.
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