Pescamos en un lugar apartado, vaciado, olvidado, y sin embargo, a su manera, aún intacto. El agua fluye limpia y transparente, el jolgorio de la vida hoy está en su apogeo. Nos sentamos a descansar rodeadores de flores y del zumbido de los insectos liados en lo suyo. Tal vez sea porque estamos en un día de optimo climático o porque somos amigos y estamos juntos haciendo lo que nos gusta, o quizá porque el paraje mantiene una extraña belleza agreste, rota, fuera del tiempo humano y nuestro tiempo íntimo se acompasa al ritmo de lo salvaje, pero nos invade un extraño bienestar.
Y más allá del agua, cientos de duendes volando, nemoptera bipennis, flotando sobre el suave calor de mayo. Un insecto endémico de España, un bicho amenazado, frágil, raro, elegante, con cuatro pares de alas, con las primera vuelan, con la segundas engañan a sus depredadores si les fallan sus colores disruptivos que las adornan, un camuflaje maravilloso que los hace desaparecer en cuanto se posan en una avena seca o una retama de flores amarilla. Cada vez tienen menos lugares donde vivir, no les vale cualquier suelo o vegetación y su ciclo reproductivo es muy extraño. Las hembras ponen los huevos sueltos, duros, pocos, a penas diez o doce, una sola generación al año, parecidos a pequeñas pelota de golf. Los huevos se asemejan a una semilla cualquiera, las hormigas se los llevan al hormiguero y cuando nace la pequeña larva monstruita, cabezona y caníbal, con unas mandíbulas carnívoras adaptadas para comer larvas de hormiga, se pone a la tarea. Como al final huele igual que ese hormiguero, se mueve muy poco y está llena de polvito, las hormigas confiadas no le atacan y vive dentro del hormiguero durante uno o dos años hasta convertirse en otra cosa, un duende volador. De adultas las nemópteras comen polen y de paso polinizan las flores que luego generan semillas abundantes de las que se alimentarán las hormigas así que la evolución ha tramado este ciclo de interdependencia sutil, un triángulo maravilloso que cuando lo descubrimos nos llena de asombro.
Pescamos sin usura, sin prisa, disfrutando del brillo de la luz sobre el río, de la aspereza de las piedras o su suavidad pulida por el agua. Los peces van y vienen. Nos sentamos a ratos en la orilla a contemplar la vida, a ver fluir este tiempo tan ajeno a los ritos destructivos del progreso. Las casi invisibles nemópteras llevan aquí millones de años y tienen mi respeto y mi cariño. Depende de nosotros que este suelo, este pequeño río y este rincón del mundo siga así, intacto y vivo. La vida salvaje es muchas veces sutil y poco visible, desconocida y fragilísima. Quién viene a pescar a este pequeño curso de agua se acuerda luego siempre. Quien ha visto volar a docenas de nemóptera pennis no lo olvida nunca. Los duendes existen, no lo dudes.
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