Entonces poca gente caminaba por el monte
al atardecer con el viento del norte haciendo crujir las hojas secas de los
robles mientras la helada cubría de escarcha las jaras. Pero en esas horas, él
y yo nos apostábamos en los pasos, junto a los madroños más duros, en las bañas
de limo oscuro donde había huellas recientes de algún buen jabalí. Ahora sé que
nuestra admiración era recíproca. No había para mí olores más deliciosos que
los de su carpintería, el aroma de los troncos curándose al sol, las tablas recién
cortadas de abeto de Canadá, pino Soria, castaño gallego y roble de Kentucky. Admiraba la precisión con la que ajustaba una puerta o torneaba gruesas vigas
de nogal, lijaba el detalle de un arcón o barnizaba a muñequilla una silla de
encargo. Envidiaba la realidad tangible de su trabajo, las horas de esfuerzo
convertidas en objetos bellos y perdurables. Ahora sé que él pasaba las noches
junto a la chimenea fascinado, leyendo una y otra vez los cuentos de Horacio
Quiroga, los relatos de Chaves Nogales o las historias de Kipling y que
envidiaba en silencio cómo surgían las palabras de mis dedos para construir
frases que definían con precisión un hecho, evocaban con nostalgia un recuerdo,
traducían por arte de magia imágenes y tiempo en las palabras negras sobre el
papel blanco del periódico. Un día le regalé aquel libro con todos los cuentos
de Quiroga encuadernado en piel de tafilete y él me fabricó en su taller una
soberbia culata de raíz de nogal al stutzen con el que todavía cazo.
Ahora sé que no distaba mucho su trabajo del mío, que es muy parecido trabajar la madera o el lenguaje, la sierra o las teclas de la máquina de escribir y que nuestro deseo secreto era haber podido intercambiar nuestras profesiones. Yo me pasé muchas tardes en la serrería, sentado sobre una pila de tablones, observando su trabajo y él muchas sobremesas explorando mi biblioteca mientras yo acababa de escribir el artículo para el Heraldo de Madrid o la revista Ahora. Para la gente él era el carpintero de Jara y yo el periodista de la capital; él salió pocas veces de la Vera y para mí viajar lejos era sólo una rutina laboral. Pero no era muy diferente nuestra visión del mundo, nuestra fe en la razón y en la ciencia, en la cultura y en la educación para todos, la solidaridad como única ley entre todos los hombres, una visión cruda pero optimista y armónica de la naturaleza, la crítica moral y política al poder y sobre todo la convicción de que las libertades del ciudadano y su propia responsabilidad debía regir su destino, pero todas estas ideas fueron antes y después despreciadas por unos, y por otros tachadas de anarquistas o de revolucionarias en el peor de los casos. Pero nosotros nunca hablamos en serio de otra cosa que no fuera la caza, la pasión instintiva por acechar a los animales, la decisión de tener nuestras propias leyes y no utilizar otros medios que nuestras piernas, un rifle ligero y la experiencia que dan los amaneceres de aguardo en los robledales, las muchas tardes de espera en el riachuelo, los días de caminar por la sierra, las incontables noches al resguardo de un chozo con el fuego calentando nuestro cuerpo y nuestra imaginación. Para nosotros la caza no era un deporte, no se trataba de una competencia entre hombres en pos de trofeos o cantidades de piezas, sino una forma de entender el mundo. La naturaleza, la vida, no escondía para nosotros su violencia, su tragedia o su crueldad, pero tampoco su belleza y su hechizo.
Ahora sé que no distaba mucho su trabajo del mío, que es muy parecido trabajar la madera o el lenguaje, la sierra o las teclas de la máquina de escribir y que nuestro deseo secreto era haber podido intercambiar nuestras profesiones. Yo me pasé muchas tardes en la serrería, sentado sobre una pila de tablones, observando su trabajo y él muchas sobremesas explorando mi biblioteca mientras yo acababa de escribir el artículo para el Heraldo de Madrid o la revista Ahora. Para la gente él era el carpintero de Jara y yo el periodista de la capital; él salió pocas veces de la Vera y para mí viajar lejos era sólo una rutina laboral. Pero no era muy diferente nuestra visión del mundo, nuestra fe en la razón y en la ciencia, en la cultura y en la educación para todos, la solidaridad como única ley entre todos los hombres, una visión cruda pero optimista y armónica de la naturaleza, la crítica moral y política al poder y sobre todo la convicción de que las libertades del ciudadano y su propia responsabilidad debía regir su destino, pero todas estas ideas fueron antes y después despreciadas por unos, y por otros tachadas de anarquistas o de revolucionarias en el peor de los casos. Pero nosotros nunca hablamos en serio de otra cosa que no fuera la caza, la pasión instintiva por acechar a los animales, la decisión de tener nuestras propias leyes y no utilizar otros medios que nuestras piernas, un rifle ligero y la experiencia que dan los amaneceres de aguardo en los robledales, las muchas tardes de espera en el riachuelo, los días de caminar por la sierra, las incontables noches al resguardo de un chozo con el fuego calentando nuestro cuerpo y nuestra imaginación. Para nosotros la caza no era un deporte, no se trataba de una competencia entre hombres en pos de trofeos o cantidades de piezas, sino una forma de entender el mundo. La naturaleza, la vida, no escondía para nosotros su violencia, su tragedia o su crueldad, pero tampoco su belleza y su hechizo.
Entonces el campo era la forma de vida de mucha gente y no el idílico espacio para el ocio y la contemplación que es ahora para miles de habitantes de las ciudades que ven en cada animal un rasgo humano y se creen que el campo, el bosque y la montaña son un idílico paraíso confortable. En aquellos años no era difícil ver un lince o escuchar el aullido de los lobos muy cerca del chozo y seguir el rastro de un gran jabalí desde la cuerda de Jaranda hasta Tormantos. Entrar en la sierra cubierta de nieve era entrar en un mundo salvaje en el que una ventisca podía traerte la muerte dulce del frío o un mal paso hacerte caer al abismo de un barranco. Después él me ha contado que nuestra sierra fue refugio de fugitivos y maquis, de guardias a la caza del hombre. Más tarde desaparecieron los lobos, los linces, los pastores con los que muchas veces compartimos las chozas y el fuego; llegaron los furtivos empujados por el hambre terrible de aquellos años y después los furtivos por diversión o negocio, los excursionistas de fogata y basura, los carriles y caminos por todas partes y los cazadores sin otro objetivo que acumular piezas, competir por el trofeo o la estupidez de matar más que el otro.
No creo que el mundo fuera mejor entonces que ahora, pero en aquellos días, con apenas treinta años, recuerdo nuestra última cacería como si fuera ayer. Era también noviembre y caminamos por toda la cuerda nevada de Tormantos, en dirección norte, detrás de un gran jabalí herido al que veíamos aparecer y desaparecer a lo lejos. La bala del "nuevetres" apenas le había rozado el lomo y su rastro de sangre se agotó en pocas horas. Caminamos a prisa durante mucho tiempo creyendo que el jabalí estaba cada vez más cerca, que en la siguiente loma, en la próxima vaguada, tras esa retama estaría por fin visible y al alcance de nuestras balas. Entonces éramos jóvenes, orgullosos, fuertes, arrogantes, estúpidos y ningún jabalí herido iba a jugárnosla en una sierra que creíamos conocer como la palma de la mano. Al atardecer del segundo día, agotados y hambrientos, comenzó una ventisca terrible, nos hundíamos en la nieve hasta la cintura a cada paso y nos perdimos al poco tiempo. Con la ropa de entretiempo, sin refugio ni más comida que cuatro higos secos rellenos de almendras y sin posibilidad de encender fuego, era seguro que no amaneceríamos con vida. Nos arrastramos por la nieve hasta un gran tocón de roble y nos acurrucamos juntos a esperar la muerte.
No creo en la magia, ni en nada trascendente por encima del sol, pero lo cierto es que el jabalí apareció de pronto a diez metros de nosotros, era un impotente animal de pelo canoso que parecía aún más grande y más irreal con las crines cubiertas de nieve, las orejas tiesas y las navajas amarillentas, enormes. Comenzó a caminar despacio, mirando de cuando en cuando hacia atrás como para asegurarse que le seguíamos. Nos arrastramos tras él hasta que una hora después, casi sin luz, adivinamos a unos metros los chozos de los pastores. La bestia siguió lentamente caminando por la vaguada del arroyo hasta perderse en la penumbra para siempre. Nunca hemos hablado de aquel día, no nos preguntamos qué nos hizo no levantar las armas y disparar al jabalí cuando apareció tan cerca en medio de la ventisca o por qué se convirtió en nuestro extraño guía.
Al día siguiente volví a Madrid, se acababa de proclamar la República. Después, un después de muchos años, guerra, exilios, olvido... él estuvo en el Ebro y luego con "la Nueve". Yo me exilié en Londres y luego en México. supervivientes de todo un siglo que se acaba, volvimos a encontrarnos en el pueblo.
A veces el tiempo parece una montaña inmensa llena de infinitos rincones donde se esconden los recuerdos; otras veces, sin embargo, el tiempo es sólo una brizna seca escondida bajo la nieve en la que no cabe casi nada de memoria, pero ahora mis palabras son de las montañas y no de las briznas, de los recuerdos hermosos y no de la memoria débil que tenemos los viejos. Hoy, por fin, intercambiamos profesiones. Yo hago juguetes de madera para mis nietos y él escribe cuentos para los suyos sobre lobos audaces, jabalíes sabios, auroras boreales, selvas impenetrables y tormentas terribles. En estos últimos años, de vez en cuando, a pesar del frío y la vejez subimos a Tormantos, hacemos aguardos al atardecer en los robledales llenos de bellotas y esperamos con impaciencia la próxima ventisca para desaparecer, como aquel gran jabalí, de un mundo en el que las sierras y las montañas sólo son postales que recorrer en todoterreno y no ese lugar mágico, violento y hermoso en el que una vez nos descubrimos libres y vulnerables.
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