Va a pescar monstruos. O los suyos. Nueve pies línea ocho y un señuelo con apariencia de cruce entre fregona vieja y árbol de Navidad desahuciado. Camina río abajo despacio, evitando hacer ruido para sorprender a los corzos y a los zorros. Saboreando esa pequeña libertad. Nunca la hubo grande ni de ningún otro tamaño o precio más allá de unos pasos y de algunas horas malrobadas al capitalismo. Pero disfruta mucho de esos minutos largos que van rozando las vueltas y revueltas de la senda perdida. Los pedruscos graníticos y los espinos secos. Las encinas dormidas y los brezos con flor. El grito del arrendajo al llegar a la poza.
Antes se hizo en casa también un bocadillo de
monstruo por hacer la gracia completa. Algunos monstruos despreciados suelen
estar exquisitos. El hígado de rape, rosado y blancuzco en crudo, parece la
lengua de algún marciano accidentado y conservado en bourbon en cualquier área
51 de Nevada junto con los dientes de Kennedy y el tupé lacado de Reagan. Quitó
las pequeñas venas metiendo los dedos y el cuchillo, operando sin miedo. Luego
puso la pequeña víscera en agua de mar y zumo de reineta un buen rato. Secó,
salpimentó, empaquetó el hígado en film y lo hirvió al vapor unos pocos
minutos. Más tarde, ya frío, cortó filetitos mientras se cocinaba el puré de
manzanas, bulbo de hinojo y jerez. Metió unas cuantas lonchitas entre dos
rebanadas de pan challah, embadurnó su interior con el puré y añadió pequeñas
medallas de rábano picante. Bocadillo de monstruo. Es lo que ahora almuerza
tras el premio de haber luchado con otros. Propios o del río. Refresca el
hambre con una cerveza bien cargada de lúpulo leonés. No hay mejor amargura. La
otra mejor dejarla en casa. Ya lo decía Vázquez Montalbán “La comida, destruye
el cuerpo y puede matar el alma a través de sus agentes, como el colesterol y…
la nostalgia es la censura de la memoria” Pero el bocadillo de hígado de rape
sólo tiene colesterol del bueno y la memoria, refrescada por los rabanitos y la
cerveza helada no le duele, ahí sentado, en el terciopelo húmedo de un cancho
alto. En los huecos de la rocas hay pinturas de otras eras. En el agua oscura
de este río ve el brillo de los ojos de los amigos que no están. Alonso Quijano
peleaba con aspas y odres. Él con peces y zarzales. Porque solo hay monstruos dentro. Solo
ahí hay peligro.
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