Guillermo, Fernando, Angel Luis e Iker asistiendo al milagro de la multiplicación del pan y los peces. |
Mi hijo el
pescador es comilón y glotón, disfruta con comer, es curioso e inquieto y no
tiene prejuicios gastronómicos. Además está delgado, no le gusta la vida
sedentaria a la que le obliga la educación de pupitre y silencio que tenemos en
esta España que no parece del siglo XXI.
Cualquier
pescador sabe que el río da mucha hambre y que esa sensación de apetito, tras
muchas horas metidos en el agua, haciendo equilibrios sobre las piedras y
caminando por ahí es muy placentera. Paramos un rato a descansar y sacamos el
picoteo, la navaja, la anécdota asombrosa. Si estamos en nuestros remotos
rincones preferidos solemos elegir el minimalismo tradicional del jamoncito
bueno, el queso en aceite, la morcilla de calabaza, el ántima, el pan, los
higos secos rellenos de nueces y el dulce membrillo. Si estamos cerca de la
civilización elegimos tascas en las que se puede entrar con el vadeador puesto.
En ocasiones
he hecho emparedados y tortilla de patatas o he llevado turrón de postre, termo
de café con miel y buen chocolate negro. De entre las tascas tengo especial
aprecio a la Cueva de Silverio en Garganta la Olla donde, a eso de las doce,
muchos domingos, casi recién abierto el bar, subíamos a almorzar varias
raciones de callos con tomate, otras tantas de cochinillo con patatas fritas y
magro con pimientos empujado todo con buen pan, abundante cerveza y mucha
hambre. El bar está a menos de cincuenta metros de la misma garganta y podíamos
subir con la caña armada y el vadeador por disfraz. Yo en Garganta la Olla
siempre me he sentido como en casa, la gente de allí es muy orgullosa y muy
hospitalaria, nada ni nadie les achantó nunca y aman cada pequeño bancal de
tierra como a una patria.
Hay otros
bares, tascas, cantinas y tugurios junto a los ríos de mi vida en donde nos
dieron bien de comer y beber. A todos ellos los guardo en mi memoria con cariño
porque el pescador, ya muy quemado de río, agradece que no le embromen, ni le
hagan esperar, ni le miren como a un bicho raro, ni le desplumen cuando pide de
comer.
Pero parar a
comer, con hambre, junto al agua, a pie de río, es uno de esos grandísimos
lujos placenteros que tenemos los pescadores al alcance de la mano. Aunque sólo
lleve ese día pan y jamón o un puñado de higos no los cambio ni por el mejor menú en Le
Meurice.
He leído esta entrada mientras comía en el típico establecimiento de centro comercial y, aunque la comida no era mala, vaya si la cambiaba por unas pocas lonchas de jamón y pan junto al río oyendo su rumor. O a la orilla de un lago o embalse disfrutando de los reflejos siempre cambiantes de la luz en el agua...
ResponderEliminarY tanto, en esas comidas es cuando más se echa de menos esos otros día de hambre y río...
EliminarPor fin te decidiste Ramón. Como aperitivo vale. Eres un buen cocinero de las palabras y de lo otro creo que también. Vendrán más platos de esto ¿no?
ResponderEliminarUn saludo
Emilio