A pesar de lo que digan antropólogos y genetistas, de la familia se hereda poco más que la forma de la nariz, el color de los ojos, un apellido y la quesofilia.
En mi familia rompemos la media per cápita de consumo de queso de 9 kilos al año y nos acercamos a la media europea de los 18 kilitos. Somos unas familia quesófila. Nos tira al monte más la cabra o la oveja que la vaca pero no hacemos ascos a ninguna leche (búfala, camella o yak), tampoco a la forma, color, olor o estado de curación de cualquier queso. Pero tantos años de cata nos ha hecho quesófilos exigentes y tal vez demasiado críticos. Al volver de un viaje, cerca o lejos, en la maleta suele venir perfumando la muda y sus alrededores un surtido de quesos para luego compartir en familia, hacer una cata y polemizar un poco.
Hay por ahí cada vez más quesos insulsos, plasticosos, malplagiados, infames, hechos con milleches y polvitos diversos. Cierta parte de la industria está homogeneizando y empobreciendo la inmensa variedad de quesos de este mundo, sin hablar de la maniática condena de europeístas estreñidos (quesófobos sin duda) a las leches crudas, las hojas de roble, los cuajos de verdad naturales, los maravillosos ácaros o algunos mohos mágicos. Por suerte hay muchos heroicos queseros y a la vez ganaderos que han recuperado exquisitas variedades casi extintas y consumidores con fundamento a los que no se las "dan con queso" y buscan, pagan, saborean esas delicias recuperadas del olvido y la marginación de leyes estúpidas y mercadotecnias bárbaras.
Me es imposible elegir entre cientos de quesos maravillosos que conozco y en esta cuestión, como en casi todas, soy muy poco nacionalista. Pero hay dos que para mi no son queso sino golosina: la torta del Casar y el Picón de Tesviso. A ambos quesos les va muy bien una seca, ácida y fría sidra natural, un buen pan tostado y un horizonte lejano y poco urbanizado. Yo suelo elegir Picos de Europa o la cara sur de Gredos, pero me serviría también cualquier otra montaña salvaje del mundo mientras descanso a la vera de un río. Con los ojos cerrados y a distancia, sólo por el olfato, uno puede saber que se ofrecen esos quesos en la mesa, apestan de exquisitos. La infinita curiosidad de los humanos hacia lo comestible nos hace descubrir que hay cosas que huelen mal y saben bien (un queso) y cosas que huelen bien y saben fatal (un perfume).
Me como la torta untando grandes porciones en pequeños pedazos de pan con una espátula de palo que acabo de labrar con la navaja. Entre uno y otro queso, a modo de descanso, devoro a mordiscos una reineta ácida. Saboreo después el picón en pedazos pequeños, casi sin pan, permitiendo que su textura se vaya deshaciendo en la boca y refrescándome luego con un buen buchín de sidra. Hermano así en el paladar y en la memoria a Extremadura y Cantabria dos de mis patrias quesófilas.
Tras la merendola sigo pescando. Y quién imagine o suponga que soy un contemplativo o un sedentario que se atreva a seguirme torrente arriba tras las truchas. Se me olvidaba que también heredé de la familia, además de la forma de mi nariz judía o la quesofilia, esta pasión incansable por la pesca con mosca.
Yo también me declaro quesófilo (y por supuesto mosquero) así que me ha gustado mucho la entrada. Sólo añadir que conozco un caso de herencia de quesofobia: una sobrina ya de bebé mostraba la aversión de su padre al queso. Una lástima para ellos, no sabe lo que se pierde.
ResponderEliminarEs verdad, yo también conozco algunos casos de padres quesofóbicos e hijos idem.
EliminarBen Gunn de "la Isla del Tesoro" prefirió un queso con el que soñaba todos los días de naufrago en la isla al tesoro en sí...
Puff, leyendo y salivando!
ResponderEliminarMe encanta el queso y particularmente el de oveja viejo, que pique el paladar.
Saludos!
Muy buen plato, Ramón. También me declaro quesófilo (ya sabes, los genes franchutes). Y eso que por culpa de ese impertinente que de vez en cuando me importuna (el colesterol LDL) como mucho menos queso del que quisiera.
ResponderEliminarY encima has sacado uno de mis quesos preferidos, el de Tresviso. Trabajé y viví un año en la frontera entre Asturias y Cantabria (metido en las crías y cultivos de ostras, almejas, rodaballos, lubinas y otros bichos). Muchas tardes lluviosas de otoño e invierno las pasábamos algunos compañeros de curro en el chigre de Alfonsu, en Colombres: “Alfonsu, saca un poco de queso, que aún nos queda pan”, “Alfonsu, un poco de lomu para acabar esta sidra”. Y Alfonsu, ceremonioso, sin poder acercarse mucho a la barra por causa de su tripón sidrero, nos ponía otro plato de queso de Tresviso y abría otra sidra. No le hablaras del queso de Cabrales, para él mucho peor. Hace tres años me dejé caer por Colombres, como un perrillo perdido anduve por sus calles rebuscando hasta que encontré el rincón de Alfonsu, allí estaba caído. Un montón de escombros era lo único que quedaba. Pero el regusto del queso y de esa sidra peligrosa, que entraba sin darse uno cuenta, todavía me queda en la memoria.
Buena entrada, Ramón. Yo soy más de dejar los quesos para el final. ¿Nos sacarás más platos, no? Aún tengo hambre.
Gracias.
Emilio
A mi también me gustan mucho ahora los quesos como postre, aunque en mi tribu se siguen comiendo como entrada. Mi padre, en sus viajes al norte, solía traer Cabrales y Tresviso a pesar de las broncas de mi madre para que se acabase "ese queso apestoso cuanto antes". Pero nos inoculó a todos los hermanos el veneno de ese queso delicioso. No te quiero contar mis viajes equinocciales a Asturias y Cantabria en verano, a los cursos de la Magdalena, con muy poco dinero en el bolsillo y una tienda vieja y rota de camping como hogar. Sardinas asadas, queso, sidra y pan eran nuestro menú. Nunca tuve menos y nunca fui más feliz.
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