Comencé a pescar en estas aguas tan negras hace unos pocos años. Mi intención era ambiciosa y vacua. Quería enseñar a mi hijo el pescador todo lo que los ríos y los peces me habían enseñado. Y también aprender todo lo que él me iba mostrando según iba creciendo junto al agua. Sabía que siempre es mejor enseñar lo que uno sabe con el ejemplo, que las palabras muchas veces son confusas, engañosas, difíciles, pero aún así me decidí a escribir.
Por suerte hay muchos libros que hablan de los peces, las técnicas de pesca, el lance, el montaje de moscas o de ninfas, los ríos del mundo a donde ir a pescar, las experiencias y mil anécdotas de los pescadores o sus secretos y trucos. Sin embargo me parecía que había pocos libros que hablasen de lo que empuja a los pescadores hacia el agua, de lo que siente un pescador en el río, de lo que siempre o casi siempre damos por supuesto.
En ese momento estaba en una frontera extraña de mi vida. Con los años que acababa de cumplir había muerto mi padre y más o menos a esa edad había muerto también el suyo. Aunque mi salud había sido siempre muy buena y había heredado unas actitudes físicas que me hacían incansable, algo me hacía dudar, ¿mi buena fortuna se terminaba?. Siempre me había sentido inmortal como en el cuento de “la camisa del hombre feliz” pero ahora pensaba que tal vez el tiempo ya estuviera tasado y esa camisa rota.
Recuerdo muy bien aquella mañana de marzo de hace tan sólo cuatro temporadas. Faltaban ya pocos días para que se abriera la veda. Bajé a mi garganta para tocar el agua, contemplar mis chorreras y pozas favoritas, decidir que hacer con el resto de mi vida. Lo que no se dice o se escribe se olvida. Lo que no se hace o se vive se pierde. El tiempo aplazado no se acumula en sitio alguno, no hay bancos de tiempo.
Luego volvimos los dos a los mismos lugares, a pescar, a aprender. Y escribir para él, igual que pescar con él, me hizo entender un poco mejor para que sirven los padres y quienes son nuestros hijos. Aquel día mordió mi señuelo una trucha muy buena, cerca de la rasera de una poza preciosa que tiene las dos orillas llenas de árboles y donde nunca es fácil lanzar. Vi salir el pez de su postura, tomar el cangrejito, volver al fondo. Se apoyaba en la corriente y en la profundidad para dominar la pelea. Así debía apoyarme yo en palabras, en su corriente, en su profundidad, intentando hablar siempre desde el agua y desde la intima complicidad del hijo pescador que me acompañaba por ahora en todas las aventuras.
No hay bancos de tiempo. Ni siquiera la memoria nos sirve para atesorar aquello que amamos o disfrutamos vivir. Pero escribir sobre truchas y corrientes, cañas de pescar y ríos me sirve para no perder el tacto de ese tiempo, para tirar del sedal y sentir que siempre, al otro lado, en eso que es oscuro, sigue revolviéndose mi vida igual que aquella trucha.
Buena entrada Ramón, me ha gustado mucho. De vez en cuando es necesario dar un paso atrás y revisar qué estamos haciendo y porqué empezamos a hacerlo para no perder el contacto con la realidad dentro den nuestro ensimismamiento. Un saludo
ResponderEliminarGracias J. Así es. Volver la vista atrás para ver la senda aquella de Don Antonio...
EliminarY me consta que somos muchos los que te agradecemos que sigas poniendo en blanco sobre negro esos pensamientos, esas sensaciones con los que nos sentimos identificados.
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