Dejo la caña junto a cerámica rota. Sopeso en la mano un pegote de
hierro fundido con el que tal vez pensaban fabricar ¿espadas o anzuelos? ¿Tartessos
era entonces un mundo feliz? ¿los extraños pueblos neolíticos que ya construían
elegantes barcos para cruzar el Mediterráneo soñaban otro futuro? ¿el gran
Imperio Romano que duró quinientos años imaginó quedar convertido en
cuatro piedras rotas y desgastadas al pie de un embalse verdoso? ¿qué hace
aquí, en medio de Extremadura un escarabajo egipcio? ¿no es el pequeño
escarabeo un ejemplo perfecto de globalización? ¿Cómo se sintieron los iberos
cuando llegó esa multinacional económico-cultural-bélica llamada Roma S.A. a
cambiarles, mejorarles, destruirles la vida? Dice mi amigo Jordi Faba que
siempre ando mirando hacia atrás, que siempre pongo un pie lejísimos para
comentar este desolador presente.
Un grupo de barbos se mueve con pereza entre los árboles
sumergidos. Me subo a una gran piedra que forma parte de un muro, tal vez de un
templo, para lanzar mejor y alcanzarlos con mi bicho. Uno cambia de dirección
y toma el escarabajo con pereza. Al otro lado del agua, en la orilla de en
frente, se ve con claridad una urbanización de lujo, ridícula y presuntuosa,
que ha ocupado una pequeña península artificial fabricada por las aguas del
embalse ¿Quedará menos y en menos tiempo que de este gran muro de granito rajado? Los
más avisados ya están huyendo de “la isla”. Nadie pagará por la destrucción perpetrada.
Nadie paga por ninguna destrucción salvo esa palabra ya extraña y lejana que se
escribe: “nosotros”. Dice mi amigo Jordi que siempre soy pesimista, funebrista,
derrotista. Es lo que tiene pescar tantas veces junto a ruinas que hace miles
de años eran una propuesta humana de paraíso.
Hoy "el cadáver" de nuestra civilización ya está muerto, aunque todavía ande por ahí
quemándolo, gastando, degradando todo, agotando lo que queda igual que el
zombi. Hasta el menos imaginativo y obtuso de los ciudadanos puede ver este
presente corriendo hacia la destrucción de la naturaleza salvaje, este futuro ya tan cercano
en el que el calentamiento global nos vuelva aún más egoístas, miedosos y
caníbales. Pero el fin del capitalismo no lo vemos. Esta fábula maravillosa denominada: el
“realismo capitalista de hoy”, nos sugiere un sistema indestructible en el que
la ciencia y la tecnología siempre lo podrá reconstruir todo y todo lo promete
arreglar para que sigamos dándole a la máquina de derrochar vidas, incluida la
nuestra. “No hay alternativa” decía Thatcher y ahora Trump y aquí cualquiera de
sus actuales compinches neoliberales del nuevo imperio derechil. No hay
alternativa, los ríos deben seguir así, atascados, sucios y secos para que esta
modernidad y esta forma de progreso siga rulando...
Ayer revisábamos las viejas fotos del "vuelo americano del 56".
Contemplar este río bronco, rápido y entonces libre desde el cielo nos parecía algo tan
increíble y remoto como descubrir un nuevo planeta en el confín de las
estrellas. Entonces el país estaba subdesarrollado pero los mejores cerebros de la
dictadura ya planificaban destruir para ganar, malvender para enriquecerse,
expulsar para apropiarse. Igual ahora, sin la excusa de Franco. ¿Dónde se
esconde nuestra imaginación y nuestra capacidad colectiva para cambiar esta
realista, retorcida y sucia destrucción? Me viene a los dedos Fredric Jameson... Trabajo precario y vida precaria,
cultura de consumo y consumo de cultura, precisas burocracias salidas del
cuento de Kafka, ese mercadillo callejero llamado educación, ese Gran Hermano
en cada chisme portátil, esa forma de hacer política sádica de CEO de empresa
especulativa, esas millones de personas grilladas que se curan tomando
pastillitas y viendo teleseries... o, como yo, escapándose a pescar por unas
horas, huyendo durante algún tiempo del espanto.
Nos sentamos a descansar junto a desmoronadas habitaciones que hace miles de
años protegían tal vez el cuidado, la ternura y la esperanza de una familia cualquiera.
Dentro de pocas semanas todo estará cubierto de nuevo por el agua. Veo otro gran
barbo acercarse. Ya sólo contemplar su merodeo curioso me llena de dicha. De tristeza.
Dentro de miles de años, en lugar de un pegote de hierro, alguien encontrará por aquí un pegote de plástico y ningún pez.
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