miércoles

WALSER


Al filo de octubre, cuando por fin le saludan las tormentas y los chaparrones furiosos le limpian de los ojos esa tristeza dura del final del verano, recuerda a Robert Walser. Sólo caminar le salva. El cuerpo recuerda. Han sido miles de años. El tiempo de hoy, de trabajos sentado, inmovilidad de horas y horas, mirada sin horizonte y vida en receptáculos es un lento martirio. Llena la pipa. Sigue bajando por el cauce seco, siguiendo las sendas de los ciervos, disfrutando sin más. El placer está ahí, cuando agarras el tiempo, cuando es tuyo sin otra condición que beberlo o derrocharlo como quien abre la mano llena de arena, despacio y el mar nos pertenece.
Parte de los poderosos ponen hoy la fe en el transhumanismo, ese cuento de los que suspendieron la asignatura de ciencias naturales y no leyeron nada del “Nuevo Prometeo”. Y  la otra parte sigue a lo suyo, como si de verdad no hubiera mañana, destruyendo la tierra y apilando sus tacos de juguete de madera o de dominio o de dioses o de misiles muy inteligentes o de burocracias absurdas en enormes montañas de basura. Los demás nos dejamos llevar y olvidamos que el tiempo, el que cada cual guarda en el azar de sus pasos y su genética, es una ganga escasa pero llena de oro que vendemos luego a precio de papel desgastado o palabras metidas en contratos o chismes que llenan unas casas cada vez más pequeñas.

Sigue bajando. Nadie podría creer que este cauce que parece un camino pedregoso en medio de un desierto estuvo en abril lleno de vida verde y de peces, libélulas y millones de flores. Asusta sin querer un desayuno de buitres, veinte o treinta animales, ante una vaca muerta. Se levantan pesados, perezosos, casi torpes, pero luego remontan y su vuelo se llena de la soberbia belleza de quien domina el viento y lo invisible. Ya ve agua a lo lejos. Casi desde el instinto planifica el serpenteante camino de bajada que aún queda para evitar una rocas pero enseguida se da cuenta que la senda que toma está encima de una pequeña calzada romana. Al llegar a la orilla ve las aletas, la ronda de los peces más grandes a tiro de látigo, el barro de la orilla lleno de huellas de zorro, jabalí, corzo, venado, garza. “No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida”. Por eso sólo caminar le salva. No tanto como un amuleto o fármaco o puente que cruza el abismo sino como un “hacer invisible” que le descubre el valor incalculable del cuerpo, la salud, las fuerzas que sigue teniendo, el saber que allí están los resortes de muchos otros placeres y también el lugar en el que sus palabras nacen. Lanza lejos, un barbo de buen porte se acerca, abre la boca, toma el escarabajo y luego se sumerge. Caminará después muchas horas y tocará también otros peces como quien acaricia los tesoros del mundo y se siente, sin tener nada, el hombre más rico de la tierra.



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