Escucho “Suzanne”. Estoy leyendo “los hermosos vencidos” en una
edición barata comprada en el mercadillo de los jueves. En uno de los
puestos venden cintas de cassette y libros. Es otro siglo. Otro tiempo.
Cartas de papel. Teléfono en el pasillo. Comienza abril y la garganta va
muy crecida. Tengo las botas altas rotas. Las dejé en casa llenas de
pegamento para bicicletas. Cruzo sin miedo con el agua helada por encima
de la cintura. En medio de la corriente lanzo el señuelo. Pesco muchas
sin moverme de allí. Levanto los brazos para no mojarme los codos de la
camisa. Tengo dieciséis, bicicleta, amor y un cesto viejo lleno de
truchas. Las hojas de los robles son de un color verde suave y tienen el
tacto de la piel de Maite. A media mañana me siento al sol para
secarme. Comienzan a crecer los helechos. Sonrío muchas veces sin darme
cuenta. El profesor de matemáticas es un cafre. Piensa que en clase que
me río de él y me odia. Llevo el libro de Cohen en una bolsa de plástico
para que no se moje. Leo con el sol en la espalda. Llega Alejandro y se
sienta al lado sin decir nada. Se lía un porro. Entrecierra los ojos.
Me lo pasa. Mira mi cesto y dice “joder”. Sigue pescando garganta arriba
y dice “adiós Soria, luego nos vemos”. Hubiera sido uno de esos amigos
con los que uno sigue pescando la vida entera. De esos que tus hijos y
sus hijos se hacen amigos. Pocos meses después, poco más abajo de este
lugar precioso se matará en un coche. No tenía aún dieciocho. Ese dolor
raro se queda ahí. En otro cesto que estaba lleno también entonces.
Luego soltamos las truchas y el dolor, pero pasarán muchos años aún.
Alejandro también sonreía siempre. A veces pescaba más. A veces menos.
Lo que aprendí con él no cabría en un cesto. Ni en mil. Hoy llegó en un
sueño todo esto. Cristalino.
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