Mi hijo el pescador sabe que me gustan los ríos difíciles, los de aguas broncas y orillas enmarañadas, los que no tienen sendas ni lugares cómodos para lanzar. Grandes o pequeños, me gusta que se sientan sus aguas salvajes y peligrosas. Desde bien pequeño me enseñaron que la pesca de la trucha en torrentes de montaña es un deporte de riesgo, que con las rocas y las aguas turbulentas no se juega.
Me gustan los
ríos complicados, los que acojonan cuando hay que vadear en marzo y por los que
hay que andar siempre haciendo equilibrios entre las piedras, grandes cantos
rodados, cuando no cantos gigantes que en mi tierra llaman “canchos” entre los que hay que subir, bajar, trepar o saltar con
mucho, mucho tiento si no quieres romperte la cabeza. Quién ha pescado en estas
gargantas sabe bien de lo que hablo.
Pero si me
gustan esos ríos no es por afán de aventura o amor al riesgo, es porque ellos
grabaron dentro de mi ese paisaje como un lugar de paz, de gracia y de
felicidad, porque camino entre sus piedras como si los pies ya supieran el
camino y un giróscopo de equilibrista funcionase dentro de mi cabeza al margen
de mi voluntad o mi consciencia.
Y de entre
todos, en especial, me gusta uno al que conozco desde el nacimiento de sus
hilitos de agua que se filtran entre el musgo y la nieve hasta su desembocadura
mansa. Lo he recorrido entero, lo he pescado muchas veces, muchos años y me sé
de memoria sus pasos, orillas, pozas, tablas y cascadas. Ha sido mucho tiempo
ignorado, maltratado y explotado pero al final del otoño se revuelve furioso, limpia
con orgullo cualquier rastro humano y grita bronco sus ganas de seguir vivo,
cuida de sus piedras y sus truchas y no deja que cualquier pescador se burle de
su piel.
Sin embargo,
como todos los ríos del mundo, también es muy frágil. Imagino que debajo de las
piedras y el musgo, los árboles y las malezas es de un cristal muy fino. Imagino que son los peces que
viven en sus aguas los que nos aseguran que aún no se ha roto ese alma profunda y transparente.
Yo por si acaso piso despacio por la orilla y dejo a las truchas libres. No hay
nada en él que yo haya marcado o transformado a pesar de haber pescado tantos
años. Es lo mejor que puede ser un pescador, invisible.
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