Bajé con el hijo al trastero de mi madre, una
catacumba de más de ochenta metros cuadrados llena de todos los cacharros que
una familia numerosa puede acumular en cuarenta años más algunos alchiperres de
anteriores generaciones. Nada que envidiar a la tumba de Tutankamon, la cueva
de Alí Babá o las minas del Rey Salomón, solo que sin joyones ni oropeles.
Mientras él rescataba del olvido comic de Trinca, mecheros Zippo, libros viejos y
juguetes prehistóricos yo me topé con mi primer ordenador y mi primera caña de
mosca entre varias capas de polvo cuaternario.
El PC apareció metido en su caja bajo un
grueso trapo. Un Amstrad 1640 de doble disketera que me había comprado con parte
de la beca de la universidad y que me sirvió para ganar mi primer dinero como
sociólogo estadístico grabando y procesando los datos de una encuesta, aunque
entonces solo era un estudiante sin blanca. Tras una semana descifrando un paquete
informático llamado Systat con su manual
de mil páginas en inglés fotocopiado, picando
quinientos cuestionarios, sacando tablas, haciendo gráficos con el Harvard Graphics y escribiendo el
informe con el Wordperfect entregué un documento por el que me pagaron
con un cheque que triplicaba el precio del ordenador y me sentí el hombre más
rico del mundo. Cuando le digo a mi hijo que el cacharro tiene 640 Kbits de memoria
RAM, iba a 8 Mhz y no tenía disco duro
el chaval me mira incrédulo y sonríe sin entender muy bien lo que eso representa.
El PC aún funciona pero el plástico tiene ya el color amarillo turbio de los huesos
o de las cosas que se han guardado demasiado tiempo y que ya son casi arqueología.
En cambio la cañita, una Berkley de fibra, que estaba dentro de su funda de tela
grisácea y muy rozada, para mi sorpresa estaba flamante y como nueva, con ella
había pescado mi primera trucha con línea pesada y mosca seca, sin embargo ya
no la recordaba. La había comprado precisamente con un pico del dinero que gané
con aquel primer informe en una tienda de Pall Mall junto a unas diminutas mosquitas
con las que logré la proeza de la trucha. Me pareció casi imposible que aquel
hermoso pez le hubiera hecho caso a una seca grisácea y anodina montada en un
¿veintiséis? en lugar de a mis usuales cucharillones Celta del tres de entonces.
Esos fueron mis tesoros rescatados del trastero, aunque el ordenador
se quedó al final allí en su caja, la caña se vino para casa. No tiene el valor
anticuario que tienen mis desgastados Segarra o mis Mitchell, mis cañas de fibra de
vidrio o de bambú heredadas pero si el valor evocador de aquel primer dinero,
el primer viaje a Londres enamorado, la primera trucha a seca, un tiempo que a mi no me
parece muy lejano y que sin embargo sí lo es a los ojos de mi hijo el pescador.
Le parece además asombroso que aún conserve aquel cacharro y que, en una de mis
cajas de mosca, aún estén prendidas aquellas microscópicas mosquitas grises. Le digo al hijo, algo funebrista ante las ruinas acumuladas en ese trastero, que le dejaré en herencia esas pequeñas moscas, mucho más no tengo.
El tiempo pasa muy deprisa para algunos objetos que nos parecían muy modernos, en cambio a otros parece
que los respeta el tiempo. He usado esa pequeña mosca algunas veces a los largo
de todos estos años y nunca la he perdido, pero he perdido todo lo de entonces,
todo lo que parecía que iba a ser fuerte y duradero.
Bueno, todo no, siguen vivas las aguas donde pesco a mosca con mi hijo el pescador.
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