Diseño y foto de Victor Lázaro Fernández |
...Con toda su formación
científica, su ateismo militante y su incombustible curiosidad, entonces creía
en la "mosca milagro". Además no existía Internet y la única información le llegaba
de pescadores mayores con escaso don pedagógico y poca voluntad por contar en
detalle a un veinteañero fanático e incansable el secreto de sus mosquitos más
pescadores. También estaban las revistas francesas, americanas, inglesas, alemanas
o española que coleccionaba, leía y releía con usura aunque tenía la certeza
que a pesar de los bellísimos y complicados montajes, ninguna de esas moscas
era la mosca mágica, la mosca secreta, la mosca milagro ante la que todas las
truchas babearían de gusto y tomarían sin recelo.
Además tenía
el recuerdo conductista positivo de sus tiempos de cucharillero en el que sí creía haber descubierto la cucharilla milagro.
Una cucharilla Celta, de pala negra del
número uno. Un secreto que no le habían sonsacado sus amigos ni aún utilizando
los más refinados trastos de torturar de la Santa Inquisición. Con esas cinco pequeñas
cucharillas negras, compradas por azar en un viaje a París, castigaba las bocas
de las truchas y la envidia de sus colegas trucheros un día tras otro. Hasta
que el “burdo rumor” corrió por el río y en las cajas de todos los pescadores
florecieron las pequeñas cucharillas azabache. ¿Cómo se habían enterado? ¿dónde
las habían comprado los cabrones?
Pero la existencia
del señuelo perfecto, como la fe en un dios, la creencia en la existencia de
los marcianos o los argumentos positivos sobre la reencarnación, el cielo o el
diablo volvió a reforzarse con un nuevo señuelo que esta vez adquirió en su
primer viaje a Nueva York. Un pequeño cangrejito de plástico verdirrojo de poco
más de cuatro centímetros que culebreaba bajo el agua como aquellos cangrejos extraños que comenzaron a invadir las partes bajas de su río. Sobre aquel artefacto se cerraban con
saña las bocazas de las truchas más grandes, esas que pasaban olímpicamente de
las cucharillas plateadas, negras, doradas, con pintas o con plumas lanzadas al
agua por los otros crédulos pescadores.
Así que debía
de haber una mosca mágica, una mosca infalible, sólo era cuestión de dar con
ella y copiarla. Corrían rumores, se descubrían nuevas moscas efectivísimas en concursos
y eventos, se probaban montajes ancestrales o modernos adobos con materiales
raros, plumas de pajarracos exóticos, pelos de animales extintos, sedas tintadas hace décadas por maliciosos
alquimistas alemanes o diseños hiperrealistas, impresionistas o cubistas. Tenía
ya en su caja como tres docenas de falsas moscas mágicas diferentes pero
ninguna era de verdad milagrosa e infalible.
Luego, entre la
secta mosquera cundió también la falta de fe. Se decía que no era cuestión de la
mosca sino de la presentación, la ausencia de dragado, una delicada posada y mil
argumentos distintos que los entendidos pretendían explicar con su jerga de cuentistas
o mil razones de lógica cartesiana, kantiana y hegeliana.
Desde entonces
han pasado más de veinticinco años. Se ha demostrado la existencia de los
agujeros negros y del bosón de Higgs, gracias a Internet el arte de pescar ya
no guarda ningún secreto oculto y la secta de los perdigoneros ha arrinconado a los ortodoxos secanos hacia los rincones más alejados y remotos del universo mosquil.
Sin embargo el
pescador sigue buscando la Piedra Filosofal,
el abracadabra, el Santo Grial, el Dorado, la Piedra Filosofal, la Fuente de la
Eterna Juventud, la Mosca Infalible aunque sepa con certeza que esta no
existe. No existió nunca. En realidad la mosca perfecta es su curiosidad, su capacidad para observar,
sus ganas incansables de saber, su pasión por las truchas, la certeza de sentirse
siempre un aprendiz y esa voluntad de no esconder ningún saber valioso a otro pescador. Es invierno y en los ratos perdidos monta con mimo las nuevas
moscas y ninfas que utilizarán en primavera. El único secreto mágico, infalible,
milagroso es disfrutar, igual que entonces, con todo lo que le enseña el río y su hijo el pescador.
Diseño y foto de Paco Redondo Domínguez |
Coincido en que la mosca perfecta, infalible no existe. Pero a la vez creo que sí existen las moscas pésimas, las que no clavan peces. Y no son otras que aquellas en las que el pescador no tiene fe. Lanzar sin fe es siempre (según mi experiencia) sinónimo de fracaso. Así que hay que pescar como si la mosca que llevamos atada al bajo fuera la piedra filosofal.
ResponderEliminarUn saludo
Es verdad lo que dices, Jorge, tener "fe" en el señuelo que usas es casi el 50% del éxito, porque en cuanto dudas comienzas a poner y quitar moscas como un poseso, sin saber leer lo que nos pide el río.
EliminarEstupendo texto, Ramón. Y totalmente de acuerdo contigo, Jorge. Cuando ato una ninfa -es decir, cuando no hago nada con la seca-, ato tiempo un 90% de desconfianza en la ninfa y las truchas lo notan.
ResponderEliminarUn saludo a los dos.
Emilio