Estos días que
veo a mis hijos, sobrinos y a tantos niños jugando con sus gadgets tecnológicos
me he acordado de aquellos días, no hace tanto tiempo, en los que el teléfono
de casa era un aparato negro de baquelita plantado en el salón. Llamar a la novieta
entonces y mantener una conversación para quedar después era todo un ejercicio
de monosílabos crípticos y códigos secretos para que nadie se enterase de el
con quién, para qué y dónde.
En vacaciones,
apenas paraba en casa para comer y a veces ni eso. No lo sabíamos, jamás utilizamos
esa famosa palabra, pero saboreábamos y disfrutábamos una libertad que hoy
ningún chaval puede imaginar. No soy un padre restrictivo hacia la catarata
tecnológica, tal vez porque fui pionero en el asunto y participé con mis humildes
trabajos en la reducción de la brecha digital de los españoles. Tampoco me creo
nada las ciberutopías, ni las falsas
promesas de libertad que proponen las tecnologías de la información y la comunicación.
Analizo chismes, cacharros y aplicaciones y me siguen asombrando sus utilidades
y sus limitaciones. Mi crítica va más por la sociofobia que fomentan, sobre todo entre los adultos tecnofílicos, que por las posibilidades de acceso de menores a cualquier
contenido porno, tóxico o peligroso. Esta tecnología y las famosas redes
sociales no van a permitirnos tener mejores amigos, ni ser ciudadanos más
comprometidos y con más poder de cambio social aunque estemos más informados y
sea mucho más fácil y rápido conocer a otros afines.
La libertad
real es otra cosa. Era otra cosa. Por ejemplo con dieciséis quedar el sábado con
tres o cuatro amigos a eso de las seis de la mañana para bajar caminando a
pescar a la garganta. La caña, la caja de señuelos, un bocadillo de jamón, una
naranja y el día entero por delante. Si era más lejos cogíamos un autobús. Volvíamos a casa al
atardecer, a veces casi anocheciendo y no pasaba nada aún cuando pescar en esos
ríos fuera una actividad peligrosa. Pasar el día entero junto al agua, saltando
de piedra en piedra, vadeando las corrientes, sin ningún adulto cerca, sin
saber que quienes cuidaban de nosotros éramos nosotros mismos, los unos de los
otros.
La libertad
era tener tiempo y ser soberano de todas esas horas sin ninguna vigilancia, ni gadget de seguridad, ni miedos o
prudencias. Llegaba a casa muy cansado pero me lavaba con una ducha caliente la
peste a pescado y el agotamiento y salía al encuentro de la novieta, fascinado
por el sabor de sus labios, sus lecturas de Blake y Juan Ramón y su resistencia
para beber tercios de cerveza WollDamm
hasta las tantas de la madrugada.
La libertad
era otra cosa. Haber dormido apenas tres o cuatro horas ese domingo y sin
embargo volver a madrugar y reincidir en bajar al río tras una larga caminata, esta
vez solo, silbando una de los Queen o los Who. El sol salía de pronto entre las
ramas de los robles de cualquier recodo y luego el tiempos se deshacía en el
agua.
Hay padres
tecnofílicos entusiasmados por las habilidades de sus hijos para manipular con
certeza cualquier chisme o cacharrito electrónico, para encontrar la resolución
de las tareas del cole por Internet, ayudarles a hacer el proceso de compra online
de un billete o seguir con atención a la vez el guasap, un videojuego y una serie de la tele que se acaban de bajar.
Les imaginan adultos expertos y bien promocionados en sus futuros laborales.
Hay padres
tecnofóbicos preocupados por los oscuros peligros que acechan a su prole en la
red y la abducción que sufren los niños enganchados durante horas y horas al móvil,
la psp, la tablet o el portátil. Les imaginan tristes adultos prisioneros de un
mundo virtual, ilusorio y vano, como enganchados a un nueva droga hiperadictiva.
Hay padres que
piensan que cualquier tiempo pasado fue simplemente distinto. Cuando le
cuento a mi hijo el pescador el significado que tiene para mi la palabra
libertad se queda en silencio. Tal vez porque piensa que es una historieta más
de su padre el fabulador o porque intuye una certeza transparente, que no
existen los ríos virtuales, ni las libertades virtuales. Que ser dueño de tu
tiempo es la única libertad y la tecnología no ha hecho mejor al mundo, ni más
libre, es sólo una herramienta.
Buena reflexión. Es cierto que el tiempo es un bien muy preciado, y cada vez más en este mundo moderno en el que aparecen tantas cosas para hacernos perderlo...
ResponderEliminarComparto totalmente tu punto de vista.
ResponderEliminarSin lugar a dudas, la tecnología es una herramienta, no un fin.