El río lamía
despacio las riberas llenas de hierbajos ralos y brezales enanos. En las suaves
montañas del fondo aún se agarraba la nieve. Nadie contemplaba uno de los
paisajes más hermosos de las islas. Las diminutas flores del brezo eran de un
rosa muy intenso que contrastaban desde muy lejos con los verdes oscuros, la
nieve, el cielo, tan raro sin nubes en esa latitud.
Nadie, solo
él, metido en el agua helada por encima de la rodilla. Un pescador casi
centenario que lanzaba con delicadeza una mosca pequeña con una caña de bambú
aún más antigua que él. Había dejado el Land Rover en la curva. Su amigo Willy McCoy
se había gastado muchos miles de libras en recubrir el carril con una exótica grava rosada para no romper el paisaje con una fea
carretera parda. Casi medio millón para no manchar la belleza del inhóspito paisaje escocés. Así era el
Sir.
El pescador
clavó una buena trucha. Parecía que el pez, en cualquier momento, iba a tirar al
anciano al agua. Pero logró afianzar bien los pies en el fondo y la dejó correr por la tabla. Luego fue recogiendo la seda hasta tener la trucha en la red. Le
quitó el anzuelo y la tomó entre sus manos resecas y temblonas. Vete. La trucha se quedó un segundo
flotando entre dos aguas y al segundo siguiente desapareció en lo profundo. El
pescador caminó muy despacio hasta la orilla y se sentó en una roca. Encendió
con mimo el habano y aspiró una calada lenta. Volvió a pensar entonces en la
llamada anónima que había recibido de madrugada.
Bueno Ángel, amigo, por fin tienes tu dichoso libro. Dijo a nadie.
Te pensaba llamar esta mañana. Ayer me enteré de que
había aparecido en el mercado tu jodido manuscrito de pesca. La vendedora se
llama Alexandra Dover, es colega, hablé con ella. Por lo visto sólo es
intermediaria de una fundación con sede en Madrid que se llama Dragón General. El viejo pescador se quedó en silencio. Le sonaba el nombre pero
no sabía por qué. Gracias Bruno, te debo
una. Quiero ir a Ginebra el martes. Compra el manuscrito. No importa el precio.
Apunta una dirección que te voy a dar y cuando lo tengas mandas allí el libro. Ah, y organiza una cena con los chicos. La voz del traficante suizo se hizo más
grave y lenta. Claro viejo. Cualquier día
palmamos. Hace por lo menos cinco años que no nos reunimos. Haremos una fiesta
de despedida. El pescador chupó el habano muy despacio, saboreando los
aromas dulces y picantes del tabaco. Amigo,
¿cuántas reuniones de despedida hemos hecho ya los seis?, cuando cumplimos
sesenta, luego setenta, ochenta, en la última teníais casi todos noventa. ¿Te
das cuenta de que no hemos muerto ninguno?, ¿de que ninguno sufre achaques ni
enfermedades relevantes? Simón, Klaus, Kurt, tú, yo, Tristán es más joven, pero
debe tener ochenta y tantos. Hemos envejecido pero tenemos una extraña salud de
hierro. A veces he pensado que todos morimos, los chicos y nosotros, en aquel
campo y que la vida de después ha sido otra cosa. Se escuchó una risotada
forzosa al otro lado. ¿Qué has bebido tan
temprano viejo cabrón?. Adiós Raimond. Salud.
El anciano
volvió a meterse en el río. Caminaba con tiento pero no con menos torpeza que
cualquier otro pescador a mosca. Podía recordar, como si todo hubiera ocurrido
ayer, las discusiones con Ángel el leonés, metidos en la tienda de campaña, los
tediosos días de antes del desembarco. Su defensa de cierto manuscrito
maravilloso y muy antiguo que describía con palabras mágicas la fórmula secreta
de unas moscas de pesca infalibles. Nos lo trajo a
la escuela el maestro del pueblo, don Atenodoro se llamaba. A veces nos hacía
dictados con aquellos legajos de un amigo suyo. Fijándome en mi cuaderno de
dictado hice yo luego algunos moscos, canela fina amigo, nada que ver con esas
mosquitas inglesas que hacéis aquí y que son una mierda. Aquellos halftrack llenos de españoles republicanos
y franceses de Leclerc comenzaron a atravesar Europa reventando las defensas
alemanas. Por la noche, las pocas horas de descanso, aquel joven leonés le
describía esas extrañas moscas, …plumas
de negrisco acerado claro, pardo de obra muy menuda que no sea dorada, bermejo
de gallo de muladar encendido y luego encima una vuelta de pardo granadina… o
le hablaba de los ríos de su tierra …llenos
de truchas gordas como carcañal de moza. Mira esta caña, me la regaló una pelirroja
que trabaja en Hardy y cuando acabemos con Hitler y con Franco me voy a casar
con ella, voy a hacerme una casa junto mi río y voy a pescar en el Órbigo y el Torío todos
los días de mi vida. Pero si casco
te la regalo. Sería una pena que nadie la llevase nunca más de pesca o que se
la quede algún boche cabrón. Recuerdas, como si fuera ayer, aquel
diecisiete de agosto en el que alcanzaron a tu Sherman y todo hervía. El leonés,
menudo, muy delgado, se metió en aquella olla monstruosa a punto de reventar y
te sacó inconsciente y malherido, pero vivo. Te arrastraba por la hierba cuando
los obuses del tanque explotaron Te debo
una Ángel. Musitaste.
Raymond lazó la seda en la cabecera y clavó una trucha aún mayor que la anterior. Se estaba levantado un viento helado del norte. Salió del agua renqueando, apoyado en su bastón de vadeo. El Sir le tendría preparado en la casa un buen almuerzo con alguno de los vinos que le vendió hace veinte años. Recuerdas también, como si apenas hubieran pasado unas horas desde entonces, el día en que entraste en París y luego, tras cruzar el Mosela, el olor a cordita y a pólvora, a carne quemada, a aceite ardiendo. El camión oruga de tu amigo Ángel convertido en chatarra retorcida. Los cinco españoles muertos, destrozados y sin embargo su frágil caña de bambú intacta, atada junto a los soportes de los fusiles. Esta caña que ahora se cimbrea en su mano. Te debo una amigo. Nunca te olvidaré.
De lo mejor que he leído - y no sólo de pesca - desde hace tiempo. Disfruto cada vez que entro aquí. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias. A ver si aparece el Manuscrito de Astorga algún día...
ResponderEliminar¡Siempre superándote a ti mismo!
ResponderEliminarUn abrazo desde Atenas.