El hijo pescador planea sus primeros “viajes equinocciales” de mochilero sin posibles y uno sólo puede balbucear la prudencia que no tuvo, la mínima comodidad que entonces no pudo comprar, la planificación que jamás hizo, todo eso que uno aprende solo y sin consejos, en el tropiezo y la pérdida. Pescan juntos de nuevo. Bajan lejos. Tocan peces. Hablan de libros recién descubiertos, de ciudades que ya no están y que fueron espléndidas, llenas de vida, bulliciosas, propicias, hoy perdidas, olvidadas y aún peor, expoliadas en una miserable rapiña de piedras, capiteles desgastados, tejas rotas. Pescan juntos y dejan que este tiempo compartido les alimente el cariño y el respeto que se sienten y no nombran.
Le gustaría decirle que todos los viajes, cualquier viaje, es y
será largo si tu mente (y tu cuerpo) se atreven a recorrer la distancia que separa
el hogar de la sorpresa, el confort asegurado de la incomodidad, el frío a
veces, el calor otras, la cegadora belleza en una fragil chispa de tiempo, la
más dura de las desolaciones y un camino dudoso siempre, imprevisible, a menudo
incierto, cegado, sin fortuna; pocas veces tranquilo, afortunado o exitoso. Te
puedes ir a cinco mil kilómetros y no salir de casa. Te puedes mover solo unos
pocos cientos y estar en otro mundo remotísimo. Y no hay viaje más largo que un
viaje de pesca si te atrevés de verdad a ir allí, a ese lugar que conoces y
siempre es tan distinto.
Ha estado en remotos confines, en lugares solitarios que sólo son
pisados a veces por unos pocos nómadas perdidos, en orillas, gargantas, marañas y
riberas que sólo son nombrados en los mapas y, sin embargo, apenas cuesta
llegar a ellos un par de horas de carretera y voluntad. Allí están ahora, en un
confín de esos, en una grieta rara del espacio-tiempo que aún respetó la
tormenta del progreso y olvidaron los vendedores de parcelas con vistas a un
cartel de paraíso. Tocan el agua, contemplan a los peces que a veces suben a
tomar una hormiga o a saltar fuera del agua porque sí, movidos por una furia
repentina, un absurdo estallido de energía, quizá sea su forma de desentumecer
los músculos dormidos tras una noche fría o de celebrar quién sabe que fortunas.
Le gustaría decirle que antes de decidir si te gusta viajar o
prefieres ser turista tienes que leer “el
tiempo de los regalos” y “Entre los bosques y el agua”. Ambos libros son un
único libro. Va de un chaval como tú que sale de su casa con una mochila al
hombro llena de cuatro cosas, quiere llegar a Estambul caminando sin importarle
el tiempo que tarde en llegar, ni las demoras o paradas en el camino que
propicie el azar afortunado o no. Estamos en 1933. Pocos años después la Europa
que ahora recorre curioso, arrogante, valiente, inconsciente, afortunado,
libre, solo, será otra cosa muy distinta para siempre, no quedará casi nada de
todos esos horizontes, salvo quizá los ríos. Cuarenta años después, siguiendo
las notas de sus cuadernos de viaje, escribe un libro. Esos dos libros. Si
prefieres el fastidio de viajar a la comodidad indolente y previsible del
turista mete la cabeza en esos textos, cruza con Patrick Leigh Fermor aquella Europa. Pero no le dice nada salvo ¡vete! ¡claro! ¡sé que serás prudente!¡Me iría contigo si tuviera también dieciocho!
Pescan juntos de nuevo. ¿hay mejor fortuna? Caminan lejos. Llevan un rato largo sin tocar peces ¿dónde hay más dicha?.
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