miércoles

OLDUVAI

Foto: Juanjo Sierra
Desde que salimos de Olduvai y subimos hacia el norte siguiendo a los antílopes, cruzamos hacia Asia pescando las orillas de un mar desconocido y poblamos el mundo desde la precariedad o la libertad de ser tan solo nómadas, añoramos el hogar que era aquel bosque. Luego pasaron los milenios como un soplo en la estepa (o tal vez más lento) y decidimos cambiar la forma de las piedras para hacer una casa, no comernos algunas semillas y enterrarlas ciertas noches con luna, amaestrar cuatro animales, inventar unos dioses, reyes, ruedas, calentar al fuego los metales y decidir que un guijarro de color era una joya. Entonces la añoranza del hogar fue del camino, de estar en la intemperie, de seguir cualquier ruta, hacer fuego y convocar en las brasas aquellas cacerías y aventuras. Hoy estamos aquí, envueltos en abstracciones y prolijas tareas que nos dan dinero para comprar comida, casa, cosas. Corriendo por carreteras, tomando aviones, patinetes eléctricos, zapatillas que descansan los pies (o eso dicen), automóviles que queman fósiles líquidos, van más rápido que el leopardo y tienen la piel pulida de las serpientes. Y la añoranza ahora es más confusa. Por eso nos engañan con cualquier paraíso de ficción, cualquier hogar de fábula, cualquier aventura pintada en una tele. Pero debajo de todo sigue Olduvai y el bosque, los caminos inciertos, la intemperie, la caza y las hogueras para calentarnos las manos y cocinar los cuentos.

O pescar. O caminar hacia aquellos lugares donde aún se esconden los peces salvajes y las aguas más broncas. O perder cualquier confort, miedo o refinamiento para tocar la tierra, el agua, el pez o el espino con los dedos desnudos. O abolir el tiempo rasurado y adaptar el ritmo de los cuerpos al del sol, la lluvia, el susurrar el viento, el latido que hay en todas las fieras y en nosotros. Es cierto, por todas partes hay indicios de nuestro rastro urbano. No hay rincón que la civilización no haya sellado y herido como propio. No hay escapatoria a la red invisible y a la otra, tan visible y precisa para encerrar y distraer la resistente añoranza que aún tenemos de todo lo salvaje que una vez respiramos. Aún así persistimos en la huida. O en pescar.


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