A. saltando de piedra en piedra mientras canta, N. sacando un triplete de truchas al comienzo de la Tabla Larga, R. luchando con un bass enorme en una pequeña recula del embalse que nunca he vuelto a pisar, A. lanzando entre la maleza en huecos de medio palmo, F. lijando bien los nudos de mi primera caña de bambú, M. enseñándonos de nuevo a empatar un anzuelo con paciencia infinita, F. mostrándome la vida que hay debajo de una piedra sumergida en la torrentera. Ya no están. La muerte.
Creemos que la memoria de nuestra vida sólo está en nuestra cabeza. Allí, en algún lugar, entretejidos en las sinapsis del cerebro están las aventuras, experiencias, viajes, días de pesca, recuerdos de años, momentos únicos, paisajes que una vez respiramos y habitamos. Pensamos que la memoria de nuestra vida sólo nos pertenece a nosotros y que en la lejanía del tiempo del futuro sólo existe “el olvido que seremos”, al final sólo humus o ceniza o nada. Pero no es cierto. También estamos guardados en la memoria de los otros, de aquellos con quienes compartimos esos días y aquellas horas intensas que siempre creíamos repetibles, y no lo eran.
Tenemos prisa por vivir, por hacer, por sentir, por conocer. Nos hemos entrenado y acostumbrado a esa velocidad porque creemos que si no nos perderemos cosas importantes, experiencias valiosas. Pero lo valioso y lo importante está siempre muy cerca. Lo precioso, lo que de verdad nos hace felices está aquí al lado y es sencillo, tan solo un torrente limpio en el que lanzar la caña y una memoria grande y dispuesta. La nuestra. La de nuestros amigos.
Vivir no es un carrera, no hay que llegar a ningún sitio, ni conseguir ningún trofeo, ningún reconocimiento más que la sonrisa de quién compartió contigo ese lance afortunado, esos días de enorme, real y brillante libertad. Hoy siento que es mejor estar en deuda que ser acreedor. Haber tenido la fortuna de conocer y tener por amigos a gente generosa que nos dieron porque sí, que confiaron en nosotros, que nos regalaron su tiempo, sus grandes o pequeñas propiedades, que nos apoyaron sin esperar nada, que nos enseñaron sin sentirse maestros, que nos apreciaron y que nos guardaron el tiempo de sus vidas en su memoria. Yo estoy en deuda con ellos, con mis amigos Alejandro y Flore, mi padre Ramón, mis tíos Fernando, Ángel y Miguel, mi abuelo Fernando. Soy deudor de una enorme riqueza impagable, y lejos de sentirme incómodo por deber, me siento de verdad afortunado.
Parte de la felicidad está en tener buena memoria para recordar esos días de ríos, gargantas, viajes. Y a ellos allí, contigo.
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