Ha hecho
novillos un día laborable. Ha madrugado mucho así que el amanecer le sorprende
a pie de río. Saca el termo de
café de la mochila y los emparedados de jamón con tomate y queso de cabra con
miel. Sentado sobre una piedra de la orilla desayuna con hambre y sin prisas.
El río fluye por allí ya muy lento, cansado de tanto estrépito y tanta
cascada superada. Le sabe rico el café con leche condensada, el mordisco espeso
de los bocados de queso, el paladar salado y graso del ibérico. Saca
luego la botella de agua helada y da un trago largo hasta que casi le duele la
garganta. Contempla los olivos salvajes aún con olivas, los almendros
montaraces con las almendras verdes ya engordando, las primeras efémeras plateadas
volando muy despacio a un metro por encima del agua. Duda de si existirá otro
mundo a parte de este fuera del estrecho cañón por el que fluye el último
kilómetro de río, si fuera de allí será posible entender que las horas se han
deshecho convertidas en una transparencia fluída que se escurre sobre el lecho
de pizarras azuladas y rojizas. Los grandes barbos ya se pasean buscando qué
desayunar y él se demora haciendo un nudo Orvis al ojal del anzuelo en el que
montó un saltamontes de floan, plumas blancas de pato y pelos de ciervo
americano. Convierte un nudo simple en un ocho, pasa luego el sedal por la
primera panza del ocho y luego dos veces por la segunda, ensaliva el nudo y
tira con cuidado del cabo hasta cerrarle bien. Es un maniático de los nudos,
tira con fuerza del hilo, con más fuerza de lo que debería aguantar el sedal y
cuando a veces se rompe siente que lo hizo mal, fallar en el nudo desencadena
una tragedia y una amargura que luego tarda muchas horas en desaparecer de la
boca. Saca unos metros de línea y deja caer el saltamontes de patitas de goma
cerca del hueco oscuro que hace una gran pizarra sumergida casi en la otra
orilla. Siente que no puede traducir a palabras ni a onomatopeyas el plof, el chof, el ploc, el bobk que hace el señuelo al chocar con
el agua y que es tan irresistible para los grandes bigotudos que suben directos
a aspirar ese insecto algo raro que acaba de saltar desde las hierbas y ha
caído como un estúpido al agua de la pequeña garganta de D.
El primero que
sube a comer es un barbo enorme. El pulso apenas ha durado tres segundos. No le
parece que haya clavado demasiado, no siente que el freno estuviera muy duro
pero el saltamontes se ha soltado con una facilidad extraña de los labios del
pez. Lo comprende todo cuando ve la curva del anzuelo abierta: fallo de
principiante por haber montado algunos saltamontes en aceros demasiado finos y
flexibles. Insulta al aire. Corta el hilo con rabia y ata uno nuevo montado en
un anzuelo grueso y de buena forja. Se consuela descubriendo, comprobando por
enésima vez, que sólo aprendemos de verdad de los fracasos, de esos fracasos
rotundos e insolubles que tiene el pescador en los que lo perdemos casi todo, el orgullo, la
paciencia, la furia, la poca experiencia y sabiduría que nos hacíamos la
ilusión de poseer.
Presencia la
claridad con la que ha desaparecido el tiempo humano y la facilidad con la
que ha llenado todo el tiempo astral, el que marca un sol filtrado entre los nubarrones
grises, la brisa que ha veces se levanta y riza el agua a menos de tres metros
de donde se encuentra él. Pero no allí en el recodo, como si un invisible muro
protegiera sus deseos.
Debe ser por
la tarde cuando siente el cansancio, la punzada del hambre, la sed. Hace una mala autofoto con el disparo retardado. Se sienta
en un pizarrón horizontal que parece el escalón fabricado por un gigante
antiguo para salir del agua con sólo un paso. Saca el bocadillo de tortilla de
espárragos con un punto de alioli manchando el pan y la lata de cerveza helada
que metió en el pequeño termo de gomaespuma. Un saltamontes de verdad se posa
en su pierna, limpia sus antenas y salta luego al agua con idéntico plof, chof, ploc o bobk al que hace el falso. No tarda
un buen barbo curioso en acercarse, sorber el aperitivo y volver con parsimonia a la
penumbra. El pescador piensa que además del tamaño, la flotabilidad, los
brillos, el color, la movilidad de los señuelos que fabrica, y el temple del
anzuelo, debe de tener de ahora en adelante muy en cuenta el "factor sonoro", el
ruido que hace el bicho al caer al agua, una música precisa que, por más que lo
intente aquí, no puede traducir hoy con palabras.
El plof pesca, aunque no siempre, conviene saber cuando golpear y cuando no.
ResponderEliminarFelicidades por esa hopper season!
Es verdad Carlos, hay veces que escuchan el "plop" y salen pitando (en dirección contraria), otra de las claves, y tu lo sabes bien, es la distancia a la que cae el señuelo del pez. Lo que había por allí eran Aiolopus Strepens, medio verdes, medio pardos y (lo que más me gusta) con las alas rojizas o rojas, pero claro, cualquier parecido con mi imitación es pura coincidencia, pero es que los hopper de floam me encantan.
ResponderEliminarPor cierto, tenias que ver como funciona el Carnage... la semana pasada los beceros se tiraban como locos y eso que son los que tienen la boca mas pequeñita.
ResponderEliminarAún no he hecho ninguno, pero tengo muchas ganas. Ese abdomen en espiral de los Carnage queda hiperealista. Yo le pondría unos ojos 3D. Los suelo poner de resina (comprados) o de nylon derretido (caseros), pero ambos pesan y hunden la cabeza. Sería ideal que existieran unos ojos que estuvieran huecos o algo así y por lo tanto que flotasen... Yo no los conozco.
Eliminarhttp://www.montanafly.com/mfc_tyingmaterials/hoppize.html
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