martes

PERDIDO




Llega agotado a esa última poza. Ha sido una tarde de trepar peñas arriba hasta no muy lejos de los primeros neveros. Ha pasado por paredones de arena compactada y rocas redondeadas que se depositaron allí en las últimas grandes glaciaciones, cuando los deshielos de las inmensas lenguas de los glaciares llenaban ese valle de agua hasta un nivel que apenas puede imaginar el pescador. Junto a esa prueba de un tiempo que se mide en milenios salían esa tarde miles de efémeras y tricópteros que danzaban en el aire o se posaban en la parte seca de las piedras. Tal vez por eso no entraban las truchas. Estarían ahítas de comer ese maná repentino, abundantísimo, que les regalaba la lluvia y la primavera un día más.

Estaba exhausto. Tuvo que sentarse junto a un gran roble que había crecido justo en el borde de la ribera, asomando parte de sus raíces al abismo e hincado la otra parte en la tierra más firme. Sintió entonces ese raro placer, esa extraña plenitud del cansancio, ese privilegio de poder hacer eso, caminar, trepar, pescar, mantener el equilibrio a cada paso, estar allí, vivo.

Al día iguiente bajó a otra garganta más suave. El agua había cortado las laderas de pizarra casi cuchillo pero caminar junto al agua era fácil. Pisaba junquillos, cicutas, pequeñas lascas que hacían un ruido metálico a su paso. Lanzaba una lombricilla de cheline anaranjado y el barbo entraba franco, peleaba luego con furia, revolviéndose, corriendo río arriba, saltando a veces fuera del agua al estar en una zona somera. Bajó hasta la desembocadura y sorprendió a cuatro nutrias glotoneando los fáciles alburnos. Le ladró luego un corzo de buen porte que subió ladera arriba sin prisa.  Hacía calor y el sol espejeaban con fuerza en el agua cuando salía entre las nubes.

Sintió el cansancio de ayer y se sentó un momento en un escalón de pizarra muy roja. Las jaras estaban llenas de flores y de abejas. Tomó un puñado de cantueso para olerlo. No había para él otro perfume. Sintió entonces ese aprensible placer, esa cierta felicidad de tener en las manos un tiempo sólo suyo, ese privilegio de poder hacer eso, caminar, trepar, pescar, oler, ver, estar allí, vivo.

Sabía que todo aquello era escaso. Que el agua y él mismo eran frágiles. Pensó entonces que le hubiera gustado saber todo eso mucho antes. Tal vez hace muchos años ya lo pensaba pero no lo había traducido a palabras. Quizá desde niño, atraído por los ríos y los peces sin saber porqué, ya intuía que allí había certezas muy valiosas. A veces le preguntaban porque prefería los peces a la gente, porque bajaba a esos ríos solitarios en lugar de pasar el domingo envuelto en la euforia de los bares y las conversaciones. Qué encontraba allí perdido que no encontraba en la ciudad.

Un barbo muy grande subió corriente arriba por la orilla contraria, no hizo caso al señuelo. Sentía el agua fría en los pies. Se agachó, se quitó la gorra y se mojó con ganas la cabeza. Aún faltaban algunas horas para que el sol tocara el filo del monte. Sacó el bocadillo y dobló el envoltorio de papel encerado. Masticó el cabrales con rúcola y pasas. Se dejó llevar por el sabor picante del queso que se confundía con la dulzura de las uvas y el fresco crujir de la verdura. Sólo estar allí, en lugar perdido o en el centro del mundo.


1 comentario:

  1. Me quedo con la descripción que haces del sentimiento de estar allí vivo, perfecta. Esa sensación solo te la puede dar un precioso río como el que nos cuentas,

    un saludo y gracias

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