Andrew Thompson |
Los peces
llevan en la tierra más de 400 millones de años. Los salmónidos casi 100
millones. Nosotros, los sapiens, algunos menos. Tal vez por eso me maravillan
las formas, los colores y los ojos de los peces, porque contemplo a un ser
ancestral y antiquísimo que sigue nadando, que no ha cambiado mucho. Un animal
que es además un remoto pariente nuestro dentro de la azarosa genealogía de los
seres vivos.
Para otros
peces la visión se ha convertido en un sentido secundario, pero para las
truchas los ojos siguen siendo, al igual que para nosotros, la ventana
principal para entender el mundo. Compartimos con ellas eso, la mirada "comprensiva". Por eso los pescadores de truchas estamos locos de atar, podemos
estar horas, días, años buscando el color preciso para fabricar el cuerpo de
una mosca o la iridisación exótica de una ninfa entre los millones de colores
que detectan nuestros ojos. Que se lo digan si no al señor Gütermann y todos los acólitos de su secta.
Tal vez por
eso me gusta tanto desde niño bucear en el mar o en los ríos de aguas
transparentes, para jugar y sentirme de alguna forma pez, para mirar el agua desde el
universo que ellos habitan. O porque una vez nosotros también flotamos
ingrávidos en el agua templada. O porque nuestro cuerpo es casi todo de agua. O
porque nuestros remotísimos antepasados eran también peces. No lo sé.
Cuando fabrico
una mosca nueva la coloco en la película de agua de un recipiente lleno que
tiene el fondo bien pulido. Intento mirar, ver como es ese señuelo desde abajo, desde
el fondo del río y siempre parece muy distinto. Ya sé que no es lo mismo, ni
las truchas ven o miran como lo hacen nuestros ojos, pero al mirar así la mosca
tocando ese cielo de plata atisbo a entender que a veces no sirve mirar con
ojos humanos las cosas, los ríos, el sentido de todo.
Andrew Thompson |
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