Los grandes robles que se salvaron hace cientos de años de la
furia del progreso, de quedar reducidos a cuadernas navales de barco ya hundidos, vigas de casonas
hoy abandonadas o carbón de hogares en postguerra, van perdiendo las hojas. Hay
que subir muy arriba para tocarlos. Sólo desde allí, al contemplar su porte,
entiendes el desastre, el invisible exterminio. Y desde allí se filtra el agua por venas invisibles
hasta llegar al granito y aflorar en los arroyos. Tal vez sea casi invierno y
quietud para los nosotros, pero no para las truchas que comienzan por fin a respirar agua limpia,
tampoco para los zorzales que rebuscan caracoles que rompen en sus yunques ni
para las becadas, las grullas o las avefrías que rebuscan lombrices y me miran
con inquietud ancestral.
El río está poco crecido aún, resentido por las sangrías del
verano, la crónica "pertinaz", el derroche de agua que nos gastamos los arrogantes, el desprecio a la
vida que esconde. La orilla está reseca, cenicienta y dura. La lengua de arena
gruesa tiene doscientos metros de ancho, tal vez más, y mantiene un rara
belleza. El agua de los glaciares rebosaba su cambiante cauce hace unos pocos
miles de años y esta arena es una antigua firma de esos tiempos sin gente. A
más de cien metros del centro de las garganta que desemboca un poco más abajo las
tierras de cultivo están trufadas de grandes cantos rodados. No es
difícil imaginar la enorme torrentera que fue, pero sí es complicado pensar en sus
siglos de insistencia sin que nadie estorbase esa carrera de espuma, rabia y bulla.
Camino y camino río arriba muchas horas. A ratos lanzo y dejo que
se sumerja el señuelo en lo profundo. Busco monstruos pero solo salen algas marrones
prendidas al anzuelo. Poco a poco va entrando el frío y me resisto a la
tentación de volver al calor y al libro de Philip Hoare. Hay que estar ahí,
hoy, ahora, no todo va a ser primavera y color, caricia de aire y libélulas
azules. La libertad tiene sus momentos helados y estériles, sin peces que
tocar, sin rayos de sol tornasolando el mundo y calentándonos la espalda. La
libertad tiene sus horas de lija y niebla, esos son los momentos que ponen a
prueba la paciencia, la mítica y literaria y torpe y falsa paciencia del pescador. Toca
esperar semanas, meses, dejar pasar muchos días, tener una mínima esperanza en
el futuro, inventar que llegará por fin marzo y luego abril con nosotros dentro y una
caña en las manos y uno mosca echa de plumas y astucia volando.
Mañana subiré hasta la nieve para comerme un poco. Ahí todavía
vive uno de esos pocos robles formidables. Un cachalote vegetal. Subir a la
sierra y caminar por ese agua sólida y esponjosa que en primavera será río es
un privilegio dulce. Subo hasta el roble gigante
con un cuenco, una cuchara, una mandarina, un poco de azúcar y toda la
libertad de este presente. Tras bajar volveré al libro de Horae sobre los cachalotes y los tilacinos,
montaré alguna mosca y seguiré escribiendo mi nueva historia larga que por
ahora se titula “informe de méritos” y ya me han dicho que es un título bien
feo. Nadie es perfecto.
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