Otoño y agua. Por fin Octubre. El tacto de la lana al amanecer. El viento frío de la libertad. El suave eco de los pasos sobre la grava fina de la orilla. El placer de caminar ¿hay otro más humano? Cuando se inventaron las ciudades en Mesopotamia: Nippur, Marad, Babilonia, Der, Shurruppak… sobre todo en el periodo Uruk o antes, y se comenzó a escribir en tablillas de terracota, a veces, de forma indirecta, sesgada e imprecisa, casi con odio y miedo, se da cuenta de los pueblos nómadas que se negaban a vivir en esas ciudades. Las cartas acadias de Tall Al-Amarna, de la época de Amenofis III los citan con recelo. Se sabe poco de ellos salvo que tenían fama como pastores, asaltadores de caravanas o caminantes incansables. Los sometidos que recibían su ración de cebada y aceite no entendían a aquellos que se negaban a construir una casa de adobes en cualquier espléndida ciudad y asumir las leyes y normas de Asur o Hammurapi. Los llamaron "habitantes de tiendas", "amorreos", "arameos", "habirû" (los huidos). Ahora todo aquel Oriente es inhóspito, tierras estériles llenas de sal por miles de años de cultivo, guerras por petróleo o por dios o por fronteras. Nada quedó de los caminantes sospechosos, de aquellos nómadas que se negaban a entrar en el Edén urbano y deseaban seguir viviendo en los pedregales y las estepas resecas. Algo tienes de “huido”, como ellos. “el huido no nace, se hace”, eso pone en acadio, en una de esas tablillas llenas de símbolos cuneiformes. El bisabuelo era un arriero inquieto y caminador, el abuelo se entusiasmaba con acadio, el arameo y el griego antiguo, el padre, como toda la estirpe, también era pescador. Tal vez esa sea su única herencia.
Por eso vuelves al bambú refundido o al glass. Fibra muy fina, mínimo peso, cañas blandísimas pero irrompibles con las que hasta el pez más bronco cede mucho antes que con palos de escoba de carbono y sin romper el sedal. Y en lugar de diez pies, seis o siete. En lugar de hilacos del veintidós para arriba, un dieciocho bien atado. En lugar de orillas de embalses famosos, ciénagas en las que desembocan pequeños arroyos escondidos. Las voces ortodoxas se resienten. O rebufan. O reniegan. O pontifican. Como si en alguna Biblia o en algún catecismo piscatorio estuvieran bien descritos los pecados que él se empeña en disfrutar. La mayoría de los pescadores buscan la eficiencia, pescar más, mucho, rápido, emular al campeón, copiar su equipo, seguir las ortodoxias o hasta la heterodoxias cuando ya han salido en las web y han demostrado que ganan campeonatos. Qué pereza. La del huido que no quiere saber nada de Asur o de una casa en el Eden de Babilonia. La de quien se siente cómodo caminando por los pedregales lanzando también, con el pesado bambú y vieja seda inglesa, un escarabajo de floam de la era espacial o una mosca montada con antiguas plumas de alchata o un bicho jipi lleno de patas. Pero da igual qué armas o qué artes. Importa más estar, volver todos los otoños, caminar otra vez y más lejos, buscar la aleta, el chuperreteo goloso del barbo hacia una hormiga de ala que ha caído, contemplar el sol (Sâmâs en acadio, Utu en sumerio) saliendo por los jarales y calentando despacio el agua, sentir que llega el frío. Sentir, con el cuerpo entero, respirar la deliciosa soledad, la rara o pueril emoción de ver acercarse un pez bajo el agua. La oscura certeza de que ya somos huidos (habirû) o no quisimos ser nunca otra cosa.
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