Berrean los ciervos. Por fin llueve. El tuc-tuc del agua lo arropa todo. Los ocres se suavizan. La tierra se bebe todo. Dos buitres pasan remolones a media altura hacia la vaca muerta cuya peste has dejado lejos. Algo asusta a los patos. Un peregrino arrogante que corta el aire como se corta un queso fresco con navaja de afeitar. Sube rápido. Baja en un segundo. Apenas toca al pato rezagado y cae dejando una nubecita de plumas. Luego baja. Coge. Desaparece.
Caminas muy despacio por la orilla. Los pasos suenan como quien pisa azúcar con los pies descalzos. Luego las nubes se separan. Vuelve el sol. El cielo entero se limpia y suben del fondo las algas verdes. Hay una cerca antigua que corta esta tierra de nadie. Rastros de huertos olvidados. Vida abandonada. Pisadas de ovejas que ahí nada tienen para comer. Salta un pez rabioso. Confirma que el tiempo es sólo tuyo. Percival Bratt, amigo de Bruce Chatwin, llamaba a los asalariados “desperdiciadores de tiempo profesionales”. Seguro que el cabrón había leído a Karl Marx, El capital, tomo 1. cap. VIII “El capitalista se cuida de velar celosamente por que el trabajador no disipe su tiempo. Ha comprado la fuerza de trabajo por un tiempo determinado. Quiere, naturalmente, que se le entregue lo que es suyo y no tolera que se le robe. (…) El capital es trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo vivo chupa. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el que el capitalista consume la fuerza de trabajo que compró".
Desperdiciar el tiempo, la vida, ese latido caliente y veloz que hace volar al halcón, planear al buitre, berrear al ciervo, lanzar al pescador. El tiempo que vendemos jamás tendrán un valor justo. ¿Y si este fuera tu último día?, ¿tu último año de vida? ¿Cuánto dinero valdrían estos segundos o esos días? La propia palabra "valor" es para Marx un falso abracadabra. Mientras tanto, sin hacerte preguntas, lo vendes siempre barato, lo desperdicias “profesionalmente”. Salvo ahora, que salta el tiempo desnudo como el pez, que se desliza con suavidad igual que los últimos retazos de las nubes, regalado a ti mismo.
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