martes

MARX III


El cauce está seco, pero no importa, el agua volverá. Nadie la robó o la vendió. El pescador sigue hacia abajo unos kilómetros más. Saborea la distancia. La elegancia del caminar por ahí, en la intemperie, donde no hay camino, aún nos hace dignos. El camino a pie iguala al poderoso y al vagabundo, al inmigrante y al rey. Por eso los privilegiados intentan no caminar a campo abierto -sólo lo hacen dentro de su propiedad-, prefieren los vehículos y las alfombras, los caminos vigilados y asfaltados, previsibles, propios. Caminar nos aleja, nos da perspectiva, relativiza las leyes que se dan en la ciudad, casi podemos imaginar que “somos libres” y que ya nunca volveremos al fraude de la seguridad.

Llega hasta el embalse. Piensa que Juan Benet supo proponer otra forma de contar cuentos pero trabajaba matando ríos, haciendo presas, empujando España hacia el progreso, ahogado algunos pueblos bajo el agua. Inocente y crédulo del engaño artero del “bien común”. Pero de algo hay que vivir. Todos matamos por delegación.
Fuera del camino también se difuminan las clases. Dentro de él, del único camino que dicen que parece posible llamado “realismo capitalista”, sigue habiendo tres clases sociales: los Privilegiados, los Consumidores y los Excluidos –que no trabajan, no cobran, no cotizan, no consumen...-.  Luego está el paisaje, el escenario de la vida, el entorno más o menos civilizado o salvaje sobre el que propiedad, consumo y exclusión sigue reglas a veces medievales. Y arropándolo todo la información, la ciencia, la conversación que puede ser un susurro entre amigos de confianza o un gran relato -sofisticado o muy simple- elaborado por el poder y convertido en discurso social. Da igual el nivel de educación, acceso a la información o cultura, el runrun de las redes sociales no es una revolucionaria conversación entre amigos leales multiplicado por mil si no el discurso del poder haciendo eco en todas partes -incluso dentro de tu cerebro-. Esa postverdad ha quitado el trabajo a los cuentos. Los cuentos eran una forma antigua de decir la verdad y que no te cortase la cabeza el emperador, el juez o el Papa: “La hormiga ya estaba harta de que la cigarra tuviera su vida así que votó al partido insecticida”.
El argumento publicitario sobre la eficacia de los insecticidas tuvo siempre gran credibilidad y un éxito de ventas sin igual así en el campo como en los hogares. Aún lo tiene. Seguimos matando mosquitos a cañonazos y envenenado el bosque y el agua para acabar con el escarabajo de la patata o el bichito que se come el maíz. Da igual que admiremos a Rachel Carson o a Chomsky. Insecticida a tope. Del Ziclon B al DDT, del histórico fascismo al moderno autoritarismo democrático de Bolsonaro en Brasil, Erzogan en Turquía, Ortega en Guatemala, Orbán en Hungría, Kaczynski en Polonia, Maduro en Venezuela, Trump en EEUU, Putin en Rusia… La lista comienza a ser atroz. Cansina. Abominable. La podredumbre, si está lejos, apenas huele.

Pero por unas horas el mundo es otro. El pescador juega con el sedal, respira el viento, contempla las nubes y a los buitres surfeando las térmicas, los zorzales volviendo de Siberia, una abubilla que no se ha marchado. No quiere pensar que no hay rincón del mundo a salvo de todo eso. Ni la Amazonia ni este pequeño arroyo. Las cigarras unidas casi siempre son vencidas ¿o no?



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