Como dice mi
hermano V. han sido dos días de “pesca extrema”, de llegar agotado a casa,
meterme en la bañera de agua caliente y quedarme adormecido leyendo algún
librito de Paul Auster que suele morir ahogado bajo la espuma.
Ya no llegaré
a ser un buen pescador. Me pueden mis vicios, mi manía de ir degustando el río aquí y allá,
de no ser meticuloso, ni minucioso. Voy picoteando sólo las mejores posturas y
dejando las facilonas o las más feas sin pescar. No dejo de explorar,
innovar, aprender, estar atento a las nuevas formas de montar las moscas o los
nuevos tiseles infalibles para adobar las ninfas, sin embargo me niego a
adoptar estrategias y artes que son más productivas pero menos placenteras para
mis anticuadas ideas de pescador cuarentañero.
Aunque soy muy andarín y pesco
rápido, nunca llegaré al ritmo y a la disciplina de otros pescadores, me puede
la indolencia, saborear de pronto una poza con lentitud, sentarme a contemplar
la tarde, entretenerme en volver atar el aparejo, reintentarlo con la seca
aunque sé que en ese momento hay pocas posibilidades de interesar a las truchas
con mi feo tricóptero blancuzco.
Me gusta
cansar al cuerpo, sentir y comprobar que sigo el ritmo de mis hermanos más
jóvenes. No puedo renunciar a un tarde de pesca con V. aunque haya estado ya en
el río desde las siete de la mañana tras las truchas con A. y ayer todo el día
en la garganta con F.
Metido en la
bañera me doy cuenta de que no llegaré a ser un buen pescador aunque lleve más
de treinta y cinco años tocando peces. Descubrí demasiado pronto que más que
tocar a los peces me gustaba estar allí, sentir que el fin de todo no era pescar más
sino saborear mejor la felicidad asequible de estar metido en el río lanzando
el señuelo a ese rincón precioso en el que es imposible que no se esconda una
gran trucha.
Por fortuna el estupendo “El libro de las ilusiones” de Auter se ha sumergido en el agua cuando ya lo he
terminado. Cierro los ojos. Rememoro los instantes que he vivido estos días, la
trucha que picó en media cuarta de agua, a dos metros de mis botas, mientras yo
andaba distraído, avaricioso, apuntando a ese estupendo hueco oscuro y profundo a diez
metros de la orilla. No soy un buen pescador. Debo aprender a pescar también lo fácil, a registrar esas posturas
feas donde también hay truchas y felicidad. Un poco como Auster.
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